Esclavos De La Pasion
Carolina19113 de Agosto de 2014
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Lectura “Esclavos de la pasión”
LA ANATOMÍA DEL ENFADO
Supongamos que otro conductor se nos acerca peligrosamente mientras estamos circulando por la autopista. Aunque nuestro primer pensamiento reflejo sea, por ejemplo, « ¡Maldito hijo de puta!», lo que realmente resulta decisivo para el desarrollo de la rabia es que ese pensamiento vaya seguido de otros pensamientos de irritación y venganza, como, por ejemplo: « ¡Ese cabrón podría haber chocado conmigo! ¡No puedo permitírselo!». En tal caso, nuestros nudillos palidecen mientras las manos aprietan firmemente el volante (una especie de sustitución del hecho de estrangular al otro conductor), el cuerpo se predispone para la lucha —no para la huida— y comenzamos a temblar mientras resbalan por nuestra frente gotas de sudor, el corazón late con fuerza y tensamos todos los músculos del rostro. Es como si quisiéramos asesinarle. Entonces es cuando oímos el claxon del coche que nos sigue y nos damos cuenta de que, después de haber evitado por los pelos la colisión, hemos aminorado la marcha inadvertidamente y estamos a punto de explotar y proyectar toda nuestra rabia sobre ese otro conductor. Esta es la sustancia misma de la hipertensión, de la conducción imprudente y hasta de muchos accidentes de automóvil.
Comparemos ahora esta secuencia del desarrollo de la rabia con otra línea de pensamiento más amable hacia el conductor que se ha interpuesto en nuestro camino: «Es muy posible que no me haya visto o que tenga una buena razón para conducir de ese modo, probablemente una urgencia médica». Esta posibilidad atempera nuestro enfado con la compasión o, al menos, con cierta apertura mental que permite detener la escalada de la rabia. El problema estriba, como nos recuerda el desafío de Aristóteles, en tener el grado de enfado apropiado, ya que, con demasiada frecuencia, la rabia escapa a nuestro control. Benjamin Franklin expresó muy acertadamente este punto cuando dijo: «Siempre hay razones para estar enfadados, pero estas rara vez son buenas».
Existen, claro está, diferentes tipos de enfado. Es muy probable que la amígdala sea el principal asiento del súbito chispazo de ira que experimentamos hacia el conductor cuya falta de atención ha puesto en peligro nuestra seguridad. Pero, en el otro extremo del circuito emocional, el neocórtex tiende a fomentar un tipo de enfados más calculados, como la venganza fría o las reacciones que suscitan la infidelidad y la injusticia. Estos enfados premeditados suelen ser aquellos a los que Franklin se refería cuando decía que «esconden una buena razón» o, por lo menos, que así nos lo parece.
Como afirma Tice, el enfado parece ser el estado de ánimo más persistente y difícil de controlar. De hecho, el enfado es la más seductora de las emociones negativas porque el monólogo interno que lo alienta proporciona argumentos convincentes para justificar el hecho de poder descargarlo sobre alguien. A diferencia de lo que ocurre en el caso de la melancolía, el enfado resulta energetizante e incluso euforizante. Es muy posible que su poder persuasivo y seductor explique el motivo por el cual ciertos puntos de vista sobre el enfado se hallan tan difundidos. La gente, por ejemplo, suele pensar que la ira es ingobernable y que, en todo caso, no debiera ser controlada o que una descarga «catártica» puede ser sumamente liberadora. El punto de vista opuesto —que quizá constituya una reacción ante el desolador panorama que nos brindan las actitudes recién mencionadas—, sostiene, por el contrario, que el enfado puede ser totalmente evitado. Pero una lectura atenta de los descubrimientos realizados por la investigación de Tice nos sugiere que este tipo de actitudes habituales hacia el enfado no solo están equivocadas, sino que son francas supersticiones. Sin embargo, la cadena de pensamientos hostiles que alimenta al enfado nos proporciona una posible clave para poner en práctica uno de los métodos más eficaces de calmarlo. En primer lugar, debemos tratar de socavar las convicciones que alimentan el enfado. Cuantas más vueltas demos a los motivos que nos llevan al enojo, más «buenas razones» y más justificaciones encontraremos para seguir enfadados. Los pensamientos obsesivos son la leña que alimenta el fuego de la ira, un fuego que sólo podrá extinguirse contemplando las cosas desde un punto de vista diferente. Como ha puesto de manifiesto la investigación realizada por Tice, uno de los remedios más poderosos para acabar con el enfado consiste en volver a encuadrar la situación en un marco más positivo.
