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TIERRA DE INFANCIA

rubi17202 de Febrero de 2015

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“TIERRA DE INFANCIA”

La Casa

La casa de infancia de Claudia Lars se construyó sin prisa, antes de que el abuelo peinara las primeras canas, y como estaba destinada a ser el refugio de una numerosa descendencia, una casa acogedora y tranquila, inspiraba confianza por su amable sencillez, y aunque se dueño no pasaba de ser un hombre rustico, tenía ciertas comodidades desconocidas en otras casas del pueblo, que hacían más agradable la vida hogareña y que siempre asombraban a nuestros vecinos.

Sus puertas eran de cedro, sus vigas de la misma madera, tan sólida y durable, el patio donde un jazmín de parra, un granado y un limonero sobresalían entre muchos verdes.

En esta lectura Claudia Lars nos da a conocer de como era su casa de infancia, de cómo el primer gallo de la madrugada despertaba la casa sin atrasarse nunca, y sus actividad bulliciosa se extendía en el chischás de las escobas, los sartenes de la gorda Toribia y la destemplada voz del abuelo.

Jamás el abuelo negaba la posada y los indios se tendían sobre sus viejos petates, agotados por el andar de todo el día. El abuelo se asomaba al balcón y observaba a sus huéspedes con tranquila benevolencia. Él también tenía sangre indígena, y aunque su hacienda y su casa lo habían colocado encima de muchos de sus vecinos, creo que a ratos se sentía como cualquiera de sus infelices.

El abuelo no se detenía a meditar sobre asuntos tan vagos y confusos y vivía como un ser primitivo. Claudia Lars era demasiada pequeña para poder adivinar, si quiera un tantito, lo que es la complejidad de las almas de los hombres.

El Hechizo

Primer recuerdo que guardo en la memoria Claudia es un violento recuerdo visual, entre valles y cordilleras un volcán de cono arenoso, arrojando ríos de brasas, un volcán estremecido y bramador, con algo de animal antediluviano. Solo el padre no había nacido en ese lugar, la piel de su rostro era blanca, aunque tostado por los soles del trópico, su cuerpo alto y delgado tenía un raro magnetismo, su cabeza estaba llena de abundantes canas, sus labios pronunciaban nuestro idioma de un modo defectuoso pero agradable, que a tos nos divertía mucho.

Nadie podía negar que el padre de Claudia amaba la tierra de sus hijos y que la celebraba con entusiasmo, pero su amor era del viajero que se detiene y se complace entre lo nuevo, ese aventurero que había conocido tantos mares y costas el que le enseño a amar y a comprender la tierra de mi madre y de mi abuelo, nunca imagino que ella tenía que envejecer.

Los habitantes de mi valle crecían ciegamente, como los conacastes y chapernos de la montaña. Todo para ellos era simple, natural, inevitable.

La gente del pueblo decía que el volcán era el infierno y que ahí habitaba el diablo, pero el padre de Claudia deseando que olvidara el absurdo relato se sentaba sobre sus piernas y con las frases más clara y comprensibles trataba de explicarle, científicamente, lo que era aquellas explosiones que a ella la tenían fascinadas.

El padre le decía que un volcán es solo un cedro natural, sin ningún demonio que lo encienda o lo mueva. Tiene una abertura llamada cráter por donde se escapa el fuego interior de la tierra, es un respiradero de nuestro planeta, que tal vez le sirve para desahogarse, para arrojar fuera de si el exceso de calor.

Nuestro valle

Cielo azul, sin nubes, lleno de pájaros vibrantes, un espléndido día de verano, oloroso a frutas y a graneros. Nada producía goce tan inmenso como esas excursiones matinales, por ningún otro placer habría cambiado el camino que me llevaba de las caballerizas de mi casa del pueblo a los corrales de la hacienda. “Las tres ceibas”. Claudia Lars respiraba el aire impregnado de esencias saludables y se llenada de aquella luz purísima, su corazón iba cantando un himno de júbilo, y el tiempo no tenía sentido ni poder para ella.

Ella conocía aquellos lugares terrón a terrón, piedra a piedra, risco a risco, sin embargo ella encontraba algo nuevo, diferente y sorprendente, desde la subida de la cuesta podía señalar la choza de Anselmo Duran. Iba ella en su caballito medias negras, iba el abuelo en la mula pimienta, pasaban las basuras bailando rondas alegres saltaba el conejo y se escondía entre los arbustos, volaban en bandadas los pericos charladores.

El abuelo era un hombre simple y recio, vivía feliz con todos sus sentidos y en el fondo de su pecho solo tenía dos despiertas luces, el primero era el amor y la familia y la segunda el amor a su tierra.

