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Carta De Una Desconocida

EvelynDaza20 de Abril de 2014

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Stefan Zweig

CARTA DE UNA DESCONOCIDA

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Texto de dominio público.

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Después de una excursión de tres días por la montaña, el famoso novelista R. Volvió a Viena por la mañana temprano, compró un diario en la estación, y al hojearlo se dio cuenta de que era el día de su cumpleaños. “Cuarenta y uno” pensó, y el hecho no le dio ni frío ni calor. Volvió a hojear ligeramente el diario, y en un taxi se dirigió a su casa. El criado le informó de las visitas que había tenido durante su ausencia, así como de las llamadas telefónicas, y le entregó la correspondencia sobre una bandeja. Él la miró distraído, abrió algunos sobres, cuyos remitentes le interesaban, y dejó a un lado uno de letra desconocida, que le pareció muy voluminoso. Entretanto le habían servido el té, y sentado cómodamente en una butaca, hojeó nuevamente el diario y curioseó entre los sobres; encendió un cigarro y tomó otra vez la carta que había apartado. La formaban, aproximadamente, dos docenas de carillas llenas de una escritura muy estrecha, de letra femenina, desconocida y trazada con alguna agitación; más bien parecía un original de imprenta que una carta. Casi inconscientemente apretó el sobre entre sus dedos sospechando que dentro había quedado alguna carta adjunta. Pero estaba vacío y carecía, lo mismo que la extensa epístola, de la dirección del remitente y de la firma. “Es curioso “ pensó, y tomó nuevamente la carta entre sus manos. Arriba a manera de título, aparecía escrito: “A ti, que nunca me has conocido”. Muy extrañado, se detuvo. ¿Tratábase de una carta destinada efectivamente a él, o a una persona imaginaria? De pronto, saciando su curiosidad, comenzó a leer:

“Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida, y durante cuarenta horas he permanecido sentada junto a su cama, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo, ardiente de fiebre día y noche. Al final he caído desplomada. Mis ojos no podían ya más, y se me cerraban sin que yo me diera cuenta. He dormido durante tres o cuatro horas en la dura silla, y mientras dormía se lo ha llevado la muerte. Ahora está allí ese pobre, ese querido niño, en su estrecha camita, tal como murió: únicamente le han cerrado los ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; le han cruzado las manos sobre la camisa blanca, y cuatro velas arden a los costados de la cama. No me atrevo a mirarle; no tengo valor para moverme, pues cuando tiemblan las llamas de las bujías, las sombras se deslizan sobre su cara y sobre su boca cerrada, dando la impresión de que sus rasgos se mueven, con lo cual podría yo pensar un momento que no había muerto, que podía despertar para decirme con su voz clara alguna palabra llena de cariño infantil. Pero sé que

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está muerto y no quiero mirarle para no volver a abrigar una vana esperanza y verme de nuevo desilusionada. Lo sé, lo sé; mi hijo ha muerto ayer y ahora no me queda en todo el mundo nadie más que tú; tú, que no sabes nada de mí; tú, que entretanto te distraes con tus asuntos o con otros hombres. Sólo te tengo a ti, que nunca me conociste, a quien siempre he querido.

“He tomado una quinta bujía y la he colocado en la mesa, sobre la cual te escribo. Hago esto porque no puedo estar sola con mi hijo muerto sin gritar lo que pesa sobre mi alma, ¿y a quién podría yo hablar en esta hora terrible sino a ti, que has sido y aún lo eres todo para mí? Quizás no pueda explicarme claramente, quizás no me comprendas; tengo pesada la cabeza, siento un latido en las sienes y me duelen los miembros. Creo que tengo fiebre; tal vez es la gripe que anda ahora de puerta en puerta, y esto último sería lo mejor, pues así me iría con mi hijo sin necesidad de hacer nada contra mí misma. De vez en cuando, algo oscuro se me pone delante de los ojos, y acaso no pueda acabar esta carta; pero quiero reunir todas mis fuerzas para hablar contigo esta sola vez, contigo, mi amor, que no me has conocido nunca.

“Sólo a ti quiero hablarte, decírtelo todo por primera vez; debes conocer toda mi vida, que ha sido siempre tuya y de la que nada has sabido jamás. Pero este secreto mío, deberás conocerlo sólo después de mi muerte, cuando ya no necesites contestarme, cuando esto que sacude mis miembros, este escalofrío, signifique realmente el fin. Si he de continuar viviendo haré pedazos esta carta y continuaré callando, como he callado siempre. Cuando la tengas en tus manos será una muerta la que te cuente su vida, su vida, que fue tuya desde su primera hasta su última hora. No debes temer mis palabras; una muerta no quiere ya nada: ni amor, ni compasión, ni consuelo. Sólo deseo algo de ti, y es que creas todo lo que mi dolor, que en ti se refugia, te dice. Créeme todo; sólo ése es mi ruego; no se miente a la hora de la muerte de un hijo único.

