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Quien Soy Yo Y Cuantos - Un Viaje Filosofico.

L Ig AriasEnsayo8 de Diciembre de 2016

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Richard David Precht

 ¿Quién soy yo… y cuántos?

Un viaje filosófico

 


Título original: Wer bin inch - und wenn ja, wie viele?

Richard David Precht, 2009

Traducción: Marc Jiménez Buzzi

 

 


 Introducción

La isla griega de Naxos, en el mar Egeo, es la mayor de las que componen el archipiélago de las Cíclicas. En el centro de la isla, el monte Zas se eleva hasta los mil metros. En los campos aromáticos pacen las cabras y las ovejas y crecen la vid y las verduras. En los años ochenta, Naxos todavía conservaba una playa maravillosa en Agia Ana. Las dunas de arena cubrían una extensión de kilómetros donde unos pocos turistas pasaban el tiempo sesteando a la sombra de unas cabañas que ellos mismos habían construido con bambú. En el verano de 1985, dos veinteañeros se encontraban debajo de un saliente rocoso. Uno de ellos, de nombre Jürgen, era de Düsseldorf; el otro era un servidor. Nos habíamos conocido en la playa pocos días antes y hablábamos sobre un libro que yo había cogido de la biblioteca de mi padre para las vacaciones, un libro de bolsillo ajado y desteñido por el sol, cuya portada mostraba un templo griego y dos hombres ataviados con trajes griegos: Los diálogos socráticos de Platón.

El ambiente de las discusiones en las que intercambiábamos nuestros pensamientos apasionados dejó en mí una huella tan profunda como la del sol en mi piel. Por la noche, sentados alrededor del queso, el vino y el melón, nos aislábamos de los demás y retomábamos el hilo de nuestras reflexiones. Sobre todo, nos fascinaba el discurso de defensa que, según Platón, había pronunciado Sócrates tras ser condenado a muerte, acusado de corromper a los jóvenes. Ese discurso me impresionó, pues el temor a la muerte era un tema que me causaba honda desazón. Jürgen se mostró más escéptico.

Ya no recuerdo la cara de Jürgen. Nunca más me lo he vuelto a encontrar. Si hoy me lo cruzara por la calle, seguramente no lo reconocería. La playa de Agia Ana, a la que tampoco he vuelto, es hoy, según fuentes fiables, un paraíso turístico sembrado de hoteles, vallas, sombrillas y tumbonas puestas en alquiler. Pasajes enteros de la apología de Sócrates, en cambio, se me han quedado grabados en la memoria, y esos pasajes sin duda me acompañarán hasta el asilo de la tercera edad…, veremos si conservan entonces la misma capacidad para sosegarme.

El interés y la pasión por la filosofía siguen vivos en mí desde los días de Agia Ana. A la vuelta de Naxos, tuve que realizar un servicio civil poco estimulante como ayudante parroquial, lo cual no era el mejor acicate para alumbrar pensamientos audaces. (Al ver por dentro la Iglesia evangélica me volví partidario del catolicismo). Era una época marcada por cuestiones morales: el doble acuerdo de la OTAN y el movimiento pacifista enardecieron los ánimos, por no hablar de ideas tan descabelladas, y hoy apenas imaginables, como el plan norteamericano de lanzar una guerra nuclear limitada a Europa. Por aquel entonces ya me sentía impelido a la búsqueda de la vida correcta y respuestas convincentes a las grandes preguntas de la vida. Resolví estudiar filosofía.

Sin embargo, el inicio de la carrera en Colonia me deparó una decepción. Hasta entonces me había imaginado a los filósofos como personas fascinantes, cuya vida debía de ser tan excitante como su pensamiento, personajes imponentes como Theodor W. Adorno, Ernst Bloch o Jean-Paul Sartre. Pero esa coherencia ideal entre los pensamientos audaces y la vida intrépida se esfumó nada más ver a mis profesores: aburridos señores mayores que vestían trajes marrones o azules que semejaban la vestimenta de un conductor de autobús. Me acordé de la extrañeza que había sentido el escritor Robert Musil al descubrir que los ingenieros de la época imperial —hombres modernos y de ideas avanzadas que conquistaban nuevos mundos por tierra, mar y aire— gastaban unos mostachos tan anticuados como sus chalecos y relojes de bolsillo. Asimismo me pareció que los filósofos de Colonia no aplicaban a sus vidas la libertad de espíritu que ejercían en su profesión. Con todo, uno de ellos me enseñó a pensar; esto es, a preguntarme por el «porqué» de las cosas y a no conformarme con respuestas expeditivas. Me inculcó la exigencia de que mis razonamientos debían carecer de fisuras y lagunas, y que cada paso que diera en mis argumentaciones debía reposar firmemente sobre mi argumento anterior.

