Unica Mirando Al Mar
jackchyn30 de Abril de 2014
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Única Mirando al Mar
Contenidos
Nota preliminar
Ficha de autor
Bibliografía
Capítulo Primero
Capítulo Segundo
Capítulo Tercero
Capítulo Cuarto
Capítulo Quinto
Capítulo Sexto
Ficha de autor
Fernando Contreras Castro nació en San Ramón, el 4 de enero de
1963.
Realizó estudios en la Universidad de Costa Rica, donde obtuvo los
títulos de Bachiller en Filología Española y Máster en Literatura
Española, maestría que concluyó con una tesis de investigación
titulada "El hombre preliminar de la Mancha_, en la cual intenta una
lectura de El Quijote, desde la filosofía de F. Nietzsche.
Desde 1990 labora en la Escuela de Humanidades de la Universidad
de Costa Rica, en donde se desempeña como docente e investigador.
Bibliografía
Cuento
Su oficio de escritor
Sueños del Faraón
Revista Con- Textos. Universidad de Costa Rica, 1986.
Ensayo
Andrés Segovia: su silencio
Revista de Ars Música. San José, Costa Rica, 1987.
"Qvaerendo invenietis"
(De J.S. Bach a Julio Cortázar)
Revista Káñina de Aries y Letras. Universidad de Costa Rica, 1988.
La puesta en escena de una escena
Revista Escena. Universidad de Costa Rica, 1991.
Un "Nuevo Mundo" vrs. El Apriori Revista Herencia. Universidad de
Costa Rica, 1992.
Escritura y cartografía: Hacia la ilusión de una verosimilidad
Memoria del Sexto Congreso de Filología, Lingüística y Literatura.
Universidad de Costa Rica, 1993.
Cartografía narrada, al abrigo de la demencia
(Un acercamiento al itinerario de Juan de Grijalva)
Memoria del Tercer Congreso Internacional de Sociocrítica. Costa
Rica, 1993.
Novela
Única Mirando al Mar
A.B.C. Ediciones S.A., 1993. Primera edición.
Para mis abuelos:
Rafael Castro Piepper y Amparo Villegas de Castro, por tanto cariño y
tantas anécdotas.
... Celso Coropa recogió en la palma de su mano un rayo de sol y
suspiró:
-¡Hay veces que no me gusta la vida!...
Frente a él, había como una tortura de raíces y bejucos.
-& Y hay veces que sí, añadió.
Entre la tortura de raíces y bejucos había una flor.
Carlos Salazar Herrera.
De Cuentos de Angustias y Paisajes,
La Montaña.
Capítulo Primero
Más por la vieja costumbre que por cualquier principio ordenador del
mundo, el sol comenzó a salir agarrado del filo de la colina, como en
un último esfuerzo de montañista pendiendo sobre el abismo de la
noche anterior. -1
El bostezo imperceptible de las moscas y el estirón de alas de la flota
de zopilotes, no significaron novedad alguna para los buzos de la
madrugada. Entre la llovizna persistente y los vapores de aquel mar
sin devenir, los últimos camiones, ahora vacíos, se alejaban para
comenzar otro día de recolección. Los buzos habían extraído varios
cargamentos importantes de las profundidades de su mar muerto y
antes de que los del turno del día llegaran a sumar sus brazadas, se
apuraban a seleccionar sus presas para la venta en las distintas
recicladoras de latas, botellas y papel, o en las fundidoras de metales
más pesados.
Los buzos diurnos comenzaban a desperezarse, a abrir las puertas de
sus tugurios edificados en los precarios de las playas reventadas del
mar de los peces de aluminio reciclable. Los que vivían más lejos, se
preparaban para subir la cuesta de arcilla fosilizada que contenía
desde hacía ya veinte años el paradero de la mala conciencia de la
ciudad.
Como fue al principio, y lo sería hasta el apocalíptico instante de su
cierre, a eso de las seis de la mañana, los lepidópteros gigantes
esperaban a sus operarios para comenzar a amontonar las
ochocientas toneladas de basura que la ciudad desecha diariamente;
como fue al principio, los operarios de los tractores se calentaban
primero con un café con leche que servían de una botella de coca cola
envuelta en una bolsa de cartón; después, a bordo de sus máquinas,
emprendían la subida.