“Quiero contarte toda mi vida, esta vida mía que en realidad comenzó en día en que te conocí. Antes no hubo en ella sino algo turbio, y fue como un rincón cualquiera lleno de cosas y hombres torpes, cubierto de polvo y telarañas, de los cuales mi corazón no sabe nada. Cuando tú llegaste, yo tenía trece años y vivía en la misma casa que habitas tú ahora, en la misma casa en la que tienes tú ahora esta carta entre tus manos, como el último aliento de mi vida; vivía en el mismo pasillo, justamente enfrente de tu cuarto. Seguramente ya no te acuerdas de nosotras, de la pobre viuda de un empleado ( siempre iba vestida de luto) y de su delgada niña. Vivíamos tranquilamente, casi sumergidas en nuestra pobreza de

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pequeñas burguesas. Tal vez nunca hayas oído nuestros nombres, pues no teníamos ninguna chapa en la puerta, y nadie nos visitaba ni preguntaba por nosotras. Es verdad también que ya hace mucho tiempo de esto: quince, dieciséis años; no, seguramente tú no lo recuerdas, querido mío; pero yo, yo me acuerdo apasionadamente de cada detalle y tengo presente como si fuese hoy, el día, mejor dicho la hora, en que oí hablar de ti por primera vez y en que por primera vez te vi; ¡y cómo no recordarlo, si entonces empezó para mí la vida! Consiente, querido, en que te lo cuente todo, todo, desde el principio, te lo suplico, y no te fastidies de oír mi relato, durante un cuarto de hora, pues yo no me he cansado de quererte durante toda mi vida.

“Antes que tu entrases en esa casa vivía en tu cuarto gente mala y comprometedora. Por ser pobres, lo que más odiaban, era la pobreza de los vecinos, la nuestra, ya que no queríamos tener nada en común con su baja brutalidad. El esposo era un borracho y golpeaba a su mujer; a veces nos despertaban durante la noche ruidos de sillas derribadas y de platos rotos; una vez ella, corrió, ensangrentada y con el cabello revuelto, por la escalera, y en su persecución, salió el hombre, hasta que los vecinos se asomaron a las puertas y le amenazaron con llamar a la policía. Desde el primer día mi madre quiso evitar toda relación con ellos, y me tenía prohibido hablar con sus niños, los cuales se vengaban de mi orgullo siempre que se les presentaba alguna ocasión. Cuando me encontraban en la calle, me dirigían palabras obscenas, y una vez me pegaron con pedazos de una nieve endurecida, de tal modo que la sangre corrió por mi frente. Por instinto, todos los demás vecinos de la casa odiaban a aquella familia, y cuando les sucedió algo...-creo que el marido fue encarcelado por robo- y tuvieron que mudarse de casa, respiramos todos de satisfacción. Durante algunos días estuvo colocado el aviso en la puerta que indicaba un cuarto desocupado, y luego lo quitó el portero, por quien se supo en seguida que estaba alquilado. Fue entonces cuando oí tu nombre por primera vez. A los pocos días llegaron los pintores y empapeladores para limpiar y decorar el cuarto sucio y se pasaban todo el día martillando; pero mi madre estaba muy contenta de que aquella gente sucia y escandalosa se hubiera mudado. A ti, en persona, no te vi entonces, ni durante la mudanza, pues el traslado de muebles fue vigilado por tu sirviente, pequeño y serio, de pelo gris, que dirigía todo de una manera silenciosa. El hombre nos infundía respeto; en primer lugar, porque un sirviente era algo nuevo en nuestro barrio, y luego, por la cortesía con que trataba a todos, sin dar confianza ni establecer familiaridad con las sirvientas. Desde el primer día saludó a mi madre

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con respeto, como si se tratase de una gran dama, e incluso con nosotros, los chicos, era siempre serio y cortés. Cuando pronunciaba tu nombre lo hacía también muy respetuosamente, y al punto se echaba de ver que su afecto hacia ti, era más que el corriente de un sirviente vulgar. Por eso quería yo al buen viejo Juan, a pesar de envidiarle el que pudiera estar cerca de ti y servirte.

“Te cuento toda esta historia, querido mío, para darte a entender cómo desde el principio ejerciste una poderosa influencia sobre aquella tímida niña que era yo. Antes de que tú mismo te hicieras presente en mi vida, había ya un nimbo alrededor de ti, una aureola de riqueza, de un ser especial y misterioso. Todos,

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