La serpiente
eldelatareaTutorial18 de Febrero de 2012
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Cuentos, historietas y fábulas
Marqués de Sade
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ÍNDICE
La serpiente
Agudeza gascona
El fingimiento feliz (o la ficción afortunada)
El alcahuete castigado
Un obispo en el atolladero
El resucitado
Discurso provenzal
¡Que me engañen siempre así!
El esposo complaciente
Aventura incomprensible, pero atestiguada por toda una provincia
La flor del castaño
El preceptor filósofo
La mojigata o el encuentro inesperado
Emilia de Tourville o la crueldad fraterna
Agustina de Villeblanche o la estratagema del amor
Hágase como se ordena
El presidente burlado
La Ley del talión
El cornudo de sí mismo o la reconciliación ines¬perada
Hay sitio para los dos
El marido escarmentado
El marido cura
La castellana de Longeville o la mujer vengada
Los estafadores
LA SERPIENTE
Todo el mundo conoció a principios de este siglo a la señora presidente de C..., una de las mujeres más agra¬dables y bonitas de Dijon, y todos la han visto acariciar y acoger públicamente en su lecho a la serpiente blanca que va a ser la protagonista de esta anéc-dota.
-Este animal es el mejor amigo que tengo en el mun¬do -le comentaba un día a una dama extranjera que ha¬bía ido a verla y que mostraba curiosidad por conocer la razón de las atenciones que la bella presidente prodiga¬ba a su serpiente-. En otro tiempo amé apasionada¬mente -prosiguió ésta-, señora, a un joven encanta¬dor que se vio obligado a alejarse de mí para ir a cosechar laureles; al margen de nuestros encuentros convenidos, él me había pedido que, siguiendo su ejemplo, a unas horas determinadas nos retiráramos cada uno por nues¬tro lado a algún paraje solitario para no ocuparnos de nada en absoluto más que de nuestra ternura. Un día, a las cinco de la tarde, cuando iba a recogerme en un pe¬queño pabellón al extremo de mi jardín, para serle fiel en mi promesa, convencida de que ningún animal de esta clase hubiera nunca podido penetrar en el jardín, de pron¬to descubrí a mis pies a este encantador animalillo, al que, como bien podéis ver, idolatro. Quise huir; la ser¬piente se tendió delante de mí, parecía pedirme perdón, parecía asegurarme que bien lejos estaba de querer ha¬cerme ningún daño; me paro, la observo; al verme tran¬quila se acerca, hace cien cabriolas a mis pies, unas más de prisa que las otras; no puedo contenerme y le paso mi mano por encima, con su cabeza la acaricia delicada¬mente, la cojo y la pongo sobre mis rodillas, se arrebu¬ja en ellas y parece que duerme. Una sensación de in¬quietud se apodera de mi... De mis ojos se escapan, a pesar mío, unas lágrimas que bañan a este animalillo en-cantador... Despertada por mi dolor, me mira..., gime..., alza su cabeza hasta mi seno..., lo acaricia y de nuevo se desploma anonadado... ¡Oh, cielos -grité-, todo se ha acabado; mi amante ha muerto! Abandoné aquel funes¬to lugar llevando conmigo a esta serpiente, a la que un misterioso sentimiento parece ligarme a pesar mío... Advertencias fatales de una voz desconocida cuyos ecos, señora, podéis interpretar como os guste, pero ocho días más tarde recibo la noticia de que mi amante había sido muerto en el preciso instante en que apareció la serpiente; nunca he querido separarme de este animal; sólo a mi muerte me abandonará; después de aquello me casé, pero con la explícita condición de que no la apartaría de mi lado.
Y tras estas palabras la gentil presidente cogió la ser¬piente, la recostó contra su seno y le hizo dar, como si fuera un podenco, cien vueltas delante de la dama que la interrogaba.
¡Oh, Providencia!, si esta aventura es tan cierta como lo asegura toda la provincia de Borgoña, ¡qué inexcru¬tables son tus designios!
AGUDEZA GASCONA
Un oficial gascón había recibido de Luis XIV una gra¬tificación de ciento cincuenta do-blones y, recibo en mano, entra sin hacerse anunciar en casa del señor Colbert, que estaba sentado a la mesa con varios caballeros.
-Señores, ¿cuál de vosotros -pregunta con un acen¬to que delataba su patria-, quién, os lo ruego, es el se¬ñor Colbert?
