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LA ORACIÓN DEL SEÑOR


Enviado por   •  22 de Junio de 2015  •  5.982 Palabras (24 Páginas)  •  144 Visitas

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5 LA ORACIÓN DEL SEÑOR Como hemos visto, el Sermón de la Montaña traza un cuadro completo de la humanidad auténtica. Nos quiere mostrar cómo se llega a ser hombre. Sus ideas fundamentales se podrían resumir en la afirmación: el hombre sólo se puede comprender a partir de Dios, y sólo viviendo en relación con Dios su vida será verdadera. Sin embargo. Dios no es alguien desconocido y lejano. Nos muestra su rostro en Jesús; en su obrar y en su voluntad reconocemos los pensamientos y la voluntad de Dios mismo. Puesto que ser hombre significa esencialmente relación con Dios, está claro que incluye también el hablar con Dios y el escuchar a Dios. Por ello, el Sermón de la Montaña comprende también una enseñanza sobre la oración; el Señor nos dice cómo hemos de orar. En Mateo, la oración del Señor está precedida por una breve catcquesis sobre la oración que, ante todo, nos quiere prevenir contra las formas erróneas de rezar. La oración no ha de ser una exhibición ante los hombres; requiere esa discreción que es esencial en una relación de amor. Nos dice la Escritura que Dios se dirige a cada uno llamándolo por su nombre, que ningún otro conoce (cf. Ap 2, 17). El amor de Dios por cada uno de nosotros es totalmente personal y lleva en sí ese misterio de lo que es único y no se puede divulgar ante los hombres. Esta discreción esencial de la oración no excluye la dimensión comunitaria: el mismo Padrenuestro es una oración en primera persona del plural, y sólo entrando a formar parte del «nosotros» de los hijos de Dios podemos traspasar los límites de este mundo y elevamos hasta Dios. No obstante, este «nosotros» reaviva lo más íntimo de mí persona; al rezar, siempre han de compenetrarse el aspecto exclusivamente personal y el comunitario, como veremos más de cerca en la explicación del Padrenuestro. Así como en la relación entre hombre y mujer existe la esfera totahnente personal, que necesita el abrigo protector de la discreción, pero que en la relación matrimonial y familiar comporta también por su naturaleza una responsabilidad púbHca, lo mismo sucede en la relación con Dios: el «nosotros» de la comunidad que ora y la dimensión personalísima de lo que sólo se comparte con Dios se compenetran mutuamente. Otra forma equivocada de rezar ante la cual el Señor nos pone en guardia es la palabrería, la verborrea con la que se ahoga el espíritu. Todos nosotros conocemos el peligro de recitar fórmulas resabidas mientras el espíritu parece estar ocupado en otras cosas. Estamos mucho más atentos cuando pedimos algo a Dios aquejados por una pena interior o cuando le agradecemos con corazón jubiloso un bien recibido. Pero lo más importante, por encima de tales situaciones momentáneas, es que la relación con Dios permanezca en el fondo de nuestra alma. Para que esto ocurra, hay que avivar continuamente dicha relación y referir siempre a ella los asuntos de la vida cotidiana. Rezaremos tanto mejor cuanto más profundamente esté enraizada en nuestra ahna la orientación hacia Dios. Cuanto más sea ésta el fundamento de nuestra existencia, más seremos hombres de paz. Seremos más capaces de soportar el dolor, de comprender a los demás y de abrimos a ellos. Esta orientación que impregna toda nuestra conciencia, a la presencia silenciosa de Dios en el fondo de nuestro pensar, meditar y ser, nosotros la llamamos «oración continua». Al fin y al cabo, esto es también lo que queremos decir cuando hablamos de «amor de Dios»; al mismo tiempo, es la condición más profunda y la fuerza motriz del amor al prójimo. Esta oración verdadera, este estar ulteriormente con Dios de manera silenciosa, necesita un sustento y para ello, sirve la oración que se expresa con palabras, imágenes y pensamientos. Cuanto más presente está Dios en nosotros, más podemos estar verdaderamente con El en la oración vocal. Pero puede decirse también a la inversa: la oración activa hace realidad y profundiza nuestro estar con Dios. Esta oración puede y debe brotar sobre todo de nuestro corazón, de nuestras penas, esperanzas, alegrías, suMmientos; de la vergüenza por el pecado, así como de la gratitud por el bien, siendo así una oración totalmente personal. Pero nosotros siempre necesitamos también el apoyo de esas plegarias en las que ha tomado forma el encuentro con Dios de toda la Iglesia, y de cada persona dentro de ella. En efecto, sin estas ayudas para la oración, nuestra plegaria personal y nuestra imagen de Dios se hacen subjetivas y termman por reñejar más a nosotros que al Dios vivo. En las fórmulas de oración que han surgido primero de la fe de Israel y después de la fe de los que oran como miembros de la Iglesia, aprendemos a conocer a Dios y

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Papa Benedicto XVI Jesús de Nazaret

a conocemos a nosotros mismos. Son una escuela de oración y, por tanto, un estímulo para cambiar y abrir nuestra vida. San Benito lo formuló en su Regla: «Mens riostra concordet voci nostrae», que nuestro espíritu concuerde con nuestra voz (Reg., 19, 7). Normalmente, el pensamiento se adelanta a la palabra, busca y conforma la palabra. Pero en la oración de los Salmos, en la oración litúrgica en general, sucede al revés: la palabra, la voz, nos precede, y nuestro espíritu tiene que adaptarse a ella. En efecto, los hombres, por nosotros mismos, no sabemos «pedir lo que nos conviene» (Rm 8, 26): estamos muy distantes de Dios y El es demasiado grande y misterioso para nosotros. Por eso Dios ha venido en nuestra ayuda: Él mismo nos sugiere las palabras para la oración y nos enseña a rezar; con las palabras de oración que nos ha dejado, nos permite ponemos en camino hacia Él, conocerlo poco a poco a través de la oración con los hermanos que nos ha dado y, en definitiva, acercamos a Él. En Benito, la frase antes citada se refiere directamente a los Salmos, el gran libro de oración del pueblo de Dios en la Antigua y en la Nueva Alianza: éstas son palabras que el Espíritu Santo ha dado a los hombres, son Espíritu de Dios que se ha hecho palabra. De esta manera, rezamos «en el Espíritu», con el Espíritu San to. Naturalmente, esto se puede decir con mayor razón aún del Padrenuestro: san Cipriano dice que, cuando lo rezamos, rezamos a Dios con las palabras que Dios mismo nos ha transmitido. Y añade: cuando recitamos el Padrenuestro se cumple en nosotros la promesa de Jesús respecto a los verdaderos adoradores, a los que adoran al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Cristo, que es la Verdad, nos ha dado estas palabras y en ellas nos da el Espíritu Santo (De dom. or., 2). De esta manera se destaca un elemento propio de la mística cristiana. Esta no es en primer lugar un sumergirse en sí mismo, sino un encuentro con el Espíritu de Dios en la palabra que nos precede, un encuentro con el Hijo y con el Espíritu Santo

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