Harry Potter y el cáliz de fuego
gungun10Tutorial12 de Julio de 2013
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Tras otro abominable verano con los Dursley, Harry se dispone a iniciar el cuarto curso en Hogwarts, la famosa escuela de magia y hechicería. A sus catorce años, a Harry le gustaría ser un joven mago como los demás y dedicarse a aprender nuevos sortilegios, encontrarse con sus amigos Ron y Hermione y asistir con ellos a los Mundiales de quidditch. Sin embargo, al llegar al colegio le espera una gran sorpresa que lo obligará a enfrentarse a los desafíos más temibles de toda su vida. Si logra superarlos, habrá demostrado que ya no es un niño y que está preparado para vivir las nuevas y emocionantes experiencias que el futuro le depara.
Título original: Harry Potter and the Goblet of Fire
Traducción: Adolfo Muñoz García y Nieves Martín Azofra
Copyright © J.K. Rowling, 2000
Copyright © Emecé Editores, 2001
Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.
Mallorca, 237 - 08008 Barcelona - Tel. 93 215 11 99
ISBN: 84-7888-645-1
Depósito legal: B-4.598-2001
1ª edición, marzo de 2001
Printed in Spain
Impresión: Romanyà-Valls, Pl. Verdaguer, 1
Cepellades, Barcelona
Para Peter Rowling,
en recuerdo del señor Ridley,
y para Susan Sladden,
que ayudó a Harry a salir de su alacena
1
La Mansión de los Ryddle
Los aldeanos de Pequeño Hangleton seguían llamándola «la Mansión de los Ryddle» aunque hacía ya muchos años que los Ryddle no vivían en ella. Erigida sobre una colina que do¬minaba la aldea, tenía cegadas con tablas algunas ventanas, al tejado le faltaban tejas y la hiedra se extendía a sus an¬chas por la fachada. En otro tiempo había sido una mansión hermosa y, con diferencia, el edificio más señorial y de ma¬yor tamaño en un radio de varios kilómetros, pero ahora es¬taba abandonada y ruinosa, y nadie vivía en ella.
En Pequeño Hangleton todos coincidían en que la vieja mansión era siniestra. Medio siglo antes había ocurrido en ella algo extraño y horrible, algo de lo que todavía gustaban hablar los habitantes de la aldea cuando los temas de chis¬morreo se agotaban. Habían relatado tantas veces la histo¬ria y le habían añadido tantas cosas, que nadie estaba ya muy seguro de cuál era la verdad. Todas las versiones, no obstante, comenzaban en el mismo punto: cincuenta años antes, en el amanecer de una soleada mañana de verano, cuando la Mansión de los Ryddle aún conservaba su impo¬nente apariencia, la criada había entrado en la sala y había hallado muertos a los tres Ryddle.
La mujer había bajado corriendo y gritando por la coli¬na hasta llegar a la aldea, despertando a todos los que había podido.
—¡Están allí echados con los ojos muy abiertos! ¡Están fríos como el hielo! ¡Y llevan todavía la ropa de la cena!
Llamaron a la policía, y toda la aldea se convirtió en un hervidero de curiosidad, de espanto y de emoción mal disi¬mulada. Nadie hizo el menor esfuerzo en fingir que le ape-naba la muerte de los Ryddle, porque nadie los quería. El señor y la señora Ryddle eran ricos, esnobs y groseros, aun¬que no tanto como Tom, su hijo ya crecido. Los aldeanos se preguntaban por la identidad del asesino, porque era evi¬dente que tres personas que gozan, aparentemente, de bue¬na salud no se mueren la misma noche de muerte natural.
El Ahorcado, que era como se llamaba la taberna de la aldea, hizo su agosto aquella noche, ya que todo el mundo acudió para comentar el triple asesinato. Para ello habían dejado el calor de sus hogares, pero se vieron recompensa¬dos con la llegada de la cocinera de los Ryddle, que entró en la taberna con un golpe de efecto y anunció a la concurren¬cia, repentinamente callada, que acababan de arrestar a un hombre llamado Frank Bryce.
—¡Frank! —gritaron algunos—. ¡No puede ser!
Frank Bryce era el jardinero de los Ryddle y vivía solo en una humilde casita en la finca de sus amos. Había regre¬sado de la guerra con la pierna rígida y una clara aversión a las multitudes y a los ruidos fuertes. Desde entonces, había trabajado para los Ryddle.
Varios de los presentes se apresuraron a pedir una be¬bida para la cocinera, y todos se dispusieron a oír los deta¬lles.
—Siempre pensé que era un tipo raro —explicó la mujer a los lugareños, que la escuchaban expectantes, después de apurar la cuarta copa de jerez—. Era muy huraño. Debo de haberlo invitado cien veces a una copa, pero no le gusta¬ba el trato con la gente, no señor.
—Bueno —dijo una aldeana que estaba junto a la ba¬rra—, el pobre Frank lo pasó mal en la guerra, y le gusta la tranquilidad. Ése no es motivo para...
