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Carlos Marx

Charly7461 de Marzo de 2013

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El manifiesto empezaba con estas ominosas palabras: «Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo. Contra este espectro se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes.»

El espectro existía, sin duda alguna. El año 1848 fue un año de terror para el viejo orden establecido en el Continente. El aire vibraba de fervor revolucionario y el suelo se estremecía bajo los pies. Por un instante - un breve instante - se creyó posible que el viejo orden se derrumbase. En Francia, el mal engrasado régimen de Luis Felipe, majestuoso rey de la burguesía, forcejeaba con una crisis, y al fin se vino abajo; el rey abdicó y huyó para buscar su seguridad en una quinta de Surrey, los trabajadores de París se alzaron en un levantamiento carente de coordinación e izaron la bandera roja en la Casa Consistorial. En Bélgica el aterrado monarca ofreció renunciar al trono. En Berlín se levantaron barricadas y silbaron las balas; en Italia las multitudes se amotinaron, y en Praga y Viena los alzamientos populares imitaron al de París, haciéndose con el control de las ciudades.

«Los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones,» clamaba el Manifiesto. «Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente. Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes, ante la perspectiva de una revolución comunista.

Los proletarios, con ella, no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar.»

Las clases rectoras temblaron y vieron la amenaza del comunismo por todas partes. No carecían de base sus temores. Los obreros de las fundiciones francesas cantaban himnos revolucionarios al compás de los golpes de sus mandarrias.

Enrique Heine, el romántico poeta alemán que por aquel entonces realizaba una gira por las fábricas, informaba que «realmente las gentes de nuestra buena sociedad no pueden imaginarse la nota demoníaca que vibra en todas esas canciones.»

Sin embargo, a pesar de la clarinada de las palabras del Manifiesto, las notas demoníacas no eran un toque de llamada a una revolución comunista; eran un grito nacido de la frustración y de la desesperación. Porque toda Europa se encontraba en las garras de una reacción que, comparada con la situación que reinaba en Inglaterra, hacía aparecer a ésta como un auténtico idilio. John Stuart Mill había calificado al Gobierno francés de «carente en absoluto de todo espíritu de mejoramiento y... forjado casi exclusivamente por los impulsos más ruines y egoístas del linaje humano»; y los franceses no tenían el monopolio de estos títulos a la fama. Por lo que respecta a Alemania, ya avanzada la cuarta década del siglo XIX, Prusia aún no tenía Parlamento, se carecía de libertad de palabra y del derecho de reunión, no existía libertad de Prensa ni juicio por jurados, ni se toleraba idea alguna que se desviase, ni en el grueso de un cabello, del rancio concepto del derecho divino de los reyes. Italia era un país fragmentado en anacrónicos principados. La Rusia de Nicolás I (a pesar de la visita que el zar había hecho a las instituciones de New Lanark, de Robert Owen) fue calificada por el historiador De Tocqueville de «piedra angular del despotismo en Europa.»

Si la desesperación hubiese sido canalizada y dirigida, quizá las notas demoníacas hubieran adquirido un timbre auténticamente revolucionario. Pero las sublevaciones fueron espontáneas, indisciplinadas y a la ventura; lograron victorias iniciales, pero luego no supieron qué hacer con ellas, y el orden viejo revolucionario menguó y, donde no ocurrió así, fue aplastado de manera implacable. Las muchedumbres alborotadas de París fueron sometidas por la Guardia Nacional, al precio de diez mil bajas. Luis Napoleón se hizo cargo del gobierno del país, y no tardó en cambiar la Segunda República por el Segundo Imperio. El pueblo de Bélgica llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era pedir al rey que siguiese en su puesto, y el rey pagó ese homenaje aboliendo el derecho de reunión. Las multitudes vienesas y húngaras fueron desalojadas a cañonazos de sus reductos, y en Alemania, una asamblea constitucional que había estado debatiendo valerosamente la cuestión de si debería constituirse en República, acabó fraccionándose en grupos que entablaron disputas enconadas, y llegó a la ignominia de ofrecer el país a Federico Guillermo IV de Prusia.

Y la ignominia fue mayor aún cuando ese monarca declaró que no aceptaba una corona que le era ofrecida por las manos innobles de gentes plebeyas.

Así acabó la revolución, que había sido feroz y sangrienta, pero que no cuajó en nada. Hubo en Europa algunas caras nuevas, pero las normas políticas siguieron siendo más o menos iguales.

