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Historia De Roma. Breve

Lady_Bella12 de Julio de 2011

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Indro Montanelli

HISTORIA DE ROMA

ÍNDICE

CAPÍTULO I AB URBE CONDITA 5

CAPÍTULO II POBRES ETRUSCOS 8

CAPÍTULO III LOS REYES AGRARIOS 12

CAPÍTULO IV LOS REYES MERCADERES 16

CAPÍTULO V PORSENNA 20

CAPÍTULO VI SPQR 24

CAPÍTULO VII PIRRO 28

CAPÍTULO VIII LA EDUCACIÓN 31

CAPÍTULO IX LA CARRERA 34

CAPÍTULO X LOS DIOSES 37

CAPÍTULO XI LA CIUDAD 40

CAPÍTULO XII CARTAGO 44

CAPÍTULO XIII RÉGULO 47

CAPÍTULO XIV ANÍBAL 50

CAPÍTULO XV ESCIPIÓN 54

CAPÍTULO XVI GRAECIA CAPTA... 57

CAPÍTULO XVII CATÓN 61

CAPÍTULO XVIII FERUM VICTOREM CEPIT 64

CAPÍTULO XIX LOS GRACOS 68

CAPÍTULO XX MARIO 72

CAPÍTULO XXI SILA 75

CAPÍTULO XXII UNA CENA EN ROMA 79

CAPÍTULO XXIII CICERÓN 82

CAPÍTULO XXIV CÉSAR 85

CAPÍTULO XXV LA CONQUISTA DE LAS GALIAS 88

CAPÍTULO XXVI EL RUBICÓN 91

CAPÍTULO XXVII LOS IDUS DE MARZO 94

CAPÍTULO XXVIII ANTONIO Y CLEOPATRA 97

CAPÍTULO XXIX AUGUSTO 100

CAPÍTULO XXX HORACIO Y LIVIO 103

CAPÍTULO XXXI TIBERIO Y CAL1GULA 106

CAPÍTULO XXXII CLAUDIO Y SÉNECA 109

CAPÍTULO XXXIII NERÓN 112

CAPÍTULO XXXIV POMPEYA 115

CAPÍTULO XXXV JESÚS 117

CAPÍTULO XXXV LOS APÓSTOLES 120

CAPÍTULO XXXVII LOS FLAVIOS 123

CAPÍTULO XXXVIII ROMA EPICÚREA 126

CAPÍTULO XXXIX SU CAPITALISMO 129

CAPÍTULO XL SUS DIVERSIONES 132

CAPÍTULO XLI NERVA Y TRAJANO 135

CAPÍTULO XLII ADRIANO 138

CAPÍTULO XLIII MARCO AURELIO 141

CAPÍTULO XLIV LOS SEVEROS 144

CAPÍTULO XLV DIOCLECIANO 147

CAPÍTULO XLVI CONSTANTINO 150

CAPÍTULO XLVII EL TRIUNFO DE LOS CRISTIANOS 153

CAPÍTULO XLVIII LA HERENCIA DE CONSTANTINO 156

CAPÍTULO XLIX AMBROSIO Y TEODOSIO 159

CAPÍTULO L EL FIN 162

CAPÍTULO LI CONCLUSIÓN 166

CRONOLOGÍA 168

A Susina Moizzi

A LOS LECTORES

A medida que esta Historia de Roma salía por capítulos en Domenica del Corriere, comencé a recibir cartas cada vez más indignadas. Se me acusaba de ligereza, de despotismo, y, por algunos, francamente de impiedad por mi modo de tratar un tema considerado sagrado.

No me sorprendí, porque, en efecto, hasta ahora, para hablar de Roma, en italiano, no se ha usado más estilo que el áulico y apologético. Mas estoy persuadido de que precisamente por esto bien poco ha quedado en la cabeza del lector y que, terminado el bachillerato, entre nosotros casi ninguno siente la tentación de refrescarse el recuerdo de ella. No hay nada más fatigoso que seguir una historia poblada tan sólo de monumentos. Y yo mismo debí luchar no poco contra los bostezos cuando, cayendo en la cuenta de haber olvidado años ha todo o casi todo, quise volverla a estudiar desde el principio. Hasta que topé conSuetonio y con Dión Casio que, habiendo sido contemporáneos de aquellos monumentos, o por lo menos coevos, no alimentaban para con ellos un respeto tan reverente y timorato.

Siguiendo sus huellas, acabé hojeando también todos los demás historiadores y cronistas romanos. Y fue como dar vida a la piedra. De golpe, aquellos protagonistas que en la escuela nos presentaron momificados en una actitud, siempre la misma, no de hombres, sino de símbolos abstractos, perdieron su mineral inmovilización, se animaron, se colorearon de sangre, de vicios, de flaquezas, de tics y de pequeñas o grandes manías; tornáronse, en suma, vivientes y verdaderos.

¿Por qué habríamos de tener más respeto a esos personajes que el que les tuvieron los propios romanos? ¿Y se les hace un gran favor dejándoles sobre el pedestal en una fría sala de museo, que sólo tos escolares, por motivo de exámenes, son conducidos a visitar obligados por el maestro? Conozco a jesuítas que, sin faltar a la ortodoxia, han escrito hagiografías libres de prejuicios, donde los santos aparecen como eran, hombres entre hombres, con sus terquedades y rarezas. El hecho de que muchos de ellos hayan cometido errores y que todos indistintamente hubiesen estado tentados de cometerlos, no quita nada a su santidad. Al contrario. Jesucristo hizo un apóstol de san Pedro, que habla renegado de Él.

