LA FABRICACION DE UN CONSENSO DESCEREBRADO EN LOS ESTADOS UNIDOS
gladys.castillo6 de Noviembre de 2013
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La proyección brutal del poder de Estados Unidos en el extranjero se explica ampliamente por el modo en que se fabrica el consenso interior. Publicidad omnipresente; bombardeo ideológico orquestado por numerosas instituciones que, financiadas por las empresas, rechazan la idea misma de políticas públicas o de bien común; desconocimiento del resto del mundo; proteccionismo cultural sin equivalente: ese es el pesado tributo que pagan los norteamericanos por la hegemonía del "business".
Herbert I. Schiller (Profesor emérito de comunicación en la Universidad de California en San Diego).
Artículo publicado en el nº 45 de Le Monde Diplomatique, julio-agosto de 1999
La proyección brutal del poder de Estados Unidos en el extranjero se explica ampliamente por el modo en que se fabrica el consenso interior. Publicidad omnipresente; bombardeo ideológico orquestado por numerosas instituciones que, financiadas por las empresas, rechazan la idea misma de políticas públicas o de bien común; desconocimiento del resto del mundo; proteccionismo cultural sin equivalente: ese es el pesado tributo que pagan los norteamericanos por la hegemonía del "business".
Desde hace al menos medio siglo, la escena internacional está dominada por un sólo y único actor: Estados Unidos de América. Incluso aunque no tenga la hegemonía de hace 25 años, su presencia en la economía y la cultura mundiales continúa siendo aplastante: un producto interior bruto de 7.690 millardos de dólares en 1998; las sedes de la mayoría de las empresas transnacionales que recorren el planeta en la búsqueda de mercados y de beneficios; el poder que mueve los hilos detrás de las fachadas de las instituciones multilaterales – Organización de Naciones Unidas (ONU), Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), Fondo Monetario Internacional (FMI) Banco Mundial, Organización Mundial de Comercio (OMC), etcétera – y el Goliat cultural-electrónico del universo. Ese dominio suscita reacciones cada vez más hostiles, como señala el profesor Samuel P. Huntington, que recuerda a este respecto las palabras de un diplomático británico: ”Es únicamente en Estados Unidos donde se puede leer que el mundo entero aspira al liderazgo norteamericano. En todos los demás sitios se habla más de la arrogancia y del unilateralismo norteamericanos” (1).
Pero la manera con que los otros nos ven a los norteamericanos es quizá menos reveladora que la percepciones que tenemos de nosotros mismos. ¿Los ciudadanos de este territorio que dicta su ley al universo tienen consciencia en su vida cotidiana de las cargas que imponen a los otros y frecuentemente a ellos mismos? ¿Se indignan? ¿Oponen la menor resistencia? Se puede dudar, porque es demasiado evidente que el mantenimiento del estatus de soberano planetario requiere no indignación, sino al contrario, el apoyo activo y pasivo de 270 millones de norteamericanos. Ese apoyo, que no le ha faltado nunca, es el producto de un sistema que combina adoctrinamiento –que funciona desde la cuna– con una práctica de selección o de retención de la información con vistas a mantener y a reforzar el proyecto de dominación planetaria de Estados Unidos. Los esfuerzos de persuasión – intensos, aunque a veces disimulados – van a la par con la exclusión de las disidencias potenciales y con la utilización de una panoplia de medidas coercitivas, que van desde la amonestación hasta la cárcel: los cerca de un millón ochocientos mil detenidos en las prisiones norteamericanas, en proporción a la población, baten el récord del mundo.
Esos instrumentos han permitido obtener, si no creyentes entusiastas, al menos una aceptación generalizada del aparato de control americano sobre los asuntos mundiales. A guisa de justificación, los dirigentes recuerdan de manera permanente a sus conciudadanos y al resto del planeta hasta qué punto la existencia de Estados Unidos es una bendición para todos. El tema de la grandeza de América es además recurrente en los discursos presidenciales desde el fin de la segunda guerra mundial. No sólo hoy, sino aparentemente desde la época de Neanderthal, el país es único en su género. William Clinton lo describe incluso como ”la nación indispensable” (2). ¿Cómo cada uno podría no reconocer la suerte de estar habitando allí? Curiosamente, muchos norteamericanos se niegan todavía a reconocerlo. Para prevenir cualquier desfallecimiento de la adhesión popular en el curso del próximo siglo, la puesta en marcha de métodos más globales está pues permanentemente en el orden del día.