—¿Y quién aparte de él tenía la llave de la puerta de atrás? —la interrumpió la cocinera levantando la voz—. ¡Siempre ha habido un duplicado de la llave colgado en la ca¬sita del jardinero, que yo recuerde! ¡Y anoche nadie forzó la puerta! ¡No hay ninguna ventana rota! Frank no tuvo más que subir hasta la mansión mientras todos dormíamos...
Los aldeanos intercambiaron miradas sombrías.
—Siempre pensé que había algo desagradable en él, des¬de luego —dijo, gruñendo, un hombre sentado a la barra.
—La guerra lo convirtió en un tipo raro, si os interesa mi opinión —añadió el dueño de la taberna.
—Te dije que no me gustaría tener a Frank de enemigo. ¿A que te lo dije, Dot? —apuntó, nerviosa, una mujer desde el rincón.
—Horroroso carácter —corroboró Dot, moviendo con brío la cabeza de arriba abajo—. Recuerdo que cuando era niño...
A la mañana siguiente, en Pequeño Hangleton, a nadie le cabía ninguna duda de que Frank Bryce había matado a los Ryddle.
Pero en la vecina ciudad de Gran Hangleton, en la os¬cura y sórdida comisaría, Frank repetía tercamente, una y otra vez, que era inocente y que la única persona a la que había visto cerca de la mansión el día de la muerte de los Ryddle había sido un adolescente, un forastero de piel clara y pelo oscuro. Nadie más en la aldea había visto a semejan¬te muchacho, y la policía tenía la convicción de que eran in¬venciones de Frank.
Entonces, cuando las cosas se estaban poniendo peor para él, llegó el informe forense y todo cambió.
La policía no había leído nunca un informe tan extraño. Un equipo de médicos había examinado los cuerpos y llega¬do a la conclusión de que ninguno de los Ryddle había sido envenenado, ahogado, estrangulado, apuñalado ni herido con arma de fuego y, por lo que ellos podían ver, ni siquiera había sufrido daño alguno. De hecho, proseguía el informe con manifiesta perplejidad, los tres Ryddle parecían hallarse en perfecto estado de salud, pasando por alto el hecho de que estaban muertos. Decididos a encontrar en los cadáve¬res alguna anormalidad, los médicos notaron que los Ryddle tenían una expresión de terror en la cara; pero, como dije¬ron los frustrados policías, ¿quién había oído nunca que se pudiera aterrorizar a tres personas hasta matarlas?
Como no había la más leve prueba de que los Ryddle hubieran sido asesinados, la policía no tuvo más remedio que dejar libre a Frank. Se enterró a los Ryddle en el cemen-terio de Pequeño Hangleton, y durante una temporada sus tumbas siguieron siendo objeto de curiosidad. Para sorpre¬sa de todos y en medio de un ambiente de desconfianza, Frank Bryce volvió a su casita en la mansión.
—Para mí él fue el que los mató, y me da igual lo que diga la policía —sentenció Dot en El Ahorcado—. Y, sabien¬do que sabemos que fue él, si tuviera un poco de vergüenza se iría de aquí.
Pero Frank no se fue. Se quedó cuidando el jardín para la familia que habitó a continuación en la Mansión de los Ryddle, y luego para los siguientes inquilinos, porque nadie permaneció mucho tiempo allí. Quizá era en parte a causa de Frank por lo que cada nuevo propietario aseguró que se percibía algo horrendo en aquel lugar, el cual, al quedar deshabitado, fue cayendo en el abandono.
El potentado que en aquellos días poseía la Mansión de los Ryddle no vivía en ella ni le daba uso alguno; en el pueblo se comentaba que la había adquirido por «motivos fiscales», aunque nadie sabía muy bien cuáles podían ser esos moti¬vos. Sin embargo, el potentado continuó pagando a Frank para que se encargara del jardín. A punto de cumplir los se¬tenta y siete años, Frank estaba bastante sordo y su pierna rígida se había vuelto más rígida que nunca, pero todavía, cuando hacía buen tiempo, se lo veía entre los macizos de flores haciendo un poco de esto y un poco de aquello, si bien la mala hierba le iba ganando la partida.
Pero la mala hierba no era lo único contra lo que tenía que bregar Frank. Los niños de la aldea habían tomado la costumbre de tirar piedras a las ventanas de la Mansión de los Ryddle, y pasaban con las bicicletas por encima del cés¬ped que con tanto esfuerzo Frank mantenía en buen estado. En una o dos ocasiones habían entrado en la casa a raíz de una apuesta. Sabían que el viejo jardinero profesaba vene¬ración a la casa y a la finca, y les divertía verlo por el jardín cojeando, blandiendo su cayado y gritándoles con su ronca voz. Frank, por su parte, pensaba que los niños querían cas¬tigarlo porque, como sus padres y abuelos, creían que era un asesino. Así que cuando se despertó una noche de agosto y vio algo raro arriba en la vieja casa, dio por supuesto que los niños habían ido un poco más lejos que otras veces en su
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