-Yo, señor -le responde el ministro-. ¿En qué pue¬do serviros?
-Una fruslería, señor. Se trata tan sólo de una grati¬ficación de ciento cincuenta doblones que es preciso que me descontéis en seguida.
El señor Colbert, que se da perfecta cuenta de que el personaje se prestaba a la burla, le pide permiso para acabar de cenar y, para que no se impaciente, le ruega que se siente a la mesa con él.
-Con mucho gusto -contestó el gascón-, exce¬lente idea, pues no he cenado todavía.
Terminada la comida, el ministro, que ha tenido tiem¬po de prevenir al encargado ma-yor, dice al oficial que ya puede subir al despacho, que su dinero le espera; el gas¬cón sube... pero no le entregan más que cien doblones.
-¿Queréis bromear, señor? -dice al funcionario-. ¿O no véis que mi orden dice ciento cincuenta?
-Señor -le contesta el escribiente-, veo perfecta¬mente vuestra orden, pero os descuento cincuenta do¬blones por la cena.
-¡Pardiez, cincuenta doblones! Si en mi posada me cuesta sólo diez sueldos!
-Os creo, pero allí no tenéis el honor de cenar con un ministro.
-Perfectamente -replica el gascón-, en ese caso, señor, guardároslo todo; mañana traeré a uno de mis ami¬gos y estamos en paz.
La respuesta y la broma que le había provocado hi¬cieron reír durante un rato a la corte; se añadieron los cincuenta doblones a la gratificación del gascón, que re¬gresó triunfalmente a su tierra, hizo el elogio de las ce¬nas del señor Colbert, de Versalles y de cómo era allí re¬compensado el ingenio del Garona.
EL FINGIMIENTO FELIZ (O LA FICCIÓN AFORTUNADA)
Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal de no llegar hasta el fin con un amante, pueden al menos permitirse, sin ofender a su esposo, un cierto comercio de galantería, y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si su caída hu¬biera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí pro¬ponemos como máxima.
Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac creyó que ciertas cartas galantes, escritas y recibidas por ella y por el barón Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas y que si, por desgracia, llega¬ban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equi¬vocó... El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sospecha el intercambio, interroga a una doncella, se apodera de una carta, al principio no encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita para alimentar sus sospechas, coge una pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un pose¬so en la habitación de su mujer...
-Señora, he sido traicionado -le ruge enfurecido-; leed este billete: él me lo aclara, ya no hay tiempo para juzgar, os concedo la elección de vuestra muerte.
La marquesa se defiende, jura a su marido que está equivocado, que puede ser, es ver-dad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de cri¬men alguno.
-¡Ya no me convenceréis, pérfida! -le contesta el marido furibundo-, ¡ya no me convenceréis! Elegid rá¬pidamente o al instante este arma os privará de la luz del día.
La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se de¬cide por el veneno; toma la copa y lo bebe. -¡Deteneos!-le dice su esposo cuando ya ha bebi¬do parte-, no pereceréis sola; odiado por vos, traicio¬nado por vos, ¿qué querríais que hiciera yo en el mun¬do? -y tras decir esto bebe lo que queda en el cáliz.
-¡Oh, señor! -exclama la señora de Guissac-. En terrible trance en que nos habéis colo-cado a ambos, no me neguéis un confesor ni tampoco el poder abrazar por última vez a mi padre y a mi madre.
Envían a buscar en seguida a las personas que esta desdichada mujer reclama, se arroja a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protesta que no es cul¬pable de nada. Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree traicionado y que castiga a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo que¬da la desesperación y el llanto brota de todos por igual. Mientras tanto llega el confesor...
-En este atroz instante de mi vida -dice la mar¬quesa- deseo, para consuelo de mis pa-dres y para el honor de mi memoria, hacer una confesión pública -y empieza a acusarse en voz alta de todo aquello que su conciencia le reprocha desde que nació.
El marido, que está atento y que no oye citar al barón de Aumelach, convencido de que en semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante de alegría.
-¡Oh, mis queridos padres! -exclama abrazando al mismo tiempo a su suegro y a su suegra-, consolaos y que vuestra hija me perdone el miedo que la he hecho pasar, tantas preocupaciones me produjo que es lícito que le devuelva unas cuantas. No hubo nunca ningún veneno en lo que hemos tomado, que esté tranquila; cal¬mémonos todos y que por lo menos aprenda que una mu¬jer verdaderamente honrada no sólo no debe cometer el mal,
...