Dragón Volcán Es Muy Fuerte
piitaaa24 de Noviembre de 2014
3.811 Palabras (16 Páginas)170 Visitas
EL NAZARENO
El 30 de marzo de 1763 dio fondo en la bahía del Callao el navío San Damián, portador de pliegos de la corona para el Excmo. Sr. D. Manuel de Amat y Juniet, caballero de la orden de San Juan y virrey del Perú. Por entonces era acontecimiento de gran importancia para los habitantes de Lima la llegada de un buque de Ultramar, y las noticias de que él era conductor proporcionaban por largo tiempo el gasto de las tertulias, comentándose y abultándose hasta tal punto, que en breve no las conociera el que las puso en circulación.
Entre los pasajeros del San Damián venía el capitán de arcabuceros D. Diego de Arellano, nombrado por S. M. para encargarse del mando de una compañía. Era el D. Diego mozo de gentil apostura, alegre como unas castañuelas, decidor como un romance de Quevedo y acaudalado como un usurero de hogaño. Hizo en Italia sus primeras armas, logrando amén de la reputación de valiente, que él tenía en mucho, el grado de capitán, que estimaba en no poco. Traíalo también a América el reclamo de una pingüe herencia, legado de un su tío, minero en el Alto Perú, herencia que sin dificultad fue entregada al sobrino, porque éste no quiso tomarse el trabajo de examinar las cuentas que le presentaban. Con lo que, a costa del generoso heredero y del tío que en mal hora pasara a mejor vida, hicieron su agosto esas hambrientas sanguijuelas que elDiccionario de la lengua llama albaceas. El presente se le ofrecía, pues, ligero, derecho y sin tropiezo como camino de hierro.
Justo es añadir que Arellano encontró en Lima una soberbia acogida. Sus hechos militares le daban fama en el ejército; su empleo y distinción le abrían las puertas de las capas más encopetadas; su gallardía le captaba el interés de las damas, y sus riquezas le aseguraban amigos; porque, antes como ahora, averiguada cosa es que nada hay más simpático que el sonido del oro.
Pero de pronto, los más extraños rumores empezaron a correr acerca del capitán, y aunque en ellos había mucho de verdad, concedamos que algo sería fruto de la maledicencia y de la envidia. La conducta misma de D. Diego daba pábulo a la chismografía, porque todas las noches los espléndidos salones de su casa eran teatro de las más escandalosas orgías. Dejó de visitar la sociedad de buen tono que hasta entonces frecuentara, y diose perdidamente al trato de mujerzuelas y gente de mal vivir.
Un coplero de tres al cuarto, cuyos versos gozaban de gran boga, sin tener ni la chispa satírica ni la originalidad del poeta limeño Juan de Caviedes, escribió unas jácaras contra el capitán, en las que lo llamaba
«sustentador de querellas,
cuba ambulante de vino,
ocupado de contino
en descomponer doncellas».
Y corriendo de mano en mano las maldecidas rimas, y arrebatándoselas los unos a los otros, que de humanos es buscar lo que tiende a la difamación, vino día en que llegaron a las de D. Diego, quien armando de sendas estacas a dos de sus criados, les mandó descargarlas sobre las espaldas del malhadado hijo de Apolo, para escarmiento de poetas vergonzantes y desvergonzados. El pobrete quedó como jaco de gitano: «con el pellejo curtido y ni un solo hueso sano».
No tanto por defender al zurrado coplero cuanto por aversión hacia el capitán, entablaron varios jóvenes pudientes juicio contra él; mas como no alcanzasen a probar que los criados de D. Diego hubiesen sido los instrumentos de la tunda, resultó a la postre que perdieron el pleito con costas, y ainda mais con la obligación de satisfacer al agraviado. Por supuesto que el de Arellano no se conformó con que sus enemigos cantasen el peccavi, y les dijo muy llanamente que era llegada la ocasión de que hablasen los hierros. En consecuencia, tuvo tres desafíos, y tres de sus adversarios sacaron otras tantas heridas de a cuarta; con lo que los demás, acatando la elocuencia que encierra un argumento de lógica toledana, declararon que dejaban al capitán en su buena reputación y fama. Echose tierra sobre el negocio, que terminó como la misa del Viernes Santo, y no se volvió a hablar más de las coplas.
Seguía en tanto el capitán su licencioso sistema de vida, y contábase que estando un domingo en el portal con varios camaradas de vicio, acertó a pasar una dama, notable por su hermosura y recato. Oyendo D. Diego que los otros mancebos hablaban de ella con respeto, se sintió picado y apostó que antes de un mes sería dueño de ese tesoro de virtudes. Desde tal día consagrose a obsequiar a la dama y, en mérito de la brevedad, diremos tan sólo que una noche, después de haber invitado a sus amigos para una orgía, los condujo hasta su dormitorio, en el que se hallaba una mujer.
