Origen De Las Especies Capitulo 10
CamilinxD24 de Febrero de 2015
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En primer lugar, habría que tener siempre presente qué clase de formas intermedias tienen que haber existido en otro tiempo, según mi teoría. Considerando dos especies cualesquiera, he encontrado difícil evitar el imaginarse formas directamente intermedias entre ellas; pero ésta es una opinión errónea; hemos de buscar siempre formas intermedias entre cada una de las especies y un antepasado común y desconocido, y este antepasado, por lo general, habrá diferido en algunos conceptos de todos sus descendientes modificados. Demos un ejemplo sencillo: la paloma colipavo y la buchona descienden ambas de la paloma silvestre; si poseyésemos todas las variedades intermedias que han existido en todo tiempo, tendríamos dos series sumamente completas entre ambas y la paloma silvestre; pero no tendríamos variedades directamente intermedias entre la colipavo y la buchona; ninguna, por ejemplo, que reuniese una cola algo extendida con un buche algo dilatado, que son los rasgos característicos de estas dos razas. Estas dos razas, sin embargo, han llegado a modificarse tanto, que, si no tuviésemos ninguna prueba histórica o directa sobre su origen, no hubiera sido posible el haber determinado, por la simple comparación de su conformación con la de la paloma silvestre, C. livia, si habían descendido de esta especie o de alguna otra forma próxima, tal como C. aenas.
Lo mismo ocurre con las especies naturales; si consideramos formas muy distintas, por ejemplo, el caballo y el tapir, no tenemos motivo para suponer que alguna vez existieron formas directamente intermedias entre ambas, sino entre cada una de ellas y un antepasado común desconocido. El progenitor común habrá tenido en toda su organización una gran semejanza general con el tapir y el caballo, pero en algunos puntos de conformación puede haber diferido considerablemente de ambos, hasta quizá más de lo que ellos difieren entre sí. Por consiguiente, en todos estos casos seríamos incapaces de reconocer la forma madre de dos o más especies, aun cuando comparásemos la estructura de ella con las de sus descendientes modificados, a menos que, al mismo tiempo, tuviésemos una cadena casi completa de eslabones intermedios.
Apenas es posible, según mi teoría, el que de dos especies vivientes pueda una haber descendido de la otra -por ejemplo, un caballo de un tapir-, y, en este caso, habrán existido eslabones directamente intermedios entre ellas. Pero este caso supondría que una forma había permanecido sin modificación durante un período, mientras que sus descendientes habían experimentado un cambio considerable, y el principio de la competencia entre organismo y organismo, entre hijo y padre, hará que esto sea un acontecimiento rarísimo; pues, en todos los casos, las formas de vida nuevas y perfeccionadas tienden a suplantar las no perfeccionadas y viejas.
Según la teoría de la selección natural, todas las especies vivientes han estado enlazadas con la especie madre de cada género, mediante diferencias no mayores que las que vemos hoy día entre las variedades naturales y domésticas de la misma especie; y estas especies madres, por lo general extinguidas actualmente, han estado a su vez igualmente enlazadas con formas más antiguas y así retrocediendo, convergiendo siempre en el antepasado común de cada una de las grandes clases. De este modo, el número de eslabones intermediarios y de transición entre todas las especies vivientes y extinguidas tiene que haber sido inconcebiblemente grande; pero, si esta teoría es verdadera, seguramente han vivido sobre la tierra.
Tiempo transcurrido, según se deduce de la velocidad de depósito y de la extensión de la denudación
Independientemente de que no encontramos restos fósiles de estas formas de unión infinitamente numerosas, puede hacerse la objeción de que el tiempo no debe haber sido suficiente para un cambio orgánico tan grande si todas las variaciones se han efectuado lentamente. Apenas me es posible recordar al lector que no sea un geólogo práctico los hechos que conducen a hacerse una débil idea del tiempo transcurrido. El que sea capaz de leer la gran obra de sir Carlos Lyell sobre los -que los historiadores futuros reconocerán que ha producido una revolución en las ciencias naturales- y, con todo, no admita la enorme duración de los períodos pasados de tiempo, puede cerrar inmediatamente el presente libro. No quiere esto decir que sea suficiente estudiar los Principios de Geología, o leer tratados especiales de diferentes observadores acerca de distintas formaciones, y notar cómo cada autor intenta dar una idea insuficiente de la duración de cada formación y aun de cada estrato. Podemos conseguir mejor formarnos alguna idea del tiempo pasado conociendo los agentes que han trabajado y dándonos cuenta de lo profundamente que ha sido denudada la superficie de la tierra y de la cantidad de sedimentos que han sido depositados. Como Lyell ha hecho muy bien observar, la extensión y grueso de las formaciones sedimentarlas son el resultado y la medida de la denudación que ha experimentado la corteza terrestre. Por consiguiente, tendría uno que examinar por si mismo los enormes cúmulos de estratos superpuestos y observar los arroyuelos que van arrastrando barro y las olas desgastando los acantilados, para comprender algo acerca de la duración del tiempo pasado, cuyos monumentos vemos por todas partes a nuestro alrededor.
