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EMILE DURKHEIM

marialauragoy20 de Mayo de 2014

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Émile Durkheim

La educación, su naturaleza y su función

1. Las definiciones de la educación. Examen crítico.

La palabra educación se ha empleado algunas veces en un sentido muy extenso para designar el conjunto de los influjos que la naturaleza o los otros hombres pueden ejercer, ya sobre nuestra inteligencia, ya sobre nuestra voluntad.

Comprende, dice Stuart Mill, todo lo que hacemos nosotros mismos y todo lo que los demás hacen por nosotros con objeto de acercarnos a la perfección de nuestra naturaleza. En su acepción más amplia, comprende hasta los efectos indirectos producidos sobre el carácter y sobre las facultades del hombre por medio de cosas cuyo objeto es completamente distinto; por medio de las leyes, de las formas de gobierno, de las artes industriales y hasta de los hechos físicos independientes de la voluntad del hombre, tales como el clima, el suelo y la situación local.

La acción de las cosas sobre los hombres es muy diferente, por sus procedimientos y sus resultados, de lo que proviene de los hombres mismos; y la acción de los contemporáneos difiere de la que los adultos ejercen sobre los más jóvenes.

Pero ¿en qué consiste esta acción sui generis? Se han dado contestaciones muy diferentes a esta pregunta; pueden reducirse a dos tipos principales.

Según Kant, el objeto de la educación es desarrollar en cada individuo toda la perfección de que es susceptible. Pero ¿qué es la perfección? Es, el desarrollo armónico de todas las facultades humanas. Llevar al punto más elevado todas las potencias que residen en nosotros, pero sin que se perjudiquen las unas a las otras, ¿no es esto un ideal, al que no puede superar ningún otro?

Este desarrollo armónico es necesario y deseable, pero no es integralmente realizable; porque está en contradicción con otra regla de la conciencia humana: la que nos ordena consagrarnos a una tarea especial y restringida. No podemos y no debemos consagrarnos todos al mismo género de vida; tenemos, según nuestras aptitudes, funciones distintas que desempeñar, y hace falta que nos pongamos a tono con la que nos incumbe. No todos estamos hechos para meditar; hacen falta hombres de sensación y de acción. Inversamente, hacen falta otros que tengan como función el pensar. Ahora bien, el pensamiento no puede desarrollarse más que desligándose del movimiento, recogiéndose en sí mismo, apartándose de la acción exterior el sujeto que se le consagra por completo. De ahí una primera diferenciación que no puede dejar de producir una ruptura de equilibrio. y, a su vez, la acción, lo mismo que el pensamiento, es susceptible de tomar una cantidad de formas diferentes y especiales. Sin duda, esta especialización no excluye un cierto fondo común y, por tanto, un cierto equilibrio de las funciones, lo mismo orgánicas que psíquicas, sin el cual la salud del individuo quedaría comprometida, al mismo tiempo que la cohesión social. No es por ello menos cierto que una armonía perfecta no puede presentarse como fin último de la conducta y de la educación.

Menos satisfactoria es todavía la definición utilitaria según la cual la educación tendría por objeto hacer del individuo un instrumento de felicidad para sí mismo y para sus semejantes (James Mill); porque la felicidad es una cosa esencialmente subjetiva que cada uno aprecia a su manera. Una fórmula semejante deja, pues, indeterminado el objeto de la educación, y, por consiguiente, la educación misma, ya que la abandona a lo arbitrario individual. Spencer, ha intentado definir objetivamente la felicidad. Para él, las condiciones de la felicidad son las de la vida. La felicidad completa es la vida completa. Pero ¿qué hemos de entender por la vida? Si se trata sólo de la vida física, puede bien decirse que es aquello sin lo cual ella sería imposible; sobreentiende, un cierto equilibrio entre el organismo y su medio, y, puesto que los dos términos, que están en relación, son datos que pueden definirse, lo mismo debe ocurrir con su relación. Pero no pueden expresarse así sino las necesidades vítales más inmediatas. Para el hombre de hoy, esa vida no es la vida. Pedimos a la vida algo más que el funcionamiento aproximadamente normal de nuestros órganos. Un espíritu cultivado prefiere no vivir a tener que renunciar a los goces de la inteligencia. Aun sólo desde el punto de vista material, todo lo que excede de lo estricto necesario, rehúye toda determinación. El standard of life, la medida de vida, el mínimo más abajo del cual no nos parece que debamos consentir en llegar, varía infinitamente según las condiciones, el ambiente y les tiempos. Lo que ayer encontrábamos suficiente, nos parece hoy por bajo de la dignidad del hombre, tal como la sentimos en la actualidad, todo hace creer que nuestras exigencias, en este punto, irán creciendo cada vez más.