Salvo el descanso del almuerzo y el del café de la tarde, todo el día
removían y amontonaban basura, como una marea artificial, de oeste
a este, de adelante hacia atrás, con la vista fija en las palas, mientras
las poderosas orugas vencían los espolones de plástico de las nuevas
cargas que depositaban los camiones recolectores; de adelante hacia
atrás, todo el día, como herederos del castigo de Sísifo sin haber
ofendido a los dioses con ninguna astucia particular.
A las ocho de la mañana el sol ya alumbraba precariamente la
podredumbre de algún octubre ahogado entre los nueve meses de
lluvia anuales de la Suiza Centroamericana.
El Bacán, con sus cuatro o cinco años-12, esperaba sentado sobre los
restos mortales de una cocina, encallados ahí desde hacía tanto
tiempo que ya era casi inimaginable el basurero de Río Azul sin ellos.
No muy lejos, los buzos trabajaban con el único horario posible en ese
lugar: el flujo y reflujo de los camiones recolectores.
Mujeres de edades indescifrables a menudo, hombres y niños sin
edad alguna rumiaban lo que la ciudad había dado ya por inservible,
en busca de lo que el azar también hubiera tirado al basurero.
El Bacán esperaba aperezado en su cocina usual vigilando de cuando
en cuando a una de las mujeres, tratando de distinguirla entre las
demás compañeras de buceo; cada vez que se percataba, espantaba
las moscas de su cara y sus brazos, mientras jugaba con un juguete
hallado ahí mismo no hacía mucho tiempo, su juguete nuevo.
Algo brilló un instante entre lo negro de la basura e hizo que el niño
dejara su lugar privilegiado y se internara un poco entre los desechos.
El niño perdió de vista, el resplandor, por lo que tuvo que devolverse
caminando hacia atrás hasta encontrarlo nuevamente. En ese juego
estuvo largo rato, hasta que logró seguir el brillo fugaz que lo llevó
hasta un objeto medio enterrado en la basura. Lo tomó por donde
pudo y tiró de él. Algo casi redondo salió de entre la basura y se fue
pareciendo a una manzana conforme El Bacán lo frotaba contra su
camiseta. Era una manzana dorada, con una inscripción: "Paaaa-rr-ra
llla mmmmás belllllla", "Para la más bella" leyó el niño comprendiendo
a duras penas la frase.
La escondió bajo su ropa y regresó a su lugar. Pasó un par de horas
repitiéndose la frase en voz alta sin que la belleza como concepto
acabara de cuajar en su mente. Aquella frase no tenía ningún sentido
posible más allá de unas cuantas palabras de las que usaba sueltas
en su lenguaje cotidiano.
El niño se puso de pie guardando el equilibrio sobre sus piernas
flacas, se afirmó lo mejor que pudo y lanzó la manzana hacia la basura -13
de donde había salido. Como aspirada en un bostezo de la tierra, la
manzana se hundió con su vocación frustrada.
La mujer que el niño esperaba, vio de lejos la escena y dejó su
búsqueda para correr hacia el lugar donde creía haber visto caer el
objeto dorado; pero ni su mejor esfuerzo, ni su vasta experiencia en el
buceo de profundidad sirvieron para recuperar la cosa. Volvió la cara
hacia el niño y lo miró con las cejas y los labios arqueados, como si
aquel hecho intrascendente hubiera tensado en su rostro el arco de su
desesperanza. El Bacán correspondió el gesto añadiéndole un subir y
bajar de hombros que terminó de aclarar a la mujer que ni tirando al
tiempo hacia atrás de los cabellos de la nuca podría saber de qué se
trataba aquello que el niño había menospreciado sin criterio.
El niño, de inteligencia precoz, y Única Oconitrillo, maestra agregada,
pensionada a la fuerza a sus cuarenta y pico de años, por esa
costumbre que tiene la gente de botar lo que aún podría servir largo
tiempo, formaban un binomio indisoluble.-5 Ella lo adoptó y él a ella-14. Ella
le enseñó a hablar, y él le imprimió un sentido a su vida.
A alturas de sus presumibles cuatro años ya Única le había enseñado
a leer, y no le permitió bucear hasta casi sus diez años, cuando se
percató de que, hacía tiempo ya, El Bacán buceaba a sus espaldas en
busca exclusivamente de cualquier cosa qué leer, de
...