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El animal simbólico


Enviado por   •  5 de Noviembre de 2014  •  Ensayos  •  2.948 Palabras (12 Páginas)  •  204 Visitas

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El animal simbólico

Savater, Fernando. Las preguntas de la vida. Buenos Aires: Editorial Ariel, 1999, pp. 287.

Los tanteos exploratorios buscando algún conocimiento cierto respecto a mi yo, a mi mente y/o mi cuerpo me han traído muchas más perplejidades que certezas. Pero al menos mis pocas certezas han dejado de ser ingenuas rutinas irreflexivas, mientras que mis perplejidades son ahora dudas filosóficas, es decir, lo suficientemente estimulantes como para que no corra prisa deshacerme de ellas. Lo más seguro que sé respecto a mí es que soy un ser parlante, un ser que habla (¡consigo mismo, para empezar!), alguien que posee un lenguaje y que por tanto debe tener semejantes. ¿Por qué? Porque yo no he inventado el lenguaje que hablo —me lo han enseñado, inculcado— y porque todo lenguaje es público, sirve para objetivar y compartir lo subjetivo, está necesariamente abierto a la comprensión de seres inteligentes... hechos a mi imagen y semejanza. El lenguaje es el certificado de pertenencia de mi especie, el verdadero código genético de la humanidad.

Calma, no nos embalemos, no queramos saber demasiado rápido. Volvamos otra vez a la cuestión inicial (la filosofía avanza en círculos, en espiral, está siempre dispuesta a reincidir una y otra vez sobre las mismas preguntas pero tomadas una vuelta más allá): ¿qué o quién soy yo? Probemos otra respuesta: soy un ser humano, un miembro de la especie humana. O, como aseguró el dramaturgo romano Terencio, «soy humano y nada de lo humano me es ajeno». De acuerdo —provisionalmente, claro— pero entonces ¿qué significa ser humano? ¿En qué consiste eso «humano» con lo que me identifico?

Unos quinientos años antes de J.C., el gran trágico griego Sófocles incluye en su obra Antígona una reflexión coral sobre lo humano que merece ser citada en extenso: «Muchas cosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre. Él se dirige al otro lado del espumoso mar con la ayuda del tempestuoso viento sur, bajo las rugientes olas avanzando, y a la más poderosa de las diosas, a la imperecedera e infatigable Tierra, trabaja sin descanso, haciendo girar los arados año tras año, al ararla con mulos. El hombre que es hábil da caza, envolviéndolos con los lazos de sus redes, a la especie de los aturdidos pájaros, y a los rebaños de agrestes fieras, y a la familia de los seres marinos. Por sus mañas se apodera del animal del campo que va a través de los montes, y unce al yugo que rodea la cerviz al caballo de espesas crines, así como al incansable toro montaraz. Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado pensamiento, así como las civilizadas maneras de comportarse, y también, fecundo en recursos, aprendió a esquivar bajo el cielo los dardos de los desapacibles hielos y los de las lluvias inclementes. Nada de lo porvenir le encuentra falto de recursos. Sólo de la Muerte no tendrá escapatoria. De enfermedades que no tenían remedio ya ha discurrido posibles evasiones. Poseyendo una habilidad superior a lo que se puede uno imaginar, la destreza para ingeniar recursos la encamina unas veces al mal y otras al bien.»1

En esta célebre descripción se acumulan todos los rasgos distintivos de la especie humana: la capacidad técnica de controlar las fuerzas naturales, poniéndolas a nuestro servicio (la navegación, la agricultura y hoy añadiríamos los viajes interplanetarios, la energía eléctrica y nuclear, la televisión, los computadores, etc.); la habilidad para cazar o domesticar a la mayoría de los demás seres vivientes (aún se resisten algunos microbios y bacterias); la posesión de lenguaje y del pensamiento racional (Sófocles insiste en que el lenguaje lo han inventado los propios humanos para comunicarse entre sí, no les viene de fuera como regalo de ninguna divinidad); el ingenio para guarecerse de las inclemencias climáticas (con habitaciones y vestidos); la previsión del porvenir y sus amenazas, preparando de antemano remedios contra ellas; la cura de muchas enfermedades (aunque no de la muerte, para la que no tenemos escapatoria posible); y sobre todo la facultad de utilizar bien o mal tantas destrezas (lo cual supone previamente disposición para distinguir el bien y el mal en las acciones o propósitos, así como capacidad de opción entre ellos, es decir: la libertad). Pero quizá lo verdaderamente más humano sea el propio asombro del coro sofoclíteo ante lo humano, esa mezcla de admiración, de orgullo, de responsabilidad y hasta de temor que las hazañas y fechorías humanas (a estas últimas Sófocles no se refiere aquí demasiado, justo es decirlo, pero no olvidemos que el fragmento corresponde a la narración de una estremecedora tragedia) despiertan en los hombres. El principal destino de los humanos parece ser asombrarnos —¡para bien y para mal!— los unos de los otros.

También esta condición pasmosa del hombre queda destacada, y con un tono aún más jubiloso, en la Oratio pro hominis dignitate. («Discurso sobre la dignidad humana») que compuso en el siglo xv el florentino Giovanni Pico della Mirándola, y que algunos consideran algo así como el manifiesto humanista del Renacimiento. Pero Pico no sólo confirma el punto de vista de Sófocles sino que cree haber encontrado la auténtica raíz de por qué el hombre es tan portentoso: «Me parece haber entendido por qué el hombre es el ser vivo más dichoso, el más digno por ello de admiración y cuál es aquella condición suya que le ha caído en suerte en el conjunto del universo, capaz de despertar la envidia no sólo de los brutos, sino de los astros, de las mismas inteligencias supramundanas. ¡Increíble y admirable!»2 ¿A qué capacidad portentosa se refiere el entusiasmado humanista?

El punto de vista de Pico es ciertamente original. Hasta entonces, los filósofos aseguraban que el mérito de los humanos provenía de nuestra condición racional, de que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, de que somos capaces de avasallar al resto de los seres vivos y cosas parecidas. Es decir, encumbraban al hombre porque es algo más que el resto del mundo. Pero según Giovanni Pico, la dignidad de nuestra condición nos viene de que somos algo menos que los demás seres creados. En efecto, todo lo que existe, desde el arcángel hasta la piedra —pasando por las bestias más o menos despiertas, las plantas, el agua, el fuego, etc.—, tiene su lugar prefijado por Dios en el orden del universo, que debe ocupar siempre, sea alto o bajo. A las cosas de este mundo no les queda más remedio que ser lo que son, o sea lo que Dios que las ha hecho ha querido que sean. Todas las cosas, todos los seres están así prefijados de antemano... menos el hombre.

Cuando hubo dispuesto ordenadamente todo el universo, el Supremo Hacedor se dirigió al primer hombre y —¡según Pico

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