La educación ha variado infinitamente según los tiempos y según los países En las ciudades griegas y latinas, la educación preparaba al individuo para subordinarse ciegamente a la colectividad, para llegar a ser la cosa de la sociedad. Hoy día trata de hacer de él una personalidad autónoma. En Atenas se pretendía formar espíritus delicados, discretos, sutiles, enamorados de la medida y de la armonía, aptos para saborear lo bello y los goces de la pura especulación; en Roma se pretendía, antes que nacía, que los niños se hicieran hombres de acción, apasionados por la gloria militar, indiferentes a lo que concierne a las letras y a las artes.

En la Edad Media la educación era, ante todo, cristiana; en el Renacimiento toma el carácter más laico y más literario; hoy en día la ciencia tiende a tomar el lugar que antiguamente tenía el arte en la educación.

¿Se dirá que el hecho no es el ideal; que si la educación ha variado es porque los hombres se han equivocado sobre lo que ella debía ser? Pero sí la educación romana hubiera tenido impreso un individualismo comparable al nuestro, la ciudad romana no habría podido mantenerse; la civilización latina no habría podido constituirse ni, por consiguiente, nuestra civilización moderna, que, en parte, deriva de ella. Las sociedades cristianas de la Edad Media no habrían podido vivir si hubieran dado al libre examen el lugar que le damos nosotros hoy en día. Hay, pues, en todo ello necesidades inevitables de las cuales es imposible abstraerse. ¿Para qué puede servir el imaginarse una educación que sería mortal para la sociedad que la pusiese en práctica?

Si empezamos preguntándonos cuál debe ser la educación ideal, abstrayendo toda condición de tiempo y de lugar, es que admitimos implícitamente que un sistema educativo no tiene nada real en sí mismo. No vemos en él un conjunto de prácticas y de instituciones que se organizaron lentamente en el curso del tiempo, que son solidarias de todas las otras instituciones sociales y que son expresión suya, y que, por tanto, como ocurre con la estructura misma de la sociedad, no pueden cambiarse cuando se quiere. Nos figuramos que los hombres de cada tiempo lo organizan voluntariamente para realizar un fin determinado; que si esta organización no es en todas partes la misma, es porque la gente se ha equivocado sobre la naturaleza del objeto que conviene perseguir, o sobre los medios que permiten alcanzarlo. Desde este punto de vista, las educaciones del pasado se nos presentan como otras tantas equivocaciones, totales o parciales. No hay, pues, que contar con ellas; no tenemos porqué solidarizarnos con los errores de observación o de lógica que hayan podido cometer los que vivieron antes de nosotros; pero podemos y debemos ponernos el problema, sin ocuparnos de las soluciones que se le hayan dado, es decir, que, dejando a un lado todo lo que ha sido, no debemos preguntamos sino lo que debe ser. Las enseñanzas de la historia pueden servir a lo sumo para ahorrarnos la reincidencia en los errores que se cometieron antes.

Pero, de hecho, cada sociedad, considerada en un momento determinado de su desarrollo, tiene un sistema de educación que se impone a las gentes con una fuerza generalmente irresistible.

Es inútil creer que podemos educar a nuestros hijos como queremos. Hay costumbres con las que estamos obligados a conformarnos; si las desatendemos demasiado, se vengan en nuestros hijos. Estos, una vez adultos, no se encuentran en estado de vivir entre sus contemporáneos, con los cuales no se hallan en armonía.

Que se les haya educado según ideas demasiado arcaicas o demasiado prematuras, no importa; en un caso o en otro, no son de su tiempo, y, por tanto, no se encuentran en condiciones de vida normal. Hay, en cada momento del tiempo, un tipo regulador de educación, del cual no podemos apartarnos sin chocar con resistencias vivas.

Las costumbres y las ideas que determinan este tipo no somos nosotros, individualmente, quienes las hemos hecho. Son producto de la vida en común, y expresan sus necesidades. Hasta son, en su mayor parte, obra de las generaciones anteriores.

Todo el pasado de la humanidad ha contribuido a hacer este conjunto de máximas que dirigen la educación en la actualidad; toda nuestra historia ha dejado rasgos allí, como asimismo la historia de los pueblos que nos han precedido.

Cuando se estudia históricamente la manera cómo se formaron y se desarrollaron los sistemas de educación, nos damos cuenta de que dependen de la religión, de la organización política, del grado de desarrollo de las ciencias, del estado de la industria, etc. Si los separamos de todas estas causas históricas, quedan incomprensibles.

¿Cómo, entonces, puede pretender el individuo reconstruir, por el solo esfuerzo de su reflexión privada, lo que no es obra del pensamiento individual? No se halla frente a una tabla

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