Lo que hace grande la Historia de Roma no es que haya sido hecha por hombres diferentes a nosotros, sino que haya sido hecha por hombres como nosotros. Ellos no tenían nada de sobrenatural, pues si lo hubiesen tenido nos faltarían razones para admirarles. Entre Cicerón y Carnelutti hay muchos puntos en común. César fue de joven un gran canalla, mujeriego toda su vida y peinaba bisoñé porque se avergonzaba de su calvicie. Esto no contradice su grandeza de general y de hombre de Estado. Augusto no pasó todo su tiempo, como una máquina, organizando el Imperio, sino también combatiendo la colitis y los reumatismos, y por poco no perdió su primera batalla, contra Casio y Bruto, a causa de un ataque de diarrea.

Creo que el daño más grande que pueda hacérseles es el de silenciar su humana verdad, como si se temiese verles disminuidos por ella. Roma fue Roma, no porque los héroes de su historia no hubiesen cometido delitos y patochadas, sino porque ni siquiera sus delitos y patochadas, aun cuando grandes y a veces inmensos, pudieron mellar su derecho a la preeminencia.

Con este libro no he descubierto nada. No pretende aportar nuevas «revelaciones», ni siquiera dar una interpretación original de la historia de la Urbe. Todo lo que aquí cuento ha sido contado ya. Yo sólo espero haberlo hecho de una manera más sencilla y cordial, en un estilo más llano y fácilmente aceptable por la gran masa de lectores, a través de una serie de retratos que iluminan a los protagonistas con una luz más veraz, despojándolos de los paramentos que los ocultaban.

A algunos les puede parecer una ambición modesta. A mí, no. La considero, al contrario, orgulloso. Si logro aficionar a la historia de Roma a algunos tnües deitalianos, hasta ahora desinteresados, debido a la enjundia de quien se la ha contado antes que yo, me consideraré un autor útil, afortunado y plenamente lograr do, en buena paz con quien me acusa de ligereza, de desenfado, de derrotismo o, también, de irreverencia.

INDRO MONTANELLI

Milán, noviembre de 1957.

CAPÍTULO I

AB URBE CONDITA

No sabemos con precisión cuándo fueron instituidas en Roma las primeras escuelas regulares, o sea «estatales». Plutarco dice que nacieron hacia 250 antes de Jesucristo, esto es, casi quinientos años después de la fundación de la ciudad. Hasta aquel momento los muchachos romanos habían sido educados en casa, los más pobres por sus padres y los más ricos, por magistri, o sea maestros o institutores, elegidos habitual» mente en la categoría de los libertos, los esclavos liberados, que, a su vez, eran elegidos entre los prisioneros de guerra, preferentemente entre los de origen griego, que eran los más cultos.

Sabemos, empero, con certeza, que tenían que fatigarse menos que los de hoy. El latín lo sabían ya. Si hubiesen tenido que estudiarlo, decía el poeta alemán Heine, no habrían encontrado jamás tiempo para conquistar el mundo. Y en cuanto a la historia de su patria, se la contaban más o menos así:

Cuando los griegos de Menelao, Ulises y Aquiles conquistaron Troya, en el Asia Menor, y la pasaron a sangre y fuego, uno de los pocos defensores que se salvó fue Eneas, fuertemente «recomendado» (ciertas cosas se usaban ya en aquellos tiempos) por su madre, que era nada menos que la diosa Venus —Afrodita—. Con una maleta a los hombros, llena de imágenes de sus celestes protectores, entre los cuales, naturalmente, el puesto de honor correspondía a su buena mamá, pero sin una lira en el bolsillo, el pobrecito se dio a recorrer mundo, al azar. Y después de no se sabe cuántos años de aventuras y desventuras, desembarcó, siempre con la maleta a cuestas, en Italia; se puso a remontarla hacia el Norte, llegó al Lacio, donde casó con la hija del rey Latino, que se llamaba Lavinia, fundó una ciudad a la que dio el nombre de la esposa, y al lado de ésta vivió feliz y contento el resto de sus días.

Su hijo Ascanio fundó Alba Longa, convirtiéndola en nueva capital. Y tras ocho generaciones, es decir, unos doscientos años después del arribo de Eneas, dos de sus descendientes, Numitor y Amulio, estaban aún en el trono del Lacio. Desgraciadamente, dos en un trono están muy apretados. Y así, un día, Amulio echó al hermano para reinar solo, y le mató todos los hijos, menos una: Rea Silvia. Mas, para que no pudiese poner al mundo algún hijo a quien, de mayor, se le pudiese antojar vengar al abuelo, la obligó a hacerse sacerdotisa de la diosa Vesta, o sea monja.

Un día, Rea, que probablemente tenía muchas ganas de marido y se resignaba mal a la idea de no poder casarse, tomaba el fresco a orillas del río porque era un verano tremendamente caluroso, y se quedó dormida. Por casualidad pasaba por aquellos parajes el dios Marte, pue bajaba a menudo a la Tierra, un poco para organizar una guerrita que otra, que era su oficio habitual, y otro poco en busca de chicas, que era su pasión favorita. Vio a Rea Silvia. Se enamoró de ella. Y sin despertarla siquiera, la dejó encinta.

Amulio se encolerizó muchísimo cuando lo supo. Más no la mató. Aguardó a que pariese, no uno, sino dos chiquillos gemelos. Después, ordenó meterlos en una pequeñísima almadía que confió al río para que se los llevase, al filo de la corriente,

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