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Los Brujos De Ilamatepeque


Enviado por   •  10 de Abril de 2015  •  1.833 Palabras (8 Páginas)  •  526 Visitas

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El retorno de los hermanos

Libro primeroEl Regreso

Se han detenido en la colina dos hombres descalzos, medianos de estatura, robustos, de legítima estirpe indígena. Sus sombreros empalmados, de ilama, están sucios, como sus pantalones y camisas de manta dril. Cada uno lleva su maleta cargada con mecapal y su cuchillo envainado, pendiente del cinturón de cuero.

Ambos se han detenido para contemplar con regocijo el poblado de Ilamatepeque, tendido a sus pies en la planicie, junto al río Ulúa, en el departamento de Santa Bárbara. Una sonrisa grata ilumina sus rostros cobrizos y. tostados de soles y vientos. Les embarga la emoción del retorno a su pueblo, después de tantos años de ausencia. Y, no obstante el tiempo, parece que nada ha cambiado. Ahí está la iglesia, aún sin repellar, con sus altas torres y su silencio; quizás es la misma cruz del perdón, frente a la plaza quieta, donde los burros sestean bajo los jiquilites. Allá, el Cabildo Municipal, o sea la Sala Consistorial, con su misma puerta ancha y su corredor de pilastras blancas, donde el Alcalde solía reunir al pueblo para las grandes determinaciones comunales. La casa blanca, encalada, de Gervasio Lázaro, el buen don Gervasio, que les arrendaba tierras para sus maizales y frijolares. También se ve la casa de don Antonio Tróchez, con su cerco de piedra y sus árboles frutales, donde siempre vigilaban unos perros terribles. Don Antonio era el padrino de casi todos los jóvenes del lugar. Se contemplaban, asimismo, el Barrio Arriba y el Barrio Abajo. Además, las barracas antiguas, en cuyos patios rojizos, las mujeres tejían obras de palma o elaboraban el mezcal del henequén para los señores de Santa Bárbara.

Los dos hombres se beben todo el panorama bucólico del pueblo con sed de cariño y de recuerdos. Ahí pasaron su niñez y su adolescencia; ahí aprendieron a trabajar y a endurecer la vida en las labores campesinas, junto a los ilamatepeques, sus hermanos de sangre y religión.

– ¡Al fin, mano Teo! ¡Hacía un tiempal que no mirábamos nuestro pueblo! ¡Está igualito!

– Ni más ni menos. Mire: hasta el mismo palo ensebado para los cipotes, en las fiestas de San Cristóbal.

– Pero muchas gentes deben haber «pelado el ojo».

– Eso sí, manito, aunque aquí, a lo mejor, ni «la pelona» pasa.

Ríen con más anchura y, a pasos largos, bajan la colina por el sendero pedregoso. Les entusiasman los maizales en flor, los ayotales y sandiales, que ya tienen frutos; los zanates y las pionas, impacientes en espera de las mazorcas que han de devorar, aún en contra de la presencia de los espanta‑pájaros y los gritos de los hombres enojados.

Cipriano y Doroteo Cano, hijos de la misma sangre, van contentos hacia donde está ubicada su casa antigua, al otro lado del pueblo, y donde estarán sus progenitores, sin pensar que sus hijos vienen de regreso. ¡Qué sorpresa se van a llevar los viejos al ver llegar a sus hijos, por tanto tiempo perdidos! Los pensamientos gratos de los dos hombres, relinchan como potros en la llanura.

En la ribera sombreada del Ulúa, hay varias mujeres, indígenas como ellos; lavan el maíz cocido, para tortillas, utilizando grandes guacales, mientras otras muchachas, conversando animadamente, llenan tinajas de barro con agua transparente para llevarla a sus casas, cargándola en la cabeza sobre un yagual. Todas andan descalzas.

– Buenas tardes, niñas.

– Buenas tardes, cristianos.

Por mucho que ellos escrutan, queriendo reconocer a alguna de las muchachas, es muy difícil, Son caras desconocidas. En voz baja, las mujeres se preguntan que quiénes serán esos forasteros porque ninguna los conoce. Es hasta después de pasar el río Ulúa, cuando van trotando hacia las chozas del Barrio Abajo, a orillas del poblado, que una mujer madura, Narcisa López, sacando de su baúl de recuerdos hasta el último trapo, reconoce a los hombres.

– ¡Esos dos no son forasteros: ellos son Cipriano y Doroteo Cano, los hijos del finado Chilo! ¡Vaya, sí aquí todo el mundo los creía muertos!

– ¿Los hermanos Cano?

– Si, mujer. Son ellos. Lo podría jurar. ¿Dónde andarían perdidos tantos años?

– Sepa macho. Los hombres son piedras que andan, pero siempre vuelven a su cerro.

– ¡Ah! ¿Son los Canito? ‑exclama una de las lavadoras de maíz, asustada‑ ¡Válganos la Virgen de los Desamparados! ¡El «Coludo» viene con ellos!

– ¿Por qué, mujer? ¡Vos estás loca! Son buenas gentes.

– ¡Codo! Aquí se supo que eran de los que andaban con el tal Chico Morazán, a quien Dios tenga en los avernos.

– No hay que hablar así; nadie sabe de dónde vienen y ya vos estás con la lengua larga.

Aquello fue suficiente para que en Ilamatepeque se enteraran del retorno de los hermanos Cano, oriundos del lugar. Ellos, por los solares baldíos, van casi corriendo hacia su antigua choza. Están apurados por abrazar a sus padres. Sin embargo, al llegar quedan perplejos; la casa está cerrada, abandonada. El patio lleno de hierbas altas; las paredes derruidas; una puerta quebrada y abierta, por donde se meten los chanchos, ratones, lagartijas, alimañas y víboras. La cocina, caída en parte. Todo ruinas; todo abandonado. Hasta el sangarro del patio donde molían cañas, está inutilizado.

– Se me hace que algo pasó a los viejos –dice Cipriano con el corazón impulsivo; pero calla la palabra que puede dar forma a su pensamiento.

– Si se habrán muerto, mano…

Abren las puertas carcomidas y hacen huir a media docena de cerdos que estaban adentro. Huele mal. Una solera está caída. Hay muebles viejos; una cama forrada de cuero; una mesa paticoja; unos taburetes sin sentadera; ollas de barro quebradas y una serie de cosas en desorden y cubiertas de polvo. Muchas telarañas en las soleras y techo y penden avisperos

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