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La Raza cósmica(fragmento)


Enviado por   •  26 de Mayo de 2013  •  4.546 Palabras (19 Páginas)  •  596 Visitas

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La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana

José Vasconcelos

(1882-1959)

La raza cósmica, en Obras Completas, t. II, México: Libreros Mexicanos, 1958, p. 903-942.

Prólogo

Es tesis central del presente libro que las distintas razas del mundo tienden a mezclarse cada vez más, hasta formar un nuevo tipo humano, compuesto con la selección de cada uno de los pueblos existentes ...

Queda, sin embargo, por averiguar si la mezcla ilimitada e inevitable es un hecho ventajoso para el incremento de la cultura o si, al contrario, ha de producir decadencias, que ahora ya no sólo serían nacionales, sino mundiales. Problema que revive la pregunta que se ha hecho a menudo el mestizo: « ¿Puede compararse mi aportación a la cultura con la obra de las razas relativamente puras que han hecho la historia hasta nuestros días, los griegos, los romanos, los europeos?». Y dentro de cada pueblo, ¿cómo se comparan los períodos de mestizaje con los períodos de «homogeneidad racial creadora»?

I. El mestizaje

Desde los primeros tiempos, desde el descubrimiento y la conquista, fueron castellanos y británicos, o latinos y sajones, para incluir por una parte a los portugueses y por otra al holandés, los que consumaron la tarea de iniciar un nuevo período de la Historia conquistando y poblando el hemisferio nuevo. Aunque ellos mismos solamente se hayan sentido colonizadores, trasplantadores de cultura, en realidad establecían las bases de una etapa de general y definitiva transformación. Los llamados latinos, poseedores de genio y de arrojo, se apoderaron de las mejores regiones, de las que creyeron más ricas, y los ingleses, entonces, tuvieron que conformarse con lo que les dejaban gentes más aptas que ellos. Ni España ni Portugal permitían que a sus dominios se acercase el sajón, ya no digo para guerrear, ni siquiera para tomar parte en el comercio. El predominio latino fue indiscutible en los comienzos. Nadie hubiera sospechado, en los tiempos del laudo papal que dividió el Nuevo Mundo entre Portugal y España, que unos siglos más tarde ya no sería el Nuevo Mundo portugués ni español, sino más bien inglés. Nadie hubiera imaginado que los humildes colonos del Hudson y del Delaware, pacíficos y hacendosos, se irían apoderando paso a paso de las mejores y mayores extensiones de la tierra, hasta formar la república que hoy constituye uno de los mayores imperios de la Historia.

Pugna de latinidad contra sajonismo ha llegado a ser, y sigue siendo, nuestra época; pugna de instituciones, de propósitos y de ideales. Crisis de una lucha secular que se inicia con el desastre de la Armada Invencible y se agrava con la derrota de Trafalgar. Sólo que desde entonces el sitio del conflicto comienza a desplazarse y se traslada al continente nuevo, donde tuvo todavía episodios fatales. Las derrotas de Santiago de Cuba y de Cavite y Manila son ecos distantes pero lógicos de las catástrofes de la Invencible y de Trafalgar. Y el conflicto está ahora planteado totalmente en el Nuevo Mundo. En la Historia, los siglos suelen ser como días; nada tiene de extraño que no acabemos todavía de salir de la impresión de la derrota. Atravesamos épocas de desaliento, seguimos perdiendo no sólo en soberanía geográfica, sino también en poderío moral. Lejos de sentirnos unidos frente al desastre, la voluntad se nos dispersa en pequeños y vanos fines. La derrota nos ha traído la confusión de los valores y los conceptos; la diplomacia de los vencedores nos engaña después de vencernos; el comercio nos conquista con sus pequeñas ventajas. Despojados de la antigua grandeza, nos ufanamos de un patriotismo exclusivamente nacional, y ni siquiera advertimos los peligros que amenazan a nuestra raza en conjunto . Nos negamos los unos a los otros. La derrota nos ha envilecido a tal punto que, sin darnos cuenta, servimos los fines de la política enemiga de batirnos en detalle, de ofrecer ventajas particulares a cada uno de nuestros hermanos, mientras al otro se le sacrifica en intereses vitales. No sólo nos derrotaron en el combate; ideológicamente también nos siguen venciendo. Se perdió la mayor de las batallas el día en que cada una de las repúblicas ibéricas se lanzó a hacer vida propia, vida desligada de sus hermanos (concertando tratados y recibiendo beneficios falsos), sin atender a los intereses comunes de la raza. Los creadores de nuestro nacionalismo fueron, sin saberlo, los mejores aliados del sajón, nuestro rival en la posesión del Continente. El despliegue de nuestras veinte banderas en la Unión panamericana de Washington deberíamos verlo como una burla de enemigos hábiles. Sin embargo, nos ufanamos cada uno de nuestro humilde trapo, que dice ilusión vana, y ni siquiera nos ruboriza el hecho de nuestra discordia delante de la fuerte unión norteamericana. No advertimos el contraste de la unidad sajona frente a la anarquía y soledad de los escudos iberoamericanos. Nos mantenemos celosamente independientes respecto de nosotros mismos; pero de una o de otra manera nos sometemos o nos aliamos con la Unión sajona . Ni siquiera se ha podido lograr la unidad nacional de los cinco pueblos centroamericanos, porque no ha querido darnos su venia un extraño y porque nos falta el patriotismo verdadero que sacrifique el presente al porvenir. Una carencia de pensamiento creador y un exceso de afán crítico, que por cierto tomamos prestado de otras culturas, nos lleva a discusiones estériles, en las que tan pronto se niega como se afirma la comunidad de nuestras aspiraciones; pero no advertimos que a la hora de obrar, y pese a todas las dudas de los sabios ingleses, el inglés busca la alianza de sus hermanos de América y de Australia, y entonces el yanqui se siente tan inglés como el inglés en Inglaterra. Nosotros no seremos grandes mientras el español de la América no se sienta tan español como los hijos de España. Lo cual no impide que seamos distintos cada vez que sea necesario, pero sin apartarnos de la más alta misión común . Así es menester que procedamos, si hemos de lograr que la cultura ibérica acabe de dar todos sus frutos, si hemos de impedir que en la América triunfe sin oposición a la cultura sajona. Inútil es imaginar otras soluciones. La civilización no se improvisa ni se trunca, ni puede hacerse partir del papel de una constitución política; se deriva siempre de una larga, de una secular preparación y depuración de elementos que se transmiten y se combinan desde los comienzos de la Historia. Por eso resulta tan torpe hacer comenzar nuestro patriotismo con el grito de independencia del padre Hidalgo, o con la conspiración de Quito, o con las hazañas de Bolívar, pues si no lo arraigamos

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