Uno de los medios para hacer reinar el orden en las filas es asegurar el dominio de las definiciones, de hacer de policía de las ideas, lo que significa, para los dirigentes, ser capaces de formular y de difundir la visión de la realidad – local y global – que sirva a sus intereses. Para hacer eso, el conjunto del dispositivo educativo está puesto a su servicio, al mismo tiempo que los media, la industria del ocio y los mecanismos políticos. Es la infraestructura mediática la que produce de esa manera el sentido y la consciencia (o la inconsciencia). Cuando funciona a ritmo de crucero, no hay necesidad de ninguna consigna desde arriba: los norteamericanos absorben las imágenes y los mensajes del orden dominante, que constituyen su marco de referencia y de percepción. Así a la mayor parte de ellos les resulta imposible imaginar cualquier otro tipo de realidad social.
El arte de la mentira por omisión
Tomemos un caso concreto, la utilización de la palabra ”terrorismo, por ejemplo. El terrorismo, el verdadero – en Estados Unidos y en otras partes – se ha convertido, no sin razones, en una de las principales preocupaciones del gobierno federal, lo que justifica los enormes presupuestos de que dispone la policia y los ejércitos para combatirlo. Pero cada vez que, no importa el lugar que sea del mundo, se producen actos de resistencia –eventualmente violentos o sangrientos– a situaciones de opresión, y muy particularmente cuando los opresores son amigos o dependientes de Washington, esos actos son presentados a la opinión norteamericana como otras tantas formas de ”terrorismo”. En los años noventa, los iraníes, los libios, los palestinos, los kurdos (3) y muchos otros han visto descalificadas sus luchas de esa manera. En épocas anteriores, fue lo que les sucedió a los combatientes malasios, keniatas, angoleños, argentinos e incluso a los judíos que se oponían al mandato británico sobre Palestina. En el curso de los últimos cinco decenios, el ejército norteamericano y sus cipayos han quemado con napalm o masacrado ”terroristas” en Corea, en la República Dominicana, en Vietnam, en Nicaragua, en Irak, etcétera.
La policía de las ideas es también el arte de la mentira por omisión. Lo testimonia, entre otros muchos ejemplos, el número que el semanario Time consagró, hace dos años, a los ”norteamericanos más influyentes de 1997”. Se encontraban, entre otros, un jugador de golf, un locutor de radio, un músico pop, un gestor de fondos de inversión, un productor de cine, un presentador de televisión, un economista, un erudito negro, así como la secretaria de Estado Madeleine Albright, y el senador John McCain. Los únicos dos individuos citados que tenían relación con los verdaderos centros de poder eran un heredero de la dinastía Mellon, que financia causas y organizaciones ultraconservadoras, y Robert Rubin, que fue director de la Banca Goldman Sachs y era, en aquellos momentos, secretario del Tesoro. Sin embargo, en esos dos casos, se trataba de personas que se habían distanciado de la configuración del poder que les había permitido enriquecerse personalmente.
La lista del Time concedía autoridad únicamente a los abastecedores de servicios y no a los detentadores de verdadero poder. Mucho más útil, para tener clara la realidad del poder, era el palmarés, publicado un mes más tarde en las páginas financieras del The New York Times, sobre las diez multinacionales norteamericanas más importantes, clasificadas por orden descendente a partir de su clasificación en Bolsa, estando a la cabeza, General Motors, seguido de Coca-Cola, Exxon y Microsoft. Los lectores del Time hubieran estado informados de otra manera si los patrones de esas firmas hubiesen estado colocados en la cumbre de su lista de norteamericanos más influyentes. Una breve descripción de las actividades de esas sociedades, de sus implantaciones, de sus decisiones en materia de inversiones y de puestos de trabajo, y de la manera que esas decisiones afectaban a personas en Estados Unidos y en el resto del mundo, nos habría dicho mucho más que la lista del Time sobre la verdadera distribución del poder en el interior y en el exterior de nuestras fronteras.
Una información es precisamente la que la policía de las ideas está dispuesta a prevenir. Colaboran en esa tarea miles de analistas
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