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Violetas de Tefia

manuscalante2102Biografía6 de Octubre de 2016

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Violetas de Tefia

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—Agua, dame algo de agua.

          El guardia miró primero hacia los lados antes de responder al chico que le suplicaba.

—Manuel, sabes que no puedo.

—Por favor… —La voz del joven se convertía peligrosamente a un sollozo.

          El guardia miró de nuevo a su alrededor, acorralado entre el deber y la piedad.

—Vamos Pablo. —Otro de los presos, uno de los que llevaba allí el tiempo suficiente como para saber que no debía rogar nada, le interpeló—. Es sólo un niño.

          Un niño. Cuántos años podía tenía Manuel él no lo sabía, pero no parecían ser muchos.

—Está bien —murmuró más para sí mismo. Se arrodilló a la mitad del pasillo junto al catre del chico y le dio de beber de su propia cantimplora. Este se apresuró a beber el agua con gratitud, sin dejar que una sola gota se escapara de sus ansiosos labios—. Pero sólo porque es tu primera noche.

          Manuel le devolvió la cantimplora, más consciente ahora de donde estaba, a medida que su sed se iba calmando.

—Gracias. —Pero el guardia no lo oyó. Siguió caminando para hacer su ronda, vigilando que los hombres durmieran tranquilos en sus catres.

          Se enrolló entre las mantas, dejando que la tela áspera calentara su adolorida piel y rogando porque sus congelados músculos se relajaran. Nunca había trabajado tan duro en toda su vida y no creyó que tuviera tanto aguante. Aun así, al final de la jornada apenas se mantenía en pie y casi se desmayó en la cola del comedor. Un desconocido le había salvado de desplomarse en el suelo sosteniéndolo entre unos brazos endurecidos a fuerza de picar piedra. Manuel pensó que pronto él también sería así de fuerte. O estaría muerto. Aún le quedaban trescientos sesenta y cuatro días para descubrirlo.

          El pensamiento casi lo hace desfallecer. Se acurrucó más sobre sí mismo y se recordó que había prometido que no lloraría. Y no lo hizo. Ni cuando lo arrestaron y lo tuvieron noche tras noche en un calabozo húmedo, pasando hambre y sin saber de qué lo acusaban. Ni cuando aquel policía le dijo que el juicio contra él había acabado y le habían condenado a un año en Tefía. Ni cuando se despidió de su madre y ella le dedicó una mirada cargada de asco y resentimiento. Ni siquiera durante la noche pasada en el barco, durante la cual los guardias civiles se habían aprovechado de su total impunidad y le habían dado una paliza antes de orinarse sobre él y dejarlo a oscuras en la bodega, con las ratas como única compañía. Ni lo haría ahora, cuando había suplicado como nunca antes en su vida por un poco de agua. No iba a romper su promesa.

          Sacó la nariz por debajo de las mantas para mirar a su alrededor y se topó con la mirada curiosa del hombre que descansaba más cerca de él, aquel que había intercedido en su favor frente al guardia. Era un hombre mayor, quizás de la edad de su madre, pensó Manuel, y no dormía, sino que se esforzaba en limpiarse debajo de las uñas con un trocito de metal.

—Gracias… por lo de antes.

          Si Manuel esperaba respuesta, pronto se dio cuenta de que no iba a haberla. El hombre le obsequió otra de sus largas miradas antes de volver su atención a sus uñas.

—Tienes que aprender, ¿sabes? —dijo cuando ya Manuel había desistido en tener una conversación con él—. A no rogar ni pedir nada. —Un silencio, luego el hombre continuó—. No todos los guardias son tan compasivos. Has tenido suerte de que fuera Pablo quien hiciera la ronda esta noche. Hay otros que te hubieran partido la boca para que pudieras beberte tu propia sangre.

          Manuel tragó saliva en silencio, consciente de su buena suerte y su gran estupidez.

—Lo tendré en cuenta.

—Más te vale. —El hombre resopló—. Aquí son muy duros. Especialmente con ustedes.

—¿Con nosotros?

—Sí, ya sabes, con ustedes, los violetas. —Manuel se ruborizó al entender—. No sólo los guardias, entre los presos hay algunos que tampoco los soportan. Pero de eso ya te darás cuenta tú sólo.

—¿Tú estás aquí por rojo?

—Sí señor —respondió el otro—. Ahora parece que los traidores a la patria tenemos un color, nos traen aquí para que nos volvamos todos grises.

           El hombre se carcajeó de su propio chiste, con una risita que sonó casi como una tos. Manuel estaba demasiado exhausto como para encontrarle la ironía al asunto.

****

          El invierno se acercaba a la isla de Fuerteventura, pero el clima parecía no querer darse cuenta. El sol que abrasaba la espalda de Manuel amenazaba con derretir su piel y evaporar toda el agua de su cuerpo. Al verlo resoplando, uno de los presos soltó:

—Y espérate a ver como es en agosto.

