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Una desconocida a quien sigue un desconocido


Enviado por   •  21 de Octubre de 2011  •  4.310 Palabras (18 Páginas)  •  514 Visitas

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Una desconocida a quien sigue un desconocido

Personas a quienes conocimos ancianas ya y que duermen hoy el sueño eterno debajo de la tierra, nos contaban que los últimos días de diciembre de 1792 fueron extraordinariamente fríos, y el 28 del mes aún más destemplado que los otros.

Como en aquellos tiempos no se hacían observaciones meteorológicas, nuestros lectores tienen que conformarse con el dicho de los viejos, de quienes tuvimos nosotros la noticia, y creer, sobre su palabra, que el día de Inocentes de 1792 faltó muy poco para que se cubrieran de escarcha los tejados de esta capital.

Bien sabido es, además, que en aquella época la novísima ciudad de Guatemala no contaba por las noches con otro alumbrado que el que proporcionaban generosamente a la tierra las estrellas del cielo y el de la luz mortecina que despedían, en una u otra calle, las candilejas encerradas en algunos nada limpios faroles, colgados delante de los nichos de los santos.

La ciudad parecía, pues, un vasto panteón, donde no se veía criatura viviente, ni se oía otro rumor que el que formaba el cierzo helado que hacía retemblar los cristales de las ventanas.

En el centro mismo de aquel cementerio de vivos había otro de muertos, el de la parroquia del Sagrario, que ocupaba el sitio donde se levanta hoy el mercado central, i Extrañas vicisitudes las de las cosas de este mundo I Aún no hace cincuenta años la manzana que cae al oriente de la catedral era un lugar destinado a guardar los despojos de la muerte. Un día se notificó a los difuntos la orden de desocupar el campo y las blancas osamentas tomaron, en silencio, el camino de San Juan de Dios. Aún nos parece que vemos desfilar por las calles la fúnebre procesión.

Hoy ocupa el antiguo palacio de la muerte todo cuanto puede contribuir a mantener la vida. ¡Qué bulliciol iqué algazara! ¡qué animación I Cuando solemos atravesar el mercado, abriéndonos paso con dificultad al través de los promontorios de vendimias y entre la apilada muchedumbre de los expendedores, nos asalta la idea de que sería un espectáculo curioso el que se ofrecería a aquella multitud si se presentaran de repente los antiguos propietarios del local, reivindicando el sitio de que se les despojó sin oirlos.

Perdonad, lectores, la digresión, y volvamos al año 1792, en que no había en la plazuela del Sagrario mercado sino cementerio.

A las dos de la mañana del día 28 de diciembre se deslizaba una figura blanca pegada a la pared exterior del panteón. Avanzaba lentamente y como con temor, tanto que necesitó emplear más de un cuarto de hora para andar las cien vraras que hay desde la esquina noreste a la sureste de la plaza. Es decir, que aquella figura humana venía de la calle de Santa Teresa hacia la parte central de la población. No obstante la lentitud con que caminaba, podía advertirse que era joven, y el traje que vestía revelaba una mujer de lo que se llamaba entonces clase media. Cubríale la cabeza y la mitad del cuerpo un gran paño blanco (probablemente una colcha), y parecía llevar -en los brazos algún objeto que le interesaba mucho resguardar del frío, pues procuraba cubrirlo con el mayor esmero.

Por desgracia no asomó en aquel momento por la calle que seguía la desconocida ni el mayor de plaza con su patrulla, ni un vecino cualquiera a quien alguna gravísima necesidad hiciese aventurarse a aquella hora y con el frío intenso que hacía por las inmediaciones del cementerio. Si alguno la hubiera visto, la habría tomado por alma de la otra vida y tendríamos hoy una leyenda poética que podríamos aprovechar, en vez de tener que limitarnos a ser fieles narradores de hechos prosaicos de la vida real.

Al llegar a la esquina sudeste del cementerio, la mujer se detuvo y fue a arrodillarse delante de una imagen de la Virgen de Dolores que ocupaba un nicho en el ángulo que hacían las paredes de una casa que enfrentaba con el panteón. La luz de la lámpara iluminó de lleno el rostro de la desconocida. Estaba pálida como si hubiese sido un cadáver escapado del vecino recinto.

Lloraba y murmuraba palabras entrecortadas por los sollozos y que parecía se las arrancaba del fondo del alma. Aquella pobre joven debía estar abrumada bajo el peso de uno de esos dolores que se experimentan en la vida de tarde en tarde; pero que en pocas horas nos hacen avanzar años en el camino que conduce a la eternidad.

Se levantó con mucho trabajo, apoyando la mano izquierda en el guardacantón de la esquina y sosteniendo con el brazo derecho el objeto de su solícito cuidado. Continuó caminando lentamente, sin desviarse de las paredes de las casas, como buscando algún apoyo. Avanzó tres cuadras hacia el occidente y entrando en la parte habitada por las personas principales y más ricas de la ciudad, veía las casas sin fijarse en ninguna, como si no las conociera. Se detuvo al fin delante de una de las más grandes y de mejor aspecto, y asió del pesado aldabón de bronce que pendía de una máscara grotescamente cincelada. La mano de aquella pobre mujer estaba más fría que el metal.

Dominada, sin duda, por una sola ¡dea, la desconocida no había advertido que iba siguiéndola, a unos cincuenta pasos de distancia, un hombre embozado en una gran capa que llevaba un sombrero de alas anchas que le cubría hasta los

ojos. El embozado se detuvo mientras la mujer permaneció arrodillada frente a la imagen de la virgen; continuó siguiéndola y cuando ella se paró delante de la puerta de la casa, él apresuró el paso y procurando recatarse, se situó en el hueco de la puerta de una de las casas de enfrente.

II

Un regalo del día de los Inocentes

La mujer sacudió el aldabón con toda la fuerza de que fue capaz y repitió otras dos veces los golpes, que resonaron en el interior de la casa. Los primeros que escucharon los aldabonazos fueron dos enormes perros que velaban en el corredor y cuyos aullidos penetrantes y prolongados, despertaron a la servidumbre y alborotaron a las muías del coche que dormitaban en la caballeriza. El gato favorito de la señora que dormía en la cocina, al amor del rescoldo, se enderezó, erizó los pelos del espinazo y comenzó a mayar en tono lastimero, completando el concierto desapacible que formaban los ladridos de los perros, las coces de las bestias sobre el empedrado y los gritos de dependientes y criados que se levantaron y acudieron al zaguán, preguntando quién llamaba y qué se le ofrecía.

El caso era grave. Los aldabonazos redoblaban y nadie respondía a las voces de la servidumbre.

Después de una ligera discusión entre el amo de la casa, el señor don Fernando Fernández

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