Pero a un pequeño grupo de dirigentes de la clase trabajadora, que acababan de fundar la Liga Comunista, todo aquello no les produjo profunda desesperación. Es cierto que la revolución en que habían puesto tan grandes esperanzas había fracasado, y que los aislados movimientos extremistas de Europa veíanse perseguidos más implacablemente que antes. Sin embargo, todo eso podía mirarse con cierta ecuanimidad, porque, según sus teorías de la Historia, los levantamientos de 1848 no eran sino ensayos en pequeña escala de la gigantesca obra que se pondría en escena más adelante, y no les cabía la mínima sombra de duda del éxito que alcanzaría aquel espectáculo catastrófico.

La Liga acababa de publicar su declaración de objetivos, a la que llamó el Manifiesto Comunista. A pesar de sus gritos de combate y de sus frases cortantes, el Manifiesto no había sido escrito simplemente para aguijonear el sentimiento revolucionario, o para sumar una voz más de protesta al clamor de voces que ya rasgaban el aire. El Manifiesto pretendía algo más: estaba animado por una filosofía de la historia, de acuerdo con la cual no sólo era conveniente una revolución comunista, sino

que también podía demostrarse que era inevitable. A diferencia de los socialistas utópicos que aspiraban igualmente a reorganizar la sociedad de una manera más acomodada a sus deseos, los comunistas no hacían llamamientos a las simpatías de la gente, ni a su partidismo, para levantar castillos en el aire. Por el contrario, ofrecían a los hombres la ocasión de acoplar sus destinos a una estrella y ver cómo esa estrella se movía inexorablemente a través del zodíaco histórico.

Marx se dirigió entonces a París para allí hacerse cargo de otro periódico extremista, el cual tuvo una vida tan corta como el que había dejado. Pero entonces Marx concentró su interés en la política y en la economía. El descarado egoísmo del Gobierno prusiano, la resistencia implacable de la burguesía alemana a toda medida que pudiera aliviar ]a condición de las clases trabajadoras de Alemania, las actitudes, rayanas en lo caricaturesco,

de una reacción en las que se distinguieron las clases ricas y gobernantes de Europa..., todo esto cuajó en su mente hasta formar parte de una nueva filosofía. Cuando Engels acudió a visitarlo y ambos iniciaron sus firmes relaciones, esa filosofía empezó a adquirir forma.

Tal filosofía recibiría el nombre de materialismo dialéctico: dialéctico, porque aceptaba la idea hegeliana de la mutación; y materialismo, porque no se basaba en el mundo de las ideas, sin en el mundo del medio ambiente social y físico. Muchos años después, en un folleto titulado Anti-Duhring (por estar dirigido contra cierto profesor alemán llamado Eugen Duhring), Engels escribió:

«El concepto materialista de la Historia arranca del principio de que la producción, y con ésta el intercambio de productos, constituye la base de todo orden social; que en toda sociedad, entre cuantas han aparecido en la Historia, la distribución de los productos, y con esta división de la sociedad en clases o estamentos, se encuentra determinada por aquello que se produce y el cómo se produce, y por la forma en que se intercambia la producción. De acuerdo con este concepto, las causas definitivas de todos los cambios sociales y de todas las revoluciones políticas hay que buscarlas, no en las mentes de los hombres, en su penetración cada vez mayor de la verdad y de la justicia eternas, sino en las mutaciones experimentadas por los métodos de producción y de intercambio; esas causas no deben buscarse en la filosofía, sino en la economía de la época a que se refieran».

No resulta difícil seguir el razonamiento. Toda sociedad - dice Marx - se levanta sobre una base económica, se fundamenta, en última instancia, sobre la dura realidad de unos seres humanos que han organizado sus actividades para vestirse alimentarse y disponer de albergue. Esa organización puede diferenciarse enormemente entre una sociedad y otra, y entre una época y otra. Puede ser pastoril, o estructurarse en torno a la caza, o agruparse en unidades artesanas, o edificarse hasta formar un complicado conjunto industrial. Pero sea cual fuere la forma en que se organicen los hombres para resolver su problema económico fundamental, la sociedad precisa de toda una superestructura de actividad y de pensamiento ajenos a la economía, y necesitará mantenerse unida por medio de leyes, controlada por un gobierno, inspirada por ]a religión y la filosofía.

Ahora bien: esa superestructura de pensamiento no puede elegirse a capricho, sino que tendrá que reflejar la base sobre la cual se levanta. Una comunidad de cazadores no se desenvolverá ni podrá servirse del marco legal de una sociedad industrial; y, de la misma manera,

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