De La Tierra A La Luna
iireennee28 de Agosto de 2011
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Julio Verne
De la Tierra a la Luna
I
El Gun-Club
Durante la guerra de Secesión de los Estados Unidos, se estableció en Baltimore,
ciudad del Estado de Maryland, una nueva sociedad de mucha influencia. Conocida es
la energía con que el instinto militar se desenvolvió en aquel pueblo de armadores,
mercaderes y fabricantes Simples comerciantes y