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El Fantasma De Canterville


Enviado por   •  2 de Junio de 2015  •  2.336 Palabras (10 Páginas)  •  246 Visitas

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Capítulo III

III

Cuando a la mañana siguiente el almuerzo reunió a la familia Otis, se discutió extensamente acerca del fantasma.

El ministro de los Estados Unidos estaba, como era natural, un poco ofendido viendo que su ofrecimiento no había sido aceptado.

-No quisiera en modo alguno injuriar personalmente al fantasma -dijo -, y reconozco que, dada la larga duración de su estancia en la casa, no era nada cortés tirarle una almohada a la cabeza...

Siento tener que decir que esta observación tan justa provocó una explosión de risa en los gemelos.

-Pero, por otro lado -prosiguió míster Otis-, si se empeña, sin más ni más, en no hacer uso del engrasador marca "Sol-Levante", nos veremos precisados a quitarle las cadenas. No habría manera de dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas.

Pero, sin embargo, en el resto de la semana no fueron molestados.

Lo único que les llamó la atención fue la reaparición continua de la mancha de sangre sobre el "parquet" de la biblioteca.

Era realmente muy extraño, tanto más cuanto que mistress Otis cerraba la puerta con llave por la noche, igual que las ventanas.

Los cambios de color que sufría la mancha, comparables a los de un camaleón, produjeron asimismo frecuentes comentarios en la familia.

Una mañana era de un rojo oscuro, casi violáceo; otras veces era bermellón; luego, de un púrpura espléndido, y un día, cuando bajaron a rezar, según los ritos sencillos de la libre iglesia episcopal reformada de América, la encontraron de un hermoso verde esmeralda.

Como era natural, estos cambios kaleidoscópicos divirtieron grandemente a la reunión y hacíanse apuestas todas las noches con entera tranquilidad.

La única persona que no tomó parte en la broma fue la joven Virginia.

Por razones ignoradas, sentíase siempre impresionada ante la mancha de sangre,

y estuvo a punto de llorar la mañana que apareció verde esmeralda.

El fantasma hizo su aparición el domingo por la noche. Al poco tiempo de estar todos ellos acostados, les alarmó un enorme estrépito que se oyó en el "hall".

Bajaron apresuradamente, y se encontraron con que una armadura completa se había desprendido de su soporte, cayendo sobre las losas.

Cerca de allí, sentado en un sillón de alto respaldo, el fantasma de Canterville se restregaba las rodillas, con una expresión de agudo dolor sobre su rostro.

Los gemelos, que se habían provisto de sus cañas de majuelos, le lanzaron inmediatamente dos huesos, con esa seguridad de puntería que sólo se adquiere a fuerza de largos y pacientes ejercicios sobre el profesor de caligrafía.

Mientras tanto, el ministro de los Estados Unidos mantenía al fantasma bajo la amenaza de su revólver, y, conforme a la etiqueta californiana, le instaba a levantar los brazos.

El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor salvaje, y se disipó en medio de ellos, como una niebla, apagando de paso la vela de Washington Otis y dejándolos a todos en la mayor oscuridad.

Cuando llegó a lo alto de la escalera, una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su célebre repique de carcajadas satánicas.

Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche el peluquín de lord Raker. Y que no necesitaron más de tres sucesivas amas de gobierno para decidirse a «dimitir» antes de terminar el primer mes en su cargo.

Por consiguiente, lanzó una carcajada más horrible, despertando paulatinamente los ecos en las antiguas bóvedas; pero, apagados éstos, se abrió una puerta y apareció, vestida de azul claro, mistress Otis.

-Me temo -dijo la dama- que esté usted indispuesto, y aquí le traigo un frasco de la tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indigestión, esto le sentará bien.

El fantasma la miró con ojos llameantes de furor y se creyó en el deber de metamorfosearse en un gran perro negro.

Era un truco que le había dado una reputación merecidísima, y al cual atribuía la idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable Tomás Horton.

Pero un ruido de pasos que se acercaban le hizo vacilar en su cruel determinación, y se contentó con volverse un poco fosforescente.

En seguida se desvaneció, después de lanzar un gemido sepulcral, porque los gemelos iban a darle alcance.

Una vez en su habitación sintióse destrozado, presa de la agitación más violenta.

La ordinariez de los gemelos, el grosero materialismo de mistress Otis, todo aquello resultaba realmente vejatorio; pero lo que más le humillaba era no tener ya fuerzas para llevar una armadura.

Contaba con hacer impresión aun en unos americanos modernos, con hacerles estremecer a la vista de un espectro acorazado, ya que no por motivos razonables, al menos por deferencia hacia su poeta nacional Longfellow, cuyas poesías, delicadas y atrayentes, habíanle ayudado con frecuencia a matar el tiempo, mientras los Canterville estaban el Londres.

Además, era su propia armadura. La llevó con éxito en el torneo de Kenilworth, siendo felicitado calurosamente por la Reina-Virgen en persona.

Pero cuando quiso ponérsela quedó aplastado por completo con el peso de la enorme coraza y del yelmo de acero. Y se desplomó pesadamente sobre las losas de piedra, despellejándose las rodillas y contusionándose la muñeca derecha.

Durante varios días estuvo malísimo y no pudo salir de su morada más que lo necesario para mantener en buen estado la mancha de sangre.

No obstante lo cual, a fuerza de cuidados acabó por restablecerse y decidió hacer una tercera tentativa para aterrorizar al ministro de los Estados Unidos y a su familia.

Eligió para su reaparición en escena el viernes 17 de agosto, consagrando gran parte del día a pasar revista a

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