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Filosofia

nene101024 de Octubre de 2013

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http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/nicolas69.pdf

http://www.bsolot.info/wp-content/uploads/2011/02/Russell_Bertrand-Retratos_de_memoria_y_otros_ensayos.pdf

Adaptación: Resumen autobiográfico

A quienes sean demasiado jóvenes para recordar cómo era el mundo antes de 1914, les

será difícil imaginar el contraste que un hombre de mi edad encuentra entre las memorias de

su niñez y el mundo de hoy. Intento acostumbrarme, y no siempre lo consigo, a un mundo de

imperios que se desmoronan, de comunismo, de bombas atómicas, de autodeterminación

asiática y de decadencia aristocrática. En este extraño mundo inseguro, en el que nadie sabe

si estará vivo mañana y en el que se desvanecen, como niebla mañanera, los antiguos

Estados, a los que de jóvenes se acostumbraron a la solidez de antaño no les es fácil

convencerse de que su vida actual es una realidad, y no una pesadilla pasajera. De las

instituciones y modos de vida que, cuando yo era un niño, parecían tan indestructibles como el

granito, queda muy poco.

Me desarrollé en una atmósfera impregnada por la tradición. Mis padres murieron siendo

yo muy niño, y fui educado por mis abuelos. Mi abuelo había nacido en los primeros días de la

Revolución francesa y era diputado del Parlamento cuando Napoleón era todavía emperador.

Como liberal de Fox, consideraba que la hostilidad inglesa hacia la Revolución francesa era

excesiva, y fue a visitar al emperador desterrado a la isla de Elba. Fue él, en 1832, el que

introdujo el Acta de Reforma, que puso a Inglaterra en el camino de la democracia. Fue Primer

Ministro durante la guerra de Méjico y durante las revoluciones de 1848. Como toda la familia

Russell, heredó el sello peculiar de liberalismo aristocrático que había caracterizado a la

revolución de 1688, en la que un antepasado suyo desempeñó un papel importante. Se me

enseñó una especie de republicanismo teórico, según el cual se debía tolerar a un monarca

mientras reconociese que era un empleado del pueblo y que estaba sujeto a destitución si no

resultaba satisfactorio. Mi abuelo, que no gastaba cumplidos, solía explicar este punto de vista

a la reina Victoria, y ella no simpatizaba mucho con él. A pesar de ello, le dio la casa de

Richmond Park, donde pasé toda mi juventud. Absorbí determinados principios y expectativas

políticas y, en general, he retenido los primeros, a pesar de haberme visto obligado a rechazar

las últimas. Habría un progreso ordenado en todo el mundo; no habría ninguna revolución; se

llegaría a la desaparición gradual de la guerra y al establecimiento del gobierno parlamentario

en todos los desafortunados países que todavía no gozaban de él. Mi abuela solía reírse de una

conversación que había mantenido con el embajador ruso; ella había dicho: «Quizá algún día

ustedes tendrán Parlamento en Rusia», y él replicó: «Dios nos libre de ello, mi querida lady

John.» Cambiando la primera palabra, el actual embajador ruso podría responder lo mismo.

Las esperanzas de aquella época parecen ahora un poco absurdas. Habría democracia; pero se

suponía que el pueblo estaría siempre dispuesto a seguir el consejo de los aristócratas

juiciosos y llenos de experiencia. El imperialismo desaparecería pero las razas sometidas de

Asia y de África, a quienes los británicos dejarían voluntariamente de gobernar, habrían

aprendido las ventajas de un poder legislativo bicameral, compuesto por un número

aproximadamente igual de liberales y conservadores, y, en las zonas tórridas, se reproducirían

los duelos parlamentarios

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