IDENTIDAD NACIONAL
torresanav27 de Octubre de 2013
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LA CULTURA COMO IDENTIDAD Y LA IDENTIDAD COMO CULTURA
1. Cultura e identidad: una pareja conceptual indisociable
En esta conferencia me propongo desarrollar la relación simbiótica que, en mi opinión, existe entre cultura e identidad. Así formulado, el tema exige lógicamente definir primero qué entendemos por cultura e identidad, porque sólo así podremos precisar sus relaciones recíprocas.
Ya adelanto desde ahora que, si bien defenderé la indisociabilidad conceptual entre cultura e identidad, también afirmaré que, si se asume una perspectiva histórica o diacrónica, no existe una correlación estable o inmodificable entre las mismas, porque vistas las cosas en el mediano o largo plazo, la identidad se define primariamente por sus límites y no por el contenido cultural que en un momento determinado marca o fija esos límites.
Por último, si tenemos tiempo abordaré, a la luz de las grandes tesis previamente planteadas, un tema más concreto que suele estar muy presente en los debates contemporáneos sobre la cultura y que puede interesar particularmente a los promotores culturales: el multiculturalismo.
Comenzaré planteando la tesis fundamental que me propongo sustentar: los conceptos de cultura e identidad son conceptos estrechamente interrelacionados e indisociables en sociología y antropología. En efecto, nuestra identidad sólo puede consistir en la apropiación distintiva de ciertos repertorios culturales que se encuentran en nuestro entorno social, en nuestro grupo o en nuestra sociedad. Lo cual resulta más claro todavía si se considera que la primera función de la identidad es marcar fronteras entre un nosotros y los “otros”, y no se ve de qué otra manera podríamos diferenciarnos de los demás si no es a través de una constelación de rasgos culturales distintivos. Por eso suelo repetir siempre que la identidad no es más que el lado subjetivo (o, mejor, intersubjetivo) de la cultura, la cultura interiorizada en forma específica, distintiva y contrastiva por los actores sociales en relación con otros actores.
Por consiguiente, para entender la identidad se requiere entender primero qué es cultura, y eso es lo que vamos a hacer a continuación.
2. Breve incursión en el territorio de la cultura
Como acabo de señalar, los conceptos de identidad y de cultura son inseparables, por la sencilla razón de que el primero se construye a partir de materiales culturales. No puedo desarrollar aquí, por supuesto, todo el proceso histórico de formación del concepto de cultura en las ciencias sociales. Diré simplemente que hemos pasado de una concepción culturalista que definía la cultura, en los años cincuenta, en términos de “modelos de comportamiento”, a una concepción simbólica que a partir de Clifford Geertz, en los años setenta, define la cultura como “pautas de significados”. Por consiguiente, Geertz restringe el concepto de cultura reduciéndolo al ámbito de los hechos simbólicos. Este autor sigue hablando de “pautas”, pero no ya de pautas de comportamientos sino de pautas de significados, que de todos modos constituyen una dimensión analítica de los comportamientos (porque lo simbólico no constituye un mundo aparte, sino una dimensión inherente a todas las prácticas). Vale la pena recordar el primer capítulo del libro de Clifford Geertz La interpretación de las culturas (1992), donde afirma, citando a Max Weber, que la cultura se presenta como una “telaraña de significados” que nosotros mismos hemos tejido a nuestro alrededor y dentro de la cual quedamos ineluctablemente atrapados (p. 20).
Pero demos un paso más: no todos los significados pueden llamarse culturales, sino sólo aquellos que son compartidos y relativamente duraderos, ya sea a nivel individual, ya sea a nivel histórico, es decir, en términos generacionales (Strauss y Quin, 1997: 89 ss.). Así, por ejemplo, hay significados vinculados con mi biografía personal que para mí revisten una enorme importancia desde el punto de vista individual e idiosincrásico, pero que ustedes no comparten y tampoco yo deseo compartir. A éstos no los llamamos significados culturales. Y tampoco son tales los significados efímeros de corta duración, como ciertas modas intelectuales pasajeras y volátiles.
A esto debe añadirse otra característica: muchos de estos significados compartidos pueden revestir también una gran fuerza motivacional y emotiva (como suele ocurrir en el campo religioso, por ejemplo). Además, frecuentemente tienden a desbordar un contexto particular para difundirse a contextos más amplios. A esto se le llama “tematicidad” de la cultura, por analogía con los temas musicales recurrentes en diferentes piezas o con los “motivos” de los cuentos populares que se repiten como un tema invariable en muchas narraciones. Así, por ejemplo, el símbolo de la maternidad, que nosotros asociamos espontáneamente con la idea de protección, calor y amparo, es un símbolo casi universal que desborda los contextos particulares. Recordemos la metáfora de la “tierra madre” que en los países andinos se traduce como la “Pacha Mama”.
