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Ficciones

SublimeNightmare25 de Agosto de 2013

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Las ruinas circulares

And if he left off dreaming about you...

Through the Looking-Glass, VI

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú

sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre

taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas

arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de

griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango,

repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban

las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona

un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza.

Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha

profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el

pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían

cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por

determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su

invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río

abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía

que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito

inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le

advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y

solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla

dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un

hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto

mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su

propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le

convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la

cercanía de los labradores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus

necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su

cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El

forastero se soñaba- en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el

templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los

últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo

precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los

rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si

adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición

de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la

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Jorge Luis Borges

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vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los

impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un

alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de

aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que

arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor

y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más.

Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un

par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó

con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos

afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca

eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones

particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre,

un día, emergió del sueñó como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al

pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo

el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva,

extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas

fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y

apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró.

En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se

componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre

todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una

cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era

inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó

otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas

que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto

continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese

período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna

fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses

planetarios, pronunció las sílabas licitas de un nombre poderoso y durmió. Casi

inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la

penumbra de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó,

durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo

tocaba; se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo

percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la

arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen

lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó

el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes

de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más

difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni

podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra

ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de

sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda

su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los

númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal

vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La

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soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos

criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le

reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales)

le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de

suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un

hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviara al otro

templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo

glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se

despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a

descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse

de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al

sueño. También rehízo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una

impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al

cerrar los ojos pensaba: «Ahora estaré con mi hijo». O, más raramente: «El hijo que he

engendrado me espera y no existirá si no voy».

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara

una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros

experimentos

...

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