Carta De Miranda
alvess1926 de Mayo de 2013
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Cuando uno ha dedicado su vida a una sola y misma meta, siendo ésta el estudio de los principios acertados que llevan a los hombres a la felicidad, para aplicarlos en beneficio de la patria, uno no debe dudar de sus propios principios, ni ruborizarse por haberse pasado la vida en esas ocupaciones.
Carta de Francisco de Miranda al Primer Ministro inglés, William Pitt. Londres, 13 de junio de 1805.
Esta confesión de Miranda hecha ante William Pitt, al cabo de 15 años de difíciles e infructuosas negociaciones con el gobierno inglés, tratando de que le ayudaran militar y financieramente a armar su ansiada expedición libertadora a la América Meridional, nos da la medida de un hombre que convencido de un ideal, no cejó jamás en su empeño por hacerlo realidad ni se dejó tentar por ofrecimientos que pudieran desviarlo de su propósito, como tampoco amilanar por los obstáculos que tuvo que enfrentar ni inhibir en su acción por las críticas, burlas o amenazas de las que con frecuencia fue objeto.
En efecto, desde fines de 1783, año en el que nace Bolívar, y en el que Miranda concibe la idea de una América Meridional libre y unida en sola nación, hasta su muerte en la prisión de La Carraca, en Cádiz, España, el 14 de julio de 1816, no hubo en su vida un día en el que esta meta no estuviera presente, ya sea en sus lecturas, en su escritura, en su andar por el mundo, o en sus conversaciones con los distintos personajes con los que se fue topando, fueran estos reyes, primeros ministros, políticos, militares, filósofos, poetas, músicos o simples viajantes encontrados por azar en alguna posada del camino.
Fueron 33 años ininterrumpidos, la mitad exacta de su vida, pensando, obrando y entregado por entero a la causa de Nuestra América, como ya la siente y la denomina en esa página de su Diario, escrita el 1º. de junio de 1783, cuando habiendo tomado la decisión de desertar del ejército español, al cual había servido durante diez años, se embarca subrepticiamente en un navío norteamericano surto en el Puerto de La Habana, para salvaguardar su vida y sus proyectos; amenazado como estaba por varias órdenes reales que lo declaraban Reo de Estado, y por la propia Inquisición, que ya había enviado un agente a esta isla caribeña para que lo capturase y le confiscara las pruebas del grave delito cometido: leer libros que hablaban de otras formas posibles de gobierno y del derecho de los pueblos a la libertad.
Libros que venían alimentando su espíritu naturalmente crítico del orden instituido, quizás desde antes de dejar Caracas, en 1771, pero sí, ciertamente, desde su llegada a Madrid y con más fuerza, a partir de su ingreso como Capitán en el batallón de La Princesa, a fines de 1773. De modo que las ideas de Voltaire, de Rousseau, de Locke, de Montesquieu y de muchos otros, conformaban ya un sedimento de ideas modernas bien consolidado en su espíritu, cuando participa, en 1781, en la Batalla de Pensacola, en Florida, apoyando a los colonos norteamericanos en su lucha de independencia contra el imperio inglés. Extraordinaria paradoja que, a no dudar, debe haber producido enormes sacudidas en el andamiaje conceptual de Miranda y provocado serios cuestionamientos respecto al rol que él mismo, como soldado del ejército imperial español, estaba jugando en esa lucha de liberación colonial.
Consecuencia tal vez de esta sacudida es su afán, una vez que deserta y regresa a los Estados Unidos, ya sin ataduras militares, por conocer cada uno de los detalles de ese proceso que llevó a los colonos norteamericanos a conquistar su independencia. Fue tal el grado de conocimiento que llegó a tener del mismo, que el propio Presidente John Adams escribió en sus Memorias, que no había hombre en los Estados Unidos ni en el mundo entero, que conociera mejor y con mayor precisión cada una de las batallas libradas entonces contra Inglaterra, que Francisco de Miranda. Pero no sólo Miranda estudió esas batallas, sino que también se preocupó por examinar a fondo los cambios que la adopción del gobierno republicano estaba produciendo en la sociedad norteamericana, tanto en la vida cotidiana como en la vida productiva; al igual que estudió a fondo la nueva Constitución, discutiendo con los Padres fundadores de la nueva nación, los principios que la sustentaban.