Es excelente recorrer una costa que esté formada de rocas algo duras y notar el proceso de destrucción. En la mayor parte de los casos, las mareas llegan a los acantilados dos veces al día y sólo durante un corto tiempo, y las olas no las desgastan mas que cuando van cargadas de arena o de guijarros, pues está probado que el agua pura no influye nada en el desgaste de rocas. Al fin, la base del acantilado queda minada, caen enormes trozos, y éstos, permaneciendo fijos, han de ser desgastados, partícula a partícula, hasta que, reducido su tamaño, pueden ser llevados de acá para allá por las olas, y entonces son convertidos rápidamente en cascajo, arena o barro. Pero ¡qué frecuente es ver, a lo largo de las bases de los acantilados que se retiran, peñascos redondeados, todos cubiertos por una gruesa capa de producciones marinas, que demuestran lo poco que son desgastados y lo raro que es el que sean arrastrados! Es más: si seguimos unas cuantas millas una línea de acantilado rocoso que esté experimentando erosión, encontramos que sólo en algún que otro sitio, a lo largo de alguna pequeña extensión o alrededor de un promontorio, están los acantilados sufriéndola actualmente. El aspecto de la superficie y de la vegetación muestra que en cualquiera de las demás partes han pasado años desde que las aguas bañaron su base.
Sin embargo, recientemente, las observaciones de Ramsay, a la cabeza de muchos excelentes observadores -de Jukes, Geikie, Croll y otros-, nos han enseñado que la erosión atmosférica es un agente mucho más importante que la acción costera, o sea la acción de las olas. Toda la superficie de la tierra está expuesta a la acción química del aire y del agua de lluvia, con su ácido carbónico disuelto, y, en los países fríos, a las heladas; la materia desagregada es arrastrada, aun por los declives suaves, durante las lluvias fuertes y, más de lo que podría suponerse, por el viento, especialmente en los países áridos; entonces es transportada por las corrientes y ríos, que, cuando son rápidos, ahondan sus cauces y trituran los fragmentos. En un día de lluvia vemos, aun en una comarca ligeramente ondulada, los efectos de la erosión atmosférica en los arroyuelos fangosos que bajan por todas las cuestas. Míster Ramsay y míster Whitaker han demostrado -y la observación es notabilísima- que las grandes líneas de escarpas del distrito weáldico y las que se extienden a través de Inglaterra, que en otro tiempo fueron consideradas como antiguas costas, no pueden haberse formado, de este modo, pues cada línea está constituida por una sola formación, mientras que nuestros acantilados marinos, en todas partes, están formados por la intersección de diferentes formaciones. Siendo esto así, nos vemos forzados a admitir que las líneas de escarpas deben su origen, en gran parte, a que las rocas de que están compuestas han resistido la denudación atmosférica mejor que las superficies vecinas; estas superficies, por consiguiente, han sido gradualmente rebajadas, quedando salientes las líneas de roca más dura. Nada produce en la imaginación una impresión más enérgica de la inmensa duración del tiempo -según nuestras ideas de tiempo- como la convicción, de este modo conseguida, de que han producido grandes resultados los agentes atmosféricos, que aparentemente tienen tan poca fuerza y que parecen trabajar con tanta lentitud.
Una vez impuestos así de la lentitud con que la tierra es desgastada por la acción atmosférica y litoral, es conveniente, a fin de apreciar la duración del tiempo pasado, considerar, de una parte, las masas de rocas que han sido eliminadas de muchos territorios extensos, y, de otra parte, el grosor de nuestras formaciones sedimentarias. Recuerdo que quedé impresionadísimo cuando vi islas volcánicas que habían sido desgastadas por las olas y recortadas todo alrededor, formando acantilados perpendiculares de 1.000 a 2.000 pies de altura, pues la suave pendiente de las corrientes de lava, debida a su primer estado líquido, indicaba al instante hasta dónde se había avanzado en otro tiempo en el mar las capas duras rocosas. La misma historia nos refieren, aún más claramente, las fallas, estas grandes hendeduras a lo largo de las cuales los estratos se han levantado en un lado o hundido en el otro hasta una altura o profundidad de
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