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Unica Mirando Al Mar


Enviado por   •  31 de Mayo de 2012  •  37.615 Palabras (151 Páginas)  •  1.419 Visitas

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Única Mirando al Mar

Contenidos

Nota preliminar 3

Ficha de autor 6

Bibliografía 8

Primero 11

Segundo 35

Tercero 59

Cuarto 85

Quinto 111

Sexto 133

Ficha de autor

Fernando Contreras Castro nació en San Ramón, el 4 de enero de 1963.

Realizó estudios en la Universidad de Costa Rica, donde obtuvo los títulos de Bachiller en Filología Española y Máster en Literatura Española, maestría que concluyó con una tesis de investigación titulada "El hombre preliminar de la Mancha”, en la cual intenta una lectura de El Quijote, desde la filosofía de F. Nietzsche.

Desde 1990 labora en la Escuela de Humanidades de la Universidad de Costa Rica, en donde se desempeña como docente e investigador.

Bibliografía

Cuento

Su oficio de escritor

Sueños del Faraón

Revista Con- Textos. Universidad de Costa Rica, 1986.

Ensayo

Andrés Segovia: su silencio

Revista de Ars Música. San José, Costa Rica, 1987.

"Qvaerendo invenietis"

(De J.S. Bach a Julio Cortázar)

Revista Káñina de Aries y Letras. Universidad de Costa Rica, 1988.

La puesta en escena de una escena

Revista Escena. Universidad de Costa Rica, 1991.

Un "Nuevo Mundo" vrs. El Apriori Revista Herencia. Universidad de Costa Rica, 1992.

Escritura y cartografía: Hacia la ilusión de una verosimilidad

Memoria del Sexto Congreso de Filología, Lingüística y Literatura. Universidad de Costa Rica, 1993.

Cartografía narrada, al abrigo de la demencia

(Un acercamiento al itinerario de Juan de Grijalva)

Memoria del Tercer Congreso Internacional de Sociocrítica. Costa Rica, 1993.

Novela

Única Mirando al Mar

A.B.C. Ediciones S.A., 1993. Primera edición.

Para mis abuelos:

Rafael Castro Piepper y Amparo Villegas de Castro, por tanto cariño y tantas anécdotas.

... Celso Coropa recogió en la palma de su mano un rayo de sol y suspiró:

-¡Hay veces que no me gusta la vida!...

Frente a él, había como una tortura de raíces y bejucos.

-… Y hay veces que sí, añadió.

Entre la tortura de raíces y bejucos había una flor.

Carlos Salazar Herrera.

De Cuentos de Angustias y Paisajes,

La Montaña.

Capítulo Primero

Más por la vieja costumbre que por cualquier principio ordenador del mundo, el sol comenzó a salir agarrado del filo de la colina, como en un último esfuerzo de montañista pendiendo sobre el abismo de la noche anterior.

El bostezo imperceptible de las moscas y el estirón de alas de la flota de zopilotes, no significaron novedad alguna para los buzos de la madrugada. Entre la llovizna persistente y los vapores de aquel mar sin devenir, los últimos camiones, ahora vacíos, se alejaban para comenzar otro día de recolección. Los buzos habían extraído varios cargamentos importantes de las profundidades de su mar muerto y antes de que los del turno del día llegaran a sumar sus brazadas, se apuraban a seleccionar sus presas para la venta en las distintas recicladoras de latas, botellas y papel, o en las fundidoras de metales más pesados.

Los buzos diurnos comenzaban a desperezarse, a abrir las puertas de sus tugurios edificados en los precarios de las playas reventadas del mar de los peces de aluminio reciclable. Los que vivían más lejos, se preparaban para subir la cuesta de arcilla fosilizada que contenía desde hacía ya veinte años el paradero de la mala conciencia de la ciudad.

Como fue al principio, y lo sería hasta el apocalíptico instante de su cierre, a eso de las seis de la mañana, los lepidópteros gigantes esperaban a sus operarios para comenzar a amontonar las ochocientas toneladas de basura que la ciudad desecha diariamente; como fue al principio, los operarios de los tractores se calentaban primero con un café con leche que servían de una botella de coca cola envuelta en una bolsa de cartón; después, a bordo de sus máquinas, emprendían la subida.

Salvo el descanso del almuerzo y el del café de la tarde, todo el día removían y amontonaban basura, como una marea artificial, de oeste a este, de adelante hacia atrás, con la vista fija en las palas, mientras las poderosas orugas vencían los espolones de plástico de las nuevas cargas que depositaban los camiones recolectores; de adelante hacia atrás, todo el día, como herederos del castigo de Sísifo sin haber ofendido a los dioses con ninguna astucia particular.

A las ocho de la mañana el sol ya alumbraba precariamente la podredumbre de algún octubre ahogado entre los nueve meses de lluvia anuales de la Suiza Centroamericana.

El Bacán, con sus cuatro o cinco años, esperaba sentado sobre los restos mortales de una cocina, encallados ahí desde hacía tanto tiempo que ya era casi inimaginable el basurero de Río Azul sin ellos. No muy lejos, los buzos trabajaban con el único horario posible en ese lugar: el flujo y reflujo de los camiones recolectores.

Mujeres de edades indescifrables a menudo, hombres y niños sin edad alguna rumiaban lo que la ciudad había dado ya por

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