De modo que seis meses después de haber llegado a los Estados Unidos, Miranda está plenamente convencido de que no sólo es posible, sino que es sobre todo necesario e impostergable que al igual que lo habían hecho las colonias inglesas del norte, también las colonias de la América del Sur se liberaran del yugo colonial y se constituyeran en una sola nación; una nación que dadas las extraordinarias riquezas naturales que albergaba en su inmenso territorio estaba llamada a convertirse, como le gustaba decir, en una de las naciones más preponderantes de la tierra y en un bloque de poder político que sin duda ayudaría a mantener el equilibrio internacional y a asegurar la paz en el mundo. Para designar esta gran nación libre y unida que habría de constituirse una vez derrotado y expulsado de América el imperio español, Miranda crea el sonoro nombre de Colombia. Nombre que tuvo mucho más éxito que su creador y que todavía un siglo después, seguía siendo utilizado por ilustres americanos para designar a esa patria grande que es nuestra América. Patria para la que también Miranda, años más tarde, diseñaría este hermoso tricolor que constituye hoy nuestra bandera nacional, y cuyo izamiento por primera vez hace 200 años, nos ha reunido hoy aquí en conmemoración y reconocimiento.
Concebida, pues, la idea, determinada la meta a alcanzar, y comprometido el espíritu y la voluntad para lograrlo, a partir de ese instante, Miranda se entregó por entero a hacer realidad este proyecto emancipador de la América Meridional. Su primer paso en esa dirección fue hacer de sí mismo un digno conductor de esa empresa y para ello, tomó la determinación de viajar a Europa a fin de completar «la magna obra de una educación sólida y de provecho». Aunque también lo hizo para escapar del cerco que le venía tendiendo el Estado español; ese que desde sus primeros años en el ejército real y hasta que lo tuvo finalmente en sus manos en La Guaira, en 1812, no dejó jamás de perseguirlo por todas partes del mundo por las que anduvo.
Así, llega a Londres en febrero de 1785, y luego de permanecer en esa ciudad seis meses, en los cuales se dedicó a estudiar la Constitución británica, a asistir a las discusiones de la Asamblea Nacional y a tratar de conocer el mundo político inglés, decide emprender un viaje de cuatro años por toda Europa, que lo llevará también hasta Constantinopla y el imperio ruso. Compartiendo plenamente las ideas de la Ilustración, Miranda recorrerá el gran libro del Universo para conocer otros pueblos, otras ideas, otras costumbres, otras formas de gobernar; recogerá textos constitucionales, discutirá sus principios con los respectivos gobernantes, medirá y comparará el grado de felicidad que cada forma de gobierno proporcionaba a los habitantes del país, sin dejar por ello de cultivar su espíritu y su intelecto asistiendo a conciertos y obras de teatro, visitando museos e iglesias, conociendo bibliotecas, comprando y devorando ávidamente cuantos libros le fuera posible adquirir, intercambiando ideas con científicos, inventores, poetas, filósofos, historiadores, músicos, religiosos, y con cuanta persona le pareciera interesante, fuese aristócrata o gente del campo. Y todo eso, para fortuna nuestra, lo fue registrando cada día en su Diario de viajes.
Pero no se quedó sólo en las ideas, sino que decidido a conocer el mundo tal cual era, se interesó también en las condiciones bajo las cuales funcionaban hospitales, hospicios, lazaretos, manicomios y cárceles. Esta práctica la convirtió casi en un rito, que fue cumpliendo en cada una de las innumerables ciudades visitadas durante sus viajes; estando dispuesto, en todos los casos, a hacer llegar su denuncia a las más altas instancias de gobierno y a exigir la corrección de las injusticias constatadas. Caso emblemático, por sólo citar un ejemplo, fue la visita hecha a las cárceles y hospicios del reino de Dinamarca, donde se horroriza de tal modo por las condiciones de vida de los detenidos, que sale "resuelto a hablar con todo el mundo" para ponerle fin a dicha situación. Lo constatado lo impulsa a formular de inmediato un proyecto de reforma de prisiones que, acompañado de la obra de John Howard, El estado de las prisiones en Inglaterra, con observaciones preliminares y un informe sobre algunas prisiones extranjeras (1777), hace llegar a través de uno de los ministros de la corte danesa, al propio Príncipe de Augustenbourg. Y fue tan insistente la campaña que al respecto hizo, que muy pronto recibió la grata noticia de que el Príncipe había ordenado que se corrigiera de inmediato la situación de las prisiones danesas, por lo cual bien podía tener «la gran satisfacción de haber hecho un bien a este país y a la humanidad»
Igualmente fue motivo de preocupación de Miranda la manera en que eran tratadas las mujeres en las diferentes sociedades en las que tuvo oportunidad de interactuar. Si en su viaje por los Estados Unidos en 1783-84, se sorprende gratamente de ver que en general las mujeres superan a los hombres en sus modales, en su vestimenta, en su educación y en el cultivo de la inteligencia, en su recorrido por Europa critica acerbamente el que en algunos lugares las mujeres y en particular las mujeres pobres, sean tratadas poco menos que como animales; tal como lo denuncia al observar el trato que se le da alas.
Igualmente fue motivo de preocupación de Miranda la manera en que eran tratadas las
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