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El Dia Que Federich Lloro


Enviado por   •  4 de Agosto de 2012  •  687 Palabras (3 Páginas)  •  434 Visitas

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UNO

Las campanas de San Salvatore interrumpieron el ensimismamiento de Josef Breuer. Sacó el macizo reloj de oro del bolsillo del chaleco. Las nueve. Volvió a leer la pequeña tarjeta de borde plateado que había recibido el día anterior.

21 de octubre de 1882

Doctor Breuer:

Quisiera verle por un asunto muy urgente. El futuro

de la filosofía alemana depende de ello. Le espero mañana

a las nueve de la mañana en el café Sorrento.

Lou Salomé

¡Nota impertinente! Hacía años que nadie se dirigía a él de forma tan atrevida. No conocía a ninguna Lou Salomé. El sobre no llevaba dirección. No había manera de decirle a aquella persona que las nueve de la mañana era una hora improcedente, que a Frau Breuer no le gustaría desayunar sola, que el doctor Breuer estaba de vacaciones y que los "asuntos muy urgentes" no le interesaban. Que, en realidad, el doctor Breuer estaba en Venecia para huir de los asuntos urgentes.

A las nueve en punto, sin embargo, estaba ya en el café Sorrento, escrutando los rostros que había a su alrededor, preguntándose cuál sería el de la impertinente Lou Salomé.

–¿Más café, señor?

Breuer asintió con la cabeza al Camarero, un muchacho de unos catorce años, con el cabello negro y húmedo peinado hacia atrás. ¿Durante cuánto tiempo habría fantaseado? Volvió a consultar el reloj. Otros diez minutos de vida desperdiciados. Y desperdiciados ¿en qué? Como de costumbre, había estado fantaseando con Bertha, la hermosa Bertha, paciente suya desde hacía dos años. Recordaba su voz provocativa: "Doctor Breuer, ¿por qué me tiene miedo?" Recordaba la respuesta de la mujer cuando le había dicho que ya no era su médico: "Esperaré. Usted siempre será el único hombre de mi vida".

Se reprendió a sí mismo: “¡Por el amor de Dios, basta! ¡Deja de pensar! ¡Abre los ojos! ¡Mira a tu alrededor' ¡Deja entrar al mundo!”

Breuer levantó la taza e inhaló el aroma del rico café junto con el frío aire veneciano de octubre. Volvió la cabeza y miró a su alrededor. Las otras mesas del café Sorrento estaban ocupadas por hombres y mujeres que desayunaban, la mayoría turistas de cierta edad. Algunos tenían la taza de café en una mano y el periódico en la otra. Más allá de las mesas, las palomas revoloteaban y se posaban. Sólo la ondulante estela de una góndola que bordeaba la orilla alteraba las tranquilas aguas del Gran Canal, en las que se reflejaban los grandes palacios que se alzaban en sus márgenes. Las otras góndolas aún dormían en el canal, amarradas a los postes que sobresalían

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