          Varios guardias rondaban a su alrededor mientras los presos levantaban sus picos y los dejaban caer una y otra vez, cada uno a su propio y torturador ritmo. Sólo era su segundo día, pero Manuel creía que se le iban a romper los brazos. Además, sentía la lengua seca y pegada al paladar, y el pensamiento de una cascada, pura y cristalina derramándose fresca sobre su ardiente piel y en su garganta, le hostigaba, aunque esperaba tener el suficiente aguante como para no pedir agua y esperar a que se la ofrecieran. No tenía ganas de descubrir si alguno de los que hoy le observaban trabajar era de esos que te partían la boca por pedirles algo.

          El hambre también hacía acto de presencia y se pegaba a él. Las insignificantes y asquerosas raciones de comida no eran suficientes para alimentarlo, ni mucho menos dejarlo satisfecho. Todos los presos eran delgados sacos de hueso y músculo, con la piel curtida por el sol.

—¡Eh tú, Manuela! —El grito lo sacó de sus pensamientos y vio al Sargento Castro dirigiéndose a él—. Ven aquí.

          El chico soltó el pico, pero no hizo ademán de obedecer.

—Ven Manuelita —insistió el guardia civil, llamándole desde los límites del banco de cantera.

—Mi nombre es Manuel —le respondió el chico, alentado por su incorruptible altanería antes de tener tiempo de arrepentirse.

          El hombre, un moreno alto de rostro sobrio, se permitió una sarcástica sonrisa antes de avanzar hacia él.

          Se hizo el silencio entre el resto de los presos. Incluso los guardias callaron, atentos a la confrontación con la expectación de quien espera a que empiece un espectáculo. Manuel se mantuvo de pie y firme, aunque más por el miedo paralizador que sentía que por valentía. Cuando estuvo frente a él, el sargento le soltó un puñetazo en la cara con su enorme mano, haciéndolo caer al suelo.

—Tú aquí te llamas como yo te diga, y yo digo que te llamas Manuela. — Varios de los guardias rieron al chiste de su superior—. ¿Tiene la nenita algo que objetar?

          Manuel elevó su mirada hacia el alto hombre mientras lamía la sangre que corría por su labio partido, pero no le contestó.

—¿No? Pues arriba, vamos. —Le ayudó a incorporarse tirándole del cabello y lo empujó hacia la salida del banco de cantera—. El capellán quiere conocerte.

—¿El capellán? —inquirió Manuel. El labio le ardía, pero no quería demostrar su dolor ante ese hombre.

—El padre José se encargará de tu reeducación espiritual, como él la llama. —Se dirigían hacia el edificio principal—. Nosotros nos encargamos de tu reeducación corporal —añadió con sarcasmo—, ¿lo entiendes? De aquí o sales como un hombre hecho y derecho, o no sales.

          Entraron en el pesado edificio de piedra gris y aunque allí estaban resguardados del furioso sol del mediodía, adentro el calor parecía aún más sofocante que al aire libre. El edificio tenía tan sólo dos plantas y aun así era el más alto del lugar. El resto de las edificaciones eran apenas unas bodegas donde dormían los presos, los almacenes, una diminuta capilla y el edificio de la guardia, además de las murallas que rodeaban el complejo para evitar que los presos escaparan. De todas maneras, pensaba Manuel, no había lugar al que escaparse, estaban en medio del puto desierto.

          El despacho y las habitaciones del capellán se encontraban en la segunda planta, donde hacía aún más calor. Castro lo empujó escaleras arriba y lo guió hasta una puerta que alguna vez había sido verde y cuyo único signo distintivo era una cruz de acero atornillada a ella.

          El Sargento dio dos cortos golpes antes de abrir y hacer pasar al joven. Don José estaba sentado tras un escritorio, leyendo unos papeles que tenía ante sí. Sólo se oía en la habitación el aleteo de un ventilador que daba vueltas en el techo, el único lujo que Manuel había visto desde que llegó allí. Lo que más le llamó la atención, sin embargo, fue una jarra de cristal llena de agua y un vaso que estaba junto a ella, sobre la mesa.

—¡Ah! —El capellán se levantó de la mesa y se acercó al chico—. Tú debes de ser Manuel.

          El chico asintió. Oyó como a su espalda se cerraba la puerta, pero seguía notando la presencia del Sargento en la habitación. Aun así no se giró.

—Siéntate hijo —le decía el capellán con una familiaridad y un calor anormales para el lugar. Le indicó la silla que había frente al escritorio antes de volver a su sitio. Al estar sentado, los ojos de Manuel miraron involuntariamente a la jarra de agua. —¿Quieres beber? —le preguntó el capellán.

...

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