En resumen: la cultura no debe entenderse nunca como un repertorio homogéneo, estático e inmodificable de significados. Por el contrario, puede tener a la vez “zonas de estabilidad y persistencia” y “zonas de movilidad” y cambio. Algunos de sus sectores pueden estar sometidos a fuerzas centrípetas que le confieran mayor solidez, vigor y vitalidad, mientras que otros sectores pueden obedecer a tendencias centrífugas que los tornan, por ejemplo, más cambiantes y poco estables en las personas, inmotivados, contextualmente limitados y muy poco compartidos por la gente dentro de una sociedad.
Pero lo importante aquí, como ya señalamos, es tener en cuenta que no todos los repertorios de significados son culturales, sino sólo aquellos que son compartidos y relativamente duraderos.
Las consideraciones precedentes pueden parecer un tanto abstractas, pero basta un breve ejercicio de reflexión y autoanálisis para percatarnos de su carácter concreto y vivencial. En efecto, si miramos con un poco de detenimiento a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que estamos sumergidos en un mar de significados, imágenes y símbolos. Todo tiene un significado, a veces ampliamente compartido, en torno nuestro: nuestro país, nuestra familia, nuestra casa, nuestro jardín, nuestro automóvil y nuestro perro; nuestro lugar de estudio o de trabajo, nuestra música preferida, nuestras novias, nuestros amigos y nuestros entretenimientos; los espacios públicos de nuestra ciudad, nuestra iglesia, nuestras creencias religiosas, nuestro partido y nuestras ideologías políticas. Y cuando salimos de vacaciones, cuando caminamos por las calles de la ciudad o cuando viajamos en el metro, es como si estuviéramos nadando en un río de significados, imágenes y símbolos. Todo esto, y no otra cosa, son la cultura o, más precisamente, nuestro “entorno cultural”.
Pero necesitamos dar un paso más para destacar lo siguiente: por una parte los significados culturales se objetivan en forma de artefactos o comportamientos observables, llamados también “formas culturales” por John B. Thompson (1998: 202 y ss), por ejemplo, obras de arte, ritos, danzas…; y por otra se interiorizan en forma de “habitus”, de esquemas cognitivos o de representaciones sociales. En el primer caso tenemos lo que Bourdieu (1985: 86 ss.) llamaba “simbolismo objetivado” y otros “cultura pública”, mientras que en el último caso tenemos las “formas interiorizadas” o “incorporadas” de la cultura.
Por supuesto que existe una relación dialéctica e indisociable entre ambas formas de la cultura. Por una parte, las formas interiorizadas provienen de experiencias comunes y compartidas, mediadas por las formas objetivadas de la cultura; y por otra, no se podría interpretar ni leer siguiera las formas culturales exteriorizadas sin los esquemas cognitivos o “habitus” que nos habilitan para ello. Esta distinción es una tesis clásica de Bourdieu (1985: 86 ss.) que para mí desempeña un papel estratégico en los estudios culturales, ya que permite tener una visión integral de la cultura, en la medida en que incluye también su interiorización por los actores sociales. Más aún, nos permite considerar la cultura preferentemente desde el punto de vista de los actores sociales que la interiorizan, la “incorporan” y la convierten en sustancia propia. Desde esta perspectiva podemos decir que no existe cultura sin sujeto ni sujeto sin cultura.
Estas consideraciones revisten considerable importancia para evaluar críticamente ciertas tesis “postmodernas” como la de la “hibridación cultural”, que sólo toma en cuenta la génesis o el origen de los componentes de las “formas culturales” (v.g. en la música, en la arquitectura y en la literatura), sin preocuparse por los sujetos que las producen, las consumen y se las apropian reconfigurándolas o confiriéndoles un nuevo sentido. Bajo este ángulo, la tesis carece de originalidad, ya que sabemos desde Franz Boas que todas las formas culturales son híbridas desde el momento en que se ha generalizado el contacto intercultural. Es una tesis trillada de lo que suele llamarse “difusionismo” en Antropología. Pero las formas interiorizadas de la cultura se caracterizan precisamente por la tendencia a recomponer y reconfigurar lo “híbrido”, confiriéndole una relativa unidad y coherencia. Con otras palabras, no se puede interiorizar lo híbrido en cuanto híbrido, ni mantener por mucho tiempo lo que los psicólogos llaman “disonancias cognitivas” salvo en situaciones psíquicamente patológicas.
Resumamos lo expuesto de
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