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Horacio Quiroga

edita_c19 de Enero de 2015

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HORACIO QUIROGA Y SU CUENTÍSTICA

BIOGRAFÍA

Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878 – Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937), cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista. Sus relatos breves, que a menudo retratan a la naturaleza como enemiga del ser humano bajo rasgos temibles y horrorosos, le valieron ser comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe.

La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes de caza y los suicidios, culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse de que padecía de cáncer gástrico.

Horacio Quiroga fue el sexto hijo del matrimonio de Prudencio Quiroga y Pastora Forteza. En el momento de su nacimiento, su padre había sido, por dieciocho años, el Vice-Cónsul argentino en Salto. Antes de cumplir dos meses y medio, el 14 de marzo de 1879 su padre murió al dispararse accidentalmente con una escopeta que llevaba en la mano.

Hizo sus estudios en la capital uruguaya hasta terminar el colegio secundario. Simultáneamente también trabajaba, estudiaba y colaboraba con las publicaciones La Revista y La Reforma. En 1899 fundó la Revista de Salto. Después del suicidio de su padrastro, que presenció, Horacio decidió invertir la herencia recibida en un viaje a París.

Al volver a su país, Quiroga reunió a sus amigos y fundó con ellos una especie de laboratorio literario experimental donde todos ellos probarían nuevas formas de expresarse y preconizarían los objetivos modernistas. La alegría que le provocó la aparición de su primer libro (Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lírica, publicado en Buenos Aires en 1901, dedicado a Lugones) se vio trágicamente opacada —una vez más— por las muertes de dos de sus hermanos, Prudencio y Pastora, víctimas de la fiebre tifoidea en el Chaco.

El funesto año de 1901 guardaba aún otra espantosa sorpresa para el escritor: su amigo Federico Ferrando, que había recibido malas críticas del periodista montevideano Germán Papini Zas, comunicó a Quiroga que deseaba batirse a duelo con aquél. Horacio, preocupado por la seguridad de Ferrando, se ofreció a revisar y limpiar el revólver que iba a ser utilizado en la disputa. Inesperadamente, mientras inspeccionaba el arma, se le escapó un tiro que impactó en la boca de Federico, matándolo instantáneamente. Llegada al lugar la policía, Quiroga fue detenido, sometido a interrogatorio y posteriormente trasladado a una cárcel correccional. Al comprobarse la naturaleza accidental y desafortunada del homicidio, el escritor fue liberado tras cuatro días de reclusión.

La pena y la culpa por la muerte de su querido compañero llevaron a Quiroga a a abandonar el Uruguay para pasar a la Argentina. Allí fue designado profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires en marzo de 1903. La profunda impresión que le causó la jungla misionera marcaría su vida para siempre: seis meses después Quiroga invirtió el último dinero que le quedaba de su herencia en comprar unos campos algodoneros en el Chaco, ubicados a siete kilómetros de Resistencia, a orillas del Río Saladito.

Al regresar a Buenos Aires luego de su fallida experiencia en el Chaco, Quiroga abrazó la narración breve con pasión y energía. Fue así como en 1904 publicó el notable libro de relatos El crimen de otro, fuertemente influido por el estilo de Edgar Allan Poe. En 1906 Quiroga decidió volver a su amada selva. Aprovechando las facilidades que el gobierno ofrecía para la explotación de las tierras, compró una chacra y comenzó a hacer los preparativos destinados a vivir allí, mientras enseñaba Castellano y Literatura. Enamorado de una de sus alumnas —la adolescente Ana María Cires—, le dedicó su primera novela, titulada Historia de un amor turbio. Quiroga insistió en la relación frente a la oposición de los padres de la alumna obteniendo por fin el permiso para casarse y llevarla a vivir a la selva con él.

Entre 1912 y 1915 el escritor, que ya tenía experiencia como algodonero y yerbatero, emprendió una denodada búsqueda de salidas económicas mediante la explotación de los recursos naturales de sus tierras. Destiló naranjas, fabricó carbón, elaboró resinas y muchas otras actividades similares, pero sólo cosechó fracasos monetarios.

Mientras tanto, criaba ganado, domesticaba animales salvajes, cazaba y pescaba con profusión. La literatura siguió siendo, en esta etapa, el norte de su vida: la revista Fray Mocho de Buenos Aires publicó numerosos cuentos de Quiroga, muchos de ellos ambientados en la selva y poblados de personajes tan naturalistas que parecen reales.