La «irrupción» de la rabia
Este descubrimiento confirma las conclusiones a las que ha llegado Dolf Zillmann, psicólogo de la Universidad de Alabama, quien, a lo largo de una exhaustiva serie de cuidadosos experimentos, ha determinado con detalle la anatomía de la rabia. Si tenemos en cuenta que la raíz de la cólera se asienta en la vertiente beligerante de la respuesta de lucha-o-huida, no es de extrañar que Zillman concluya que el detonante universal del enfado sea la sensación de hallarse amenazado. Y no nos referimos solamente a la amenaza física sino también, como suele ocurrir, a cualquier amenaza simbólica para nuestra autoestima o nuestro amor propio (como, por ejemplo, sentirse tratado ruda o injustamente, sentirse insultado, menospreciado, frustrado en la consecución de un determinado objetivo, etcétera), percepciones, todas ellas, que actúan a modo de detonante de una respuesta límbica que tiene un efecto doble sobre el cerebro. Por una parte, libera la secreción de catecolaminas que cumplen con la función de generar un acceso puntual y rápido de la energía necesaria para «emprender una acción decidida —como dice Zillman— tal como la lucha o la huida». Esta descarga de energía límbica perdura varios minutos durante los cuales nuestro cuerpo, en función de la magnitud que nuestro cerebro emocional asigne a la amenaza, se dispone para el combate o para la huida.
Mientras tanto, otra oleada energética activada por la amígdala perdura más tiempo que la descarga catecolamínica y se desplaza a lo largo de la rama adrenocortical del sistema nervioso, aportando así el tono general adecuado a la respuesta. Esta excitación adrenocortical generalizada puede perdurar horas e incluso días, manteniendo al cerebro emocional predispuesto a la excitación y convirtiéndose en un trampolín fisiológico que provoca que las reacciones subsecuentes se produzcan con especial celeridad. Esta hipersensibilidad difusa provocada por la excitación adrenocortical explica por qué la mayoría de las personas parecen más predispuestas a enfadarse una vez que ya han sido provocadas o se hallan ligeramente excitadas. Por otra parte, todos los tipos de estrés provocan una excitación adrenocortical que contribuye a bajar el umbral de la irritabilidad. De este modo, después de un duro día del trabajo, una persona se sentirá especialmente predispuesta a enfadarse en casa por las razones más insignificantes —el ruido o el desorden de los niños, por ejemplo—, razones que en otras circunstancias no tendrían el poder suficiente para desencadenar un secuestro emocional.
Zillman ha llegado a estas conclusiones después de una concienzuda experimentación. En uno de sus estudios, por ejemplo, contaba con un cómplice cuya misión era la de provocar a las personas que se habían ofrecido voluntarias para el experimento haciendo comentarios sarcásticos sobre ellos. Seguidamente, los voluntarios veían una película divertida u otra de carácter más perturbador. A continuación se les ofrecía la ocasión de desquitarse de quien les acababa de criticar pidiéndoles que valorasen lo que, en su opinión, debía pagársele. Los resultados demostraron claramente que la intensidad de su venganza era directamente proporcional al grado de excitación que habían experimentado durante la contemplación de la película. Así pues, quienes acababan de ver la película más desagradable se mostraban más enfadados y ofrecían las peores valoraciones.
El enfado se construye sobre el enfado
La investigación realizada por Zillman parece explicar la dinámica inherente a un drama familiar doméstico del que fui testigo cierto día que me hallaba de compras en el supermercado. Al otro extremo del pasillo podía oírse el tono mesurado y amable de una joven madre que se dirigía a su hijo con un escueto.
—Devuelve... eso... a su sitio.
—Pero yo lo quiero —gimoteaba el pequeño, aferrándose con más fuerza a la caja de cereales con la imagen de las Tortugas Ninja.
—Ponlo en su sitio —dijo la madre con un tono de voz que comenzaba a traslucir una cierta irritación.
En aquel momento, una niña más pequeña, que iba sentada en el asiento del carro, tiró al suelo el tarro de gelatina que estaba mordisqueando y, al derramarse por el suelo, la madre comenzó a vociferar.
— ¡Toma! —dijo furiosa mientras le daba un bofetón.
A continuación arrebató la caja de manos del niño, la arrojó al anaquel más cercano y, levantando a su hijo velozmente del suelo por la cintura, lo llevó a rastras pasillo adelante mientras empujaba el carro amenazadoramente. Ahora la niña lloraba y el niño pataleaba protestando:
— ¡Bájame! ¡Bájame!
Zilíman ha descubierto que cuando el cuerpo se encuentra en un estado de irritabilidad —como ocurría, por ejemplo, en el caso de esta madre— y algo suscita un secuestro emocional, la emoción subsecuente, sea de enfado o ansiedad, revestirá una intensidad especial. Y esta es la dinámica que invariablemente se pone en funcionamiento cuando alguien se irrita. Zillman considera la escalada del enfado como «una secuencia de provocaciones, cada una de las cuales suscita una reacción
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