-¡Mentecatos que creéis en la virtud! -les dijo-. Esa mujer iba hoy a pertenecerme. Pues bien: yo no gusto de gazmoñas Y la cedo al que quiera tomarla.
Por corrompidos que fuesen aquellos calaveras no pudieron reprimir un gesto de horror y salieron de la habitación.
Pocas horas después había en Lima un escándalo más. La deshonra de una mujer hermosa es una victoria para las que envidian su belleza. La desventurada, después de buscar vengador en su hermano, que fue muerto en duelo por D. Diego, tuvo que esconder sus lágrimas y su vergüenza entre las rejas de un claustro.
El descrédito que ésta y otras no menos escandalosas aventuras echaron sobre Arellano, no germinaba tan sólo entre la gente acomodada. Su mala reputación se había popularizado hasta tal punto, que ningún mendigo se atrevía a llegar a la puerta de su casa; porque, a bien librar, llevaba la certidumbre de salir derrengado. Jamás tendió el capitán una mano generosa al infortunio, y hablarle de practicar actos caritativos era excitar su hilaridad, desatándola en epigramas contra las busconas y vagabundos.
Sólo se contaban de él malas acciones, y es fama que su vino fue siempre borrascoso.
Con la multitud de historias repugnantes de que era el héroe nuestro capitán, excitó las sospechas del Santo Oficio. No sabemos cómo se las compuso con el terrible Tribunal de la Fe. Ello es que éste se conformó con amonestarle y recomendarle que oyese misa, práctica devota a la que nunca se le vio asistir.
Tal era D. Diego do Arellano, uno de los hombres que en la culta capital del virreinato daba, por sus excentricidades y escándalos, asunto a los corrillos de los desocupados. Y nótese que no lo llamamos el único proveedor de la crónica popular, porque existía otro personaje a quien llamaban el Nazareno, ser misterioso que, al contrario del capitán, representaba sobre la tierra la Providencia de los que sufren.
II
Había por entonces en Lima una asociación de devotos conocida con el nombre de Cofradía de los nazarenos. Reuníanse las noches de los viernes en una celda del convento de la Merced, de donde salían a la capilla que aún existe contigua al templo, para celebrar la religiosa distribución de las caídas del Señor; terminada la cual esparcíanse por la ciudad, recogiendo y dando limosnas.
Vestían los cofrades aquellas noches una larga túnica morada, ceñida por una cuerda de cáñamo, cubriéndoles la cabeza una capucha del mismo color. Gozaban de gran predicamento en el pueblo; porque, al cabo, él era quien sacaba provecho de la caritativa hermandad.
La estimación por los nazarenos tomó mayores creces desde que en 1763 se afilió en ella un hombre de distinguido continente, que recatándose el rostro en el embozo asistía a las sesiones, que se escondía de los demás para vestir la túnica de la orden, a quien nadie oyó tomar parte en los debates. Todo hacía presumir que fuese persona notable el callado y misterioso nazareno.
Un comerciante muy estimado por su probidad, se encontró un día por consecuencia de malas especulaciones en completa bancarrota. Sus émulos, como sucede siempre, empezaron a murmurar de su honradez; y desesperado el buen hombre, se encerró en su cuarto, preparó un veneno, y resuelto al suicidio, principió a poner en orden los documentos que justificaban su conducta mercantil. Terminaba ya esta operación cuando se le apareció un nazareno; y aunque no ha llegado hasta nosotros la conversación que medió, baste decir que pocas horas más tarde el comerciante satisfizo a sus acreedores y que en breve tiempo restableció su fortuna y el crédito de su casa. Dos años después quiso devolver al nazareno la fuerte suma que le prestara; pero su incógnito salvador le ordenó que fundase una escuela para niños y que el resto lo dividiese entre los necesitados.
En los conventos de monjas se encontraban muchas jóvenes que, anhelando tomar el velo, no podían verificarlo por carecer de la dote prevenida por las constituciones monásticas. Un día el encubierto nazareno se acercó a las superioras o abadesas, poniendo en sus manos el dinero necesario para que fueran admitidas las nuevas esposas del Señor.
Todo aquel que sufría esperaba la noche del viernes. El nazareno parecía multiplicarse y nunca era aguardado en vano. Siempre tenía un alivio para la miseria, un consuelo para el dolor.
Pero este hombre, que era el protector del huérfano y la esperanza del pobre, ¿por qué se encerraba en tan profundo misterio? Nadie logró ver jamás su rostro, y como practicaba el bien sin ostentarlo, el pueblo, que es supersticioso con lo que está fuera de lo común y que en toda buena acción encontraba la huella del nazareno, dio en reverenciarlo como a santo y aun en atribuirle milagros.
Mas antes de abandonar al nazareno, plácenos referir una aventura, que entre las muchas consejas que sobre él corren y que dejamos en el tintero, nos
...