Pero la esposa de Quiroga no estaba contenta: no lograba adaptarse a la vida selvática y pedía a su esposo, una y otra vez, que regresaran a Buenos Aires o, si él quería quedarse, que le permitiera volver sola. Ante la cerrada negativa del literato a ambas posibilidades, e inmersa en una gravísima crisis depresiva, Ana María sumó una nueva tragedia en la vida de Quiroga, suicidándose con veneno en 1915 después de una violenta pelea con el escritor. Sufrió una espantosa agonía de ocho días, muriendo luego entre horribles sufrimientos y dejando a Horacio y a los niños sumidos en la más oscura desesperación.

Tras el suicidio de su esposa, Quiroga se trasladó con sus hijos a Buenos Aires, donde recibió un cargo de Secretario Contador en el Consulado General uruguayo en esa ciudad, tras arduas gestiones de unos amigos orientales que deseaban ayudarlo.

A lo largo del año 1917 trabajó en muchos relatos que iban siendo publicados en prestigiosas revistas "P.B.T." y "Pulgarcito". La mayoría de ellos fueron recopilados por Quiroga en varios libros, el primero de los cuales fue Cuentos de amor de locura y de muerte. La redacción del libro lo consolidó como el verdadero maestro latinoamericano del relato breve.

Al año siguiente se estableció en un pequeño departamento de la calle Agüero, al tiempo que apareció su celebrado Cuentos de la selva, colección de relatos infantiles protagonizados por animales y ambientados en la selva misionera. Quiroga dedicó este libro a sus hijos, que lo acompañaron durante ese período de pobreza en el húmedo sótano de dos pequeñas habitaciones y cocina-comedor.

El importantísimo diario argentino La Nación comenzó también a publicar sus relatos, que a estas alturas gozaban ya de una impresionante popularidad. Colaboró también en La Novela Semanal. Entre 1922 y 1924, Quiroga participó como secretario de una embajada cultural a Brasil (cuya Academia de Letras lo distinguió especialmente) y, de regreso, vio publicado su nuevo libro: El desierto (cuentos).

Poco después, Horacio regresó a Misiones. Nuevamente enamorado, esta vez era de una joven de 17 años, Ana María Palacio, intentó convencer a los padres de que la dejasen ir a vivir con él a la selva. La negativa de éstos y el consiguiente fracaso amoroso inspiró el tema de su segunda novela, Pasado amor, publicada en 1929.. Finalmente, cansados ya del pretendiente, los padres de la joven la llevaron lejos y Quiroga se vio obligado a renunciar a su amor.

Para 1927, Horacio había decidido criar y domesticar animales salvajes, mientras publicaba su nuevo libro de cuentos, quizá el mejor, Los desterrados. Pero el enamoradizo artista había fijado ya los ojos en la que sería su último y definitivo amor: María Elena Bravo, compañera de escuela de su hija Eglé, que sucumbió a sus reclamos y se casó con él en el curso de ese mismo año sin haber cumplido 20 años.

A partir de 1932 Quiroga se radicó por última vez en Misiones, en lo que sería su retiro definitivo, con su esposa y su tercera hija. Los celos dominaban a Quiroga, quien pensó que en medio de la selva podría vivir tranquilo con su mujer y la hija de su segundo matrimonio.

En el año 1935, Quiroga comenzó a experimentar molestos síntomas, aparentemente vinculados con una prostatitis u otra enfermedad prostática. Las gestiones de sus amigos dieron frutos al año siguiente, concediéndosele una jubilación. Al intensificarse los dolores y dificultades para orinar, su esposa logró convencerlo de trasladarse a Posadas, ciudad en la cual los médicos le diagnosticaron hipertrofia de próstata.

Pero los problemas familiares de Quiroga continuarían: su esposa e hija lo abandonaron definitivamente, dejándolo —solo y enfermo— en la selva. Ellas volvieron a Buenos Aires, y el ánimo del escritor decayó completamente ante esta grave pérdida.

Cuando el estado de la enfermedad prostática hizo que no pudiese aguantar más, Horacio viajó a Buenos Aires para que los médicos tratasen sus padecimientos. Internado en el prestigioso Hospital de Clínicas de Buenos Aires a principios de 1937, una cirugía exploratoria reveló que sufría de un caso avanzado de cáncer de próstata, intratable e inoperable. María Elena, entristecida, estuvo a su lado en los últimos momentos, así como gran parte de su numeroso grupo de amigos.

Por la tarde del 18 de febrero, una junta de médicos explicó al literato la gravedad de su estado. Desesperado por los sufrimientos presentes y por venir, y comprendiendo que su vida había acabado, el soberbio Horacio Quiroga se anticiparía al cáncer y abreviaría su dolor. En la madrugada del 19 de febrero de 1937, bebió un vaso de cianuro que lo

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