Mis años de estudiante fueron maravillosos. En mi memoria componen una secuencia de lecturas apasionadas, platos de pasta regados con vino tinto barato, conversaciones de sobremesa, fervientes discusiones en los seminarios e interminables tertulias en el bar de la universidad, piedra de toque de nuestras lecturas filosóficas, nuestros conocimientos en torno a la verdad y la mentira, la vida buena, sobre fútbol y, por supuesto, sobre por qué —como sostenía Loriot— el hombre y la mujer no están hechos el uno para el otro. Lo bueno de la filosofía es que no es una materia que uno termine alguna vez de estudiar; en rigor, ni siquiera cabe calificarla de materia. Eso parecía hablar a favor de la opción de seguir en la universidad para ampliar estudios, pero la vida que llevaban mis profesores se me antojaba, como digo, de un insulso espantoso. También me descorazonaba la falta de repercusión de la filosofía universitaria. Los únicos que leían los artículos y los libros publicados por los profesores eran sus colegas, y en la mayoría de los casos lo hacían únicamente para poder discrepar de las ideas allí expuestas. Finalmente, los simposios y congresos a los que asistí como doctorando me hicieron abandonar toda ilusión respecto al afán de entendimiento de sus participantes.

No obstante, las preguntas y los libros me han acompañado a lo largo de toda mi vida. Hace un año caí en la cuenta de que hay muy pocas introducciones a la filosofía que sean buenas y amenas. Es cierto que existen libros más o menos ingeniosos que presentan problemas lógicos y acertijos mentales; pero no me refiero a eso. Tampoco me refiero a los libros inteligentes y útiles que describen la vida y la obra de un selecto puñado de filósofos: lo que echo en falta es una aproximación sistemática a las grandes cuestiones transversales de la filosofía. Las introducciones a la filosofía pretendidamente sistemáticas, con un enfoque histórico articulado en torno a una secuencia de corrientes o «ismos» filosóficos, constituyen unos libracos amazacotados y están escritas con un estilo sequizo.

La razón de que la escritura filosófica sea tan desabrida es sencilla: la universidad no fomenta el estilo propio. La enseñanza académica, en su mayor parte, todavía concede más valor a la reproducción exacta de los contenidos que a la creatividad intelectual de los estudiantes. La definición de la filosofía como «materia» acarrea algunos efectos secundarios absurdos, entre los cuales destaca su delimitación antinatural respecto a otras materias. Mientras mis profesores echaban mano de Hegel y Kant para explicar la conciencia humana, sus colegas de la facultad de medicina, a tan solo ochocientos metros de distancia, realizaban experimentos sumamente interesantes con pacientes con lesiones cerebrales. En una universidad, ochocientos metros significan un mundo: los profesores vivían en dos planetas totalmente diferentes y no conocían siquiera los nombres de sus colegas.

¿Qué relación guardan entre sí los conocimientos filosóficos, psicológicos y neurobiológicos sobre la conciencia? ¿Son antagónicos o, por el contrario, se complementan? ¿Existe un «yo»? ¿Qué son los sentimientos? ¿Qué es la memoria? Las preguntas más fascinantes no aparecían en el plan de estudios de filosofía y, por lo que yo sé, hasta ahora bien poco ha cambiado a este respecto.

La filosofía no es una ciencia histórica. No cabe duda de que tenemos el deber de conservar la herencia y revisar continuamente los antiguos edificios erigidos en el ámbito de la vida intelectual… y de sanearlos si es preciso. Sin embargo, en la actividad académica la filosofía orientada al pasado ejerce un predominio excesivo sobre la filosofía referida al presente. Por otro lado, debe tenerse en cuenta que la filosofía no se engarza tan sólidamente como muchos creen con la base de su pasado. La historia de la filosofía es, en gran parte, la historia de modas y corrientes epocales, del conocimiento que se ha ido olvidando u ocultando y de un buen número de nuevos comienzos que, si parecieron tales, ello se debió únicamente a la postergación previa de muchas cosas que se habían pensado con anterioridad. En la vida, rara vez se construye algo con piedras que no provengan de otra parte.

La mayoría de los filósofos ha construido sus edificios intelectuales con los escombros de sus predecesores, y no, como pretendían, sobre las ruinas de toda la historia de la filosofía. En este proceso eterno de demoliciones y reconstrucciones no solo se han extraviado muchas ideas y puntos de vista inteligentes, sino que continuamente se han repensado y resucitado conceptos peregrinos y extravagantes. En los propios filósofos también observamos esta ambigüedad. Por ejemplo, el escocés David Hume fue en el siglo XVIII un pensador increíblemente moderno en muchos aspectos, pero, en relación con los otros pueblos, en especial con los africanos, sostuvo unas opiniones chovinistas y racistas. El siglo XIX alumbró, en la persona de Friedrich Nietzsche, a uno de los críticos de la filosofía más perspicaces, lo que no fue óbice para que sus ideales del ser humano fueran cursis, presuntuosos y estólidos.

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