En este título podemos observar que Claudia Lars solo nos habla de cómo ella cabalgaba por esos lugares maravillosos donde todo era color de rosas, que no importaba que cosas tenías que a ser o alguna preocupación ella solo disfrutaba sus hermoso paisajes de su hermoso país.

Retrato de mi abuela

La abuela tenía un nombre sonoro y elegante, trenzas medio grises y sus labradas peinetas de carey, con sus faldas de ancho vuelo y sus blusas cubiertas de alforcitas. La abuela tuvo días difíciles durante su niñez y creció como una criatura silenciosa y un poco huraña en un convento de monjas en la ciudad de Guatemala, la abuela se llamaba Carmen Zelayandia de Vega, dice que cuando era el tiempo de regresar con su familia, pues no deseaba vestir el habito de monja, la madre superiora se puso el habla con el tutor de su protegida.

Habían prontos y activos, los parientes de Carmen se dedicaron a buscar al hombre que debía proteger a la muchacha y tal vez a toda la tribu, y la joven se sintió en medio de los suyos todavía más triste que en el convento.

Fue por entonces cuando el abuelo empezó a sentir su soledad de hombre maduro y a pesar que en su vida hacía falta una mujer que le ayudara a administrar su casa y sus bienes ofreciéndole al mismo tiempo un cariño permanente.

Decía la abuela que la caridad nunca se puede humillar a nadie, es la más sublime de las virtudes. Solo el cristiano verdadero entiende plenamente lo que es la verdadera caridad.

Se llamaba Patricio

El padre de Claudia Lars se llamaba Patricio. Así tenía que llamarse, pues en su familia, como en todas las familias de su raza, un Patricio joven y en marcha siempre toma el puesto o el camino del Patricio que se retira a descansar o morir. Peter o Patrick era su nombre exacto. Los antepasados de mi padre fueron irlandeses del sur de islas.

Su padre llego a la Republica de El Salvador cuando se tendían sobre este suelo, entonces boscosos y semidormido, los primeros rieles del primer ferrocarril, frente a un batallón de trabajadores que median distancias, cortaban cerros y levantaban puentes. Los viajes del hombre se olvidaron para siempre, pero la estrella de marineros y caminantes rigió poco después del destino de otra niña, hija primera de aquel matrimonio.

Horas de tiempo mágico

Maruca y su pequeña amiga Erlinda repetían todas las tardes, bajo la parra de un jazmines, algunos de sus juegos de su predilección, la mayor parte de veces los muñecos eran niños enfermos y Maruca una madre afligida, mientras Erlinda trataba de imitar al médico de la familia, en otras ocasiones guisaban yerbas en ollitas de barro, o vendían y compraban guijarros del patio, o a veces convertidas en activas costureras hacían delantales con pedazos de papel, y así ellas se divertían y creaban cosas diferentes para sus juegos.

No sabía por qué jamás se unía a esos pensamientos, le parecían tontos y fastidiosos, propios de niñas muy pequeñas, uno de sus mayores goces era escaparse de la casa y meterse en un solar abandonado, lleno de árboles y bejucos.

Aprendió a cazar murciélagos y hasta logro que uno de ellos fumara un cigarrillo, juego que le enseñaron los hijos del mayordomo de la hacienda, y pronto los dejaba en libertad, sin permitir que nadie los golpeara o los hiriera.

La ciudad de Sonsonate

Ciudad de Sonsonate, cabecera del departamento del mismo nombre, era para todos los habitantes de las aldeas algo así como un pequeño emporio. Iglesias de la época colonial, su parque con muchas palmeras, sus casas con ventanas de reja, sus tiendas y su mercado, pero sobre todo sus dos puentes de calicanto sobre el Zenzonatle rio que se desliza entre las calles más concurridas nos dejaban con la boca abierta.

Sonsonate tenía una activa estación de trenes, con amplios talleres, bodegas y oficinas, aunque muy provinciana y muy sencilla esta ciudad de la costa salvadoreña tiene una historia ilustre a principios del siglo XVI el temerario capitán español don pedro de Alvarado abandono por un tiempo las tierras de Guatemala donde había logrado grandes triunfos en la conquista de las tribus aborígenes y se dirigió al sur por los litorales del océano pacifico.

Claudia iba a Sonsonate muy a menudo cuando era niña pues allí Vivian amigos y parientes, bajaba el tren en compañía de un apersona mayor y se hospedaba en casa de la familia Larrave, don Eduardo el jefe de la familia, era íntimo amigo de su padre. En un hermoso día de un mes que Claudia no recordaba, Lydia Lavarre celebro en Sonsonate la fiesta de su primera

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