LA CARTA DEL ARQUITECTO
CEAREDSíntesis20 de Febrero de 2015
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LA CARTA DEL ARQUITECTO
Hace poco leí una sentencia terrible. L. E. Boullée sostenía que “Dios castiga a los pueblos haciendo desaparecer a sus arquitectos”. La cita me recordó con perversidad a nuestra ciudad de La Paz[1], a su arquitectura y a sus arquitectos. Como no me gusta esta condena, me permito escribirte sobre las cualidades que debes cultivar para sobrellevar el oficio de la arquitectura, esa ocupación que, como ya sientes, es tan hermosa como ingrata y tan deseada como esquiva.
Mi encuentro con el oficio de la arquitectura, ha sido un recorrido largo, solitario y muy complejo ya sea por mis propias limitaciones iniciales, por la incapacidad de mis docentes o por la mezquindad de los consagrados que conocí. Por esa experiencia, no quiero reservarme pequeños secretos y te escribo esta reflexión para que puedas conservar intacto tu espíritu, porque el oficio de la arquitectura te consumirá sin clemencia. No pretendo escribirte del cómo hacer arquitectura, eso es para los que se creen docentes, solamente te revelo unas claves para aguantar a la más bella e ingrata de las artes.
Lo primero y más importante es tener creatividad, es poseer esa facultad innata que te hace diferente a los demás y en algún momento de tu vida te das cuenta que eres un transformador positivo y lúdico de lo que te rodea. No soy un arquitecto demagogo que cree en la “democracia morbosa” de innumerables masas de creadores. Soy de los pocos que sostienen que la belleza no es relativa y es, más bien, despiadadamente absoluta. Ella encuentra en múltiples sendas, variadas expresiones que son válidas en cualquier tiempo y para cualquier raza. Pero, debes aceptar que la creatividad no la aprendes y sólo si la tienes, la desarrollas; y para ello, te aconsejo que cultives la doble contemplación. Por un lado debes reconocerte a ti mismo, saber quién eres con una genuina contemplación interna. Este ejercicio auto contemplativo, no es una receta de un libro de autoayuda, es el reconocimiento pleno del artista que llevas dentro, ya sea como un artista saenziano[2] o si prefieres, como una beata mojigata pero creativa. Reconocerte te ayudará a no vivir sólo para lo externo o para la fachada, te ayudará a encontrar esa línea genuina que, partiendo de las entrañas, encontrará naturalmente su expresión externa. Con esa introspección podrás ver a la ciudad con sensibilidad y sentirás muy claramente el castigo divino; percibirás que las construcciones no nacen de las entrañas y sólo son muestras de figuraciones externas y propias de una sociedad de mercachifles. Con ese ejercicio auto contemplativo sentirás que las obras nacieron muertas, sin espíritu interior, en suma, sin un verdadero arquitecto.
La segunda contemplación que te aconsejo es la externa, aquella que te ayuda a ubicarte en tu mundo natural y social. Esta es una facultad que, a diferencia del “análisis del entorno”, de la mirada a la revista de arquitectura de moda, o de la fijación babosa a la pantalla del ordenador, es esa mirada sensible que reconoce sin ambages el destino de nuestras obras y su responsabilidad en este sitio y en este tiempo. Es aquella contemplación que recoge el espíritu del lugar, que se funde en él y es capaz de motivar un gesto arquitectónico como un tributo de un mortal entre el cielo y la tierra.
Lo segundo, y también muy importante, es tener pasión; aquélla desmesurada vehemencia que le mueve a Jean Nouvel a afirmar que: “por mi arquitectura yo mato”. No conozco buen arquitecto que no sea un apasionado despiadado de su obra. La arquitectura no es oficio de timoratos ni de pusilánimes. Por eso, debes desarrollar una afición vehemente a tu trabajo y a tus ideas; debes estar siempre por encima de tus docentes y tus referentes; debes enjugar la baba por los arquitectos del exterior y empezar tu carrera con un alboroto de ánimo que
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