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Clasicismo Y Neoclasicismo


Enviado por   •  26 de Mayo de 2014  •  7.147 Palabras (29 Páginas)  •  332 Visitas

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*Texto extraído del libro:

Honour, Hugh. El Neoclasicismo. Madrid: Xarait Ediciones, 1982.

Un cambio de mentalidad

“Se está produciendo un notabilísimo cambio en nuestras ideas, escribía d'Alembert en 1759, y con tal rapidez que parece prometer un cambio aún mayor por venir. Corresponderá al futuro decidir el fin, la naturaleza y los límites de esta revoluci6n, sus inconvenientes y desventajas, que la posteridad podrá juzgar mucho mejor que nosotros”. Naturalmente se refería a filosofía, pero sus palabras son perfectamente aplicables a las artes, pues este fue también el momento en que un viento de cambio empezó a soplar en los Salones parisinos, refrescando sus atmósferas cerradas y perfumadas, miti¬gando algo las curvas y rizos del Rococó, aventando los ornamentos delicadamente frágiles, los capullos de rosa, las conchas, los cupidos empolvados con sus traseros tan esmeradamente enrojecidos como sus mejillas, las mil y una figuras que remedaban con sus posturas a los personajes de1a Commedia dell'Arte y tantas y tantas frivolidades y perversi¬dades exquisitas que habían hecho las delicias de una sociedad supersofisticada y exigente.

El cambio de que hablaba d'Alembert era el triunfo de los “filósofos”, cuyas ideas rigurosamente racionales acerca de todo, desde la astronomía a la zoología, han quedado recogidas en la grandiosa Encyclopédie, que él mismo dirigía junto con Diderot. Pero ese momento marcó también un viraje en el rumbo de la propia Ilustración, que empezaba ahora a adoptar un tono más moralizante y a centrarse más en la construcción de un mundo nuevo que en los ataques a la superstición y el dogma. Voltaire, el ingenioso, burlón y elegantemente escandaloso autor de La Pucelle, se convertía por entonces en el airado y comprometido defensor del protestante francés Jean Calas, a cuyos perseguidores atacaba con apasionada indignación. Rousseau también había hecho su aparición en escena cuestionando los valores aceptados por la sociedad civilizada, afirmando que las artes y las ciencias habían corrompido a la humanidad y declarando el derecho de todos los hombres a 1a libertad. La idea de que la infidelidad era, como las pelucas empolvadas, un privilegio de la aristocracia daba paso a una demanda más generalizada de tolerancia. En ese nuevo mundo no habría lugar para la dualidad de valores ni para los compromisos con la verdad... si es que era posible establecer esa verdad.

El rechazo del Rococó en las artes discurría paralelo a esa reacción intelectual contra la petulancia, el cinismo y todas las iniquidades que resumía “lo infame”: No se trataba del cambio pasajero de una moda a otra, del paso del género pintoresco al gusto griego. Era una repulsa radical de la misma índole que la de los filósofos y difiere de la mayoría de los cambios estilísticos previos en la historia del arte por su grado de conciencia de sí. Tampoco quedó ceñido a los círculos intelectuales y artísticos de París: una conmoción similar se produjo al mismo tiempo en toda Europa, aunque fuera de Francia adoptó formas diferentes y casi siempre menos definidas. Paradójicamente, en Alemania fue asociado al sentimiento anti-galicano, pues el Rococó había estado íntimamente unido al gusto francés. Pero para la década de 1770 se había generalizado tanto que artistas, arquitectos y teóricos de Francia, Italia, Alemania e Inglaterra podían felicitarse por su éxito en términos casi idénticos. Por supuesto, el Rococó no había sido erradicado por completo, como ellos querían hacer creer; sino que pervivió en determinadas zonas casi hasta finales de siglo, pero languidecía como una mera supervivencia de las actitudes y los gustos del ansíen régimen.

Este revulsivo contra el Rococó y todos los valores que expresaba o cuando menos implicaba y connotaba, llegó en ciertos casos a constituir una náusea instintiva. Pero en general el nuevo fervor moralizante que comenzó a impregnar las artes a mediados de siglo tenía un tono racional y estoico comparable en la literatura contemporánea a las novelas de Richardson o los dramas de Diderot. Resulta muy tentador relacionar este fenómeno con el crecimiento de la clientela burguesa, es decir, identificar el Rococó con el gusto aristocrático y el Neoclasicismo con el de las clases medias en ascenso. Pero como veremos más adelante esto sería una grosera simplificación de una situación muy compleja. Aunque las críticas anti-rococó iban frecuentemente dirigidas contra los ricos y la influencia corruptora o trivializaste de su afición por el lujo, no está claro ni mucho menos hasta qué punto tales polémicas reflejan un conocimiento real y de primera mano y una experiencia de los clientes del momento por parte de sus autores. Y es totalmente cierto que los artistas neoclásicos encontraron tanto apoyo y estímulo, si no más, entre los aristócratas y poderosos que entre los burgueses. (En realidad, aunque no sea plausible, cabría elaborar casi con el mismo fundamento la tesis del Neoclasicismo como estilo aristocrático y el Rococó como estilo burgués).

En cualquier caso, el celo misional de los críticos apuntaba ahora no sólo contra la temática rococó, con sus connotaciones hedonistas y licenciosas, sus fiestas galantes y escenas de coqueteos y retozos casuales sugeridores de la voluptuosidad femenina, sino también contra todas aquellas cualidades sensuales en que se basaba el arte rococó: esprit, charme, gracia y libre juego de la fantasía del artista, que no apelan a la mente sino a las más groseras percepciones sensoriales y son amorales por definición. Probablemente alentaba en el fondo de todo esto ese menosprecio puritano por lo mundano y elegante, y la consiguiente desconfianza hacía el virtuosismo que cifra el valor en la mera destreza, en el toque mañoso. El hondo recelo hacia todos los artificios ilusionistas de la pintura barroca y rococó, empleados para conseguir efectos de atmósfera y textura, se combinaba con el desagrado que inspiraba la “cualidad de hermoso”, la belleza de factura y todos los demás efectos superficiales y exquisitos que parecían tipificar un arte al servicio exclusivo de un lujo privado y decadente. Esta actitud mental hizo que Flaxman despachara como “meros artesanos” a escultores tan cumplidos como Rysbrack y Scheemakers; y que Winckelmann aconsejará a los pintores que “mojasen sus pinceles en el intelecto”. Todo ello implicaba una mayor estima hacia el artista y su papel en la sociedad. El artista se e1evaría por encima del status de artesano complaciente que atiende con paciencia todos los caprichos de su patrono, estimulando su hastiado apetito y buscando incesantemente novedades para deleitarse. Por el contrario, se

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