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QUE ES LA AUTORIDAD DE UN REY DISTANTE

Bryaam CBEnsayo15 de Junio de 2017

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LA AUTORIDAD DE UN REY DISTANTE

Selecciones del capítulo “El rey del Perú” extraído de:

TORRES ARANCIVIA, Eduardo (2007) Buscando un rey. El autoritarismo en la Historia del Perú. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, pp. 63-83.

La noción de Antiguo Régimen

Los historiadores siempre buscan rotular las épocas que les toca estudiar. Así surgió aquella clásica división de la historia de la humanidad que casi todos conocen: Historia Antigua, Medieval, Moderna y Contemporánea. Para mayor facilidad, los especialistas asignan incluso una fecha clave para cada cambio de época en aras de facilitar el procesamiento del conocimiento. Igual hicieron los historiadores para el caso del Perú, con lo que redujeron el pasado del país a los consabidos rótulos de Historia Incaica, Conquista, Virreinato, Emancipación y República, división que, por su contundencia, trae una serie de inconvenientes que van desde asumir que las rupturas históricas son inmediatas hasta creer que cada periodo conforma un complejo homogéneo. Por ello, muchos asumen  que el periodo republicano marcó un punto de quiebre con respecto colonial, mientras que otros consideran que la época virreinal se trató de  de casi doscientos cincuenta años sin matices de tipo alguno, por citar  solo un par de ejemplos.

No obstante estos inconvenientes, la compartimentación es útil y necesaria para organizar el conocimiento histórico. Y esta se vuelve más útil cuando recoge matices que se adentran en las múltiples secuencias que trae consigo un proceso histórico. Ocurre esto con el concepto de Antiguo Régimen, que designa, justamente, las formas sociales, culturales y políticas de la Edad Moderna (siglos XVI - XVII). Casi hasta parece una paradoja combinar adjetivos antagónicos como antiguo y moderno; sin embargo, los historiadores lo han hecho —y con fundamento—, tal como se pasará a analizar.

Fue durante la Revolución Francesa de 1789 cuando surgió la noción de Antiguo Régimen para definir a todo el periodo anterior. En otras palabras, el Antiguo Régimen fue identificado por los revolucionarios como el periodo de los reyes, de la sociedad dividida en estamentos[1] —nobleza, clero y pueblo—, de la supervivencia de algunos rasgos feudales y del absolutismo político. De esta manera, lo antiguo se volvió peyorativo frente a la nueva época que se iniciaba. Con posterioridad, el concepto de Antiguo Régimen fue retomado por los historiadores para denominar la forma de vida previa a la oleada liberal que surgió tras la revolución. En ese sentido, se intentó englobar a la sociedad europea en un periodo que iba desde el siglo XV hasta el XVIII, periodo que justamente coincidió con el de la Modernidad, que hace referencia a la propia de aquellos siglos —detectable en los campos político, filosófico y científico— que cerró definitivamente el ciclo de los señores y caballeros feudales (Goubert 1971).

Si de rasgos distintivos se trata, el Antiguo Régimen europeo se caracterizó según varias instancias:

— En lo político, por ser la época de consolidación de Estados más o menos unificados, gobernados por reyes que se habían vuelto la cabeza visible del ejercicio del poder, un poder que se entendía absoluto. Aquí se hace necesario precisar que el absolutismo real no hacía referencia a un afán de los monarcas por querer controlarlo todo, sino que se entendía que la soberanía de los gobernantes procedía de Dios y que, por lo tanto, no estaba sujeta a restricciones terrenas.

— En lo social, por la división del cuerpo social en estamentos, lo que se traducía en muy pocas posibilidades de ascenso para el individuo. Esto último era aceptado casi sin cuestionamientos, pues tal designio estaba muy bien sustentado por la religión y la filosofía. Un artesano asumía que debía quedarse con tal condición por el resto de su vida. Lo mismo ocurría con los reyes, que estaban condenados a gobernar, y lo mismo con el esclavo, que estaba condenado a servir al amo hasta el fin de sus días. No obstante, al saber cada quien cuál era su sitio en el entramado social, también lo hacía conocedor de sus privilegios, por más mínimos que estos fueran, porque también se trataba de eso: de dar con justicia lo que cada quien merece según su condición. En tal sentido, el honor venía a ser un concepto clave, pues determinaba «el premio de responder, puntualmente a lo que se está obligado por lo que socialmente se es, en la compleja ordenación estamental» (Maravall 1984: 32-33).

— En lo económico, el Antiguo Régimen se caracterizaba por el escaso uso de dinero; su empleo se concentraba en las grandes transacciones comerciales y financieras a las que solo podían acceder los grupos con mayores recursos de la población. Las grandes mayorías, concentradas en el medio rural, operaban dentro de un régimen de economía natural en el que predominaban el trueque y otros tipos de intercambio no-monetario. Las claves del éxito económico dentro de este sistema se encontraban en la asociación con el poder estatal, pues los reyes podían brindar monopolios, exenciones y otros beneficios similares.

De manera alternativa, era posible enriquecerse al evadir los canales oficiales, por ejemplo, mediante el contrabando; de cualquier modo, ambas alternativas implicaban no solo poder económico, sino poderosas conexiones políticas y familiares. Por su parte, el Estado, encarnado en la figura del monarca, intentaba constantemente aumentar sus ingresos a fin de financiar sus cuantiosos gastos, entre los cuales tenían un predominio absoluto aquellos destinados a actividades bélicas. En su constante búsqueda de fondos, los jefes de gobierno no dudaron en empeñar sus ingresos futuros a connotados agiotistas [especulador comercial], subastar cargos públicos, vender títulos y recurrir a otras medidas similares acordes con su concepción patrimonial del Estado. El grueso de los impuestos recayó sobre las grandes masas campesinas, carentes del poder político necesario para protestar o hacer frente exitosamente a los aparatos de represión a disposición del régimen, en contraste con la nobleza y el alto clero, cuyas notables riquezas y propiedades solían estar libres del escrutinio público.

Sobre la base de estas consideraciones, puede decirse que también hubo un Antiguo Régimen peruano, si se piensa que a partir del siglo XVI la monarquía española intentó afianzar su autoridad en dicho territorio, lo que a la larga significó la extrapolación de la cultura política de la modernidad europea a esta parte del mundo. De tal manera, el periodo virreinal de nuestro país bien puede ser considerado como el Antiguo Régimen peruano. […][2]

La cultura política del Estado moderno

[…] ¿Qué implica decir que hay un Estado moderno? En este punto, es necesario adentrarse en el análisis de la cultura política de aquel entonces, lo que acarrea varias interrogantes importantes: ¿cómo veía el común de las personas a su monarca?, ¿quién era el monarca?, ¿de qué forma se entendía el ejercicio del poder?, ¿quiénes mandaban y quiénes obedecían? Todas estas preguntas llevan a temas clave sin los cuales no puede entenderse la naturaleza del poder durante aquellos años.

En el siglo XVI ocurre un fenómeno interesante en Europa, puesto que ya puede decirse que los últimos rezagos de la feudalidad agonizaban. Los reyes dejan de ser «los primeros entre señores iguales» para transformarse en gobernantes supremos de grandes entidades que aglutinan a varios señoríos y pueblos y que, aunque no pueden ser vistos como Estados nacionales en el sentido que se les da hoy en día, sí tienen cierta unidad en cuanto a lengua, territorio y religión. De la misma manera, son Estados más o menos centralizados, pues tienen capitales, ciudades donde estaban asentadas las cortes reales y, por lo tanto, la soberanía del monarca. Al ser Estados grandes por su extensión territorial —imagínese no más el caso de la España de aquella época, que se hizo de casi la totalidad del mundo conocido hasta entonces—, los gobernantes necesitaron  de gente que supiera administrar tan dilatados dominios. De esta forma surgió la figura del administrador —por no llamarlo burócrata, término muy moderno—, una persona formada en la universidad, letrada, que sabía de jurisprudencia y teología y, por lo tanto, de las funciones que demandaban el auxilio al soberano en la altísima dirección de todo un país. Por ello, no es exagerado decir que un ejército de administradores reemplazó a la antigua nobleza feudal, cuyo prestigio reposaba en la guerra. Ahora, el prestigio, más que en el uso de una espada, radicaba en ser un eficiente servidor del monarca.

Si hay un perfil de lo moderno en aquellos siglos, este está delineado por las características antes enunciadas. Pero la complejidad de aquel mundo no quedaba ahí, sino que iba más allá, rozando el plano de lo eterno, de la religión. Casi siempre se olvida este aspecto capital, que política y religión son anverso y reverso de una misma moneda. Claro, esto hoy en día es impensable, a excepción de los Estados teocráticos islámicos, pero en aquellos tiempos los dos campos eran inseparables. Y debían serlo, puesto que en la creencia en Dios residía la legitimidad de los gobernantes terrenos: Dios había designado a los reyes para gobernar a los pueblos en su nombre. En cierta forma, el monarca era también una especie de pontífice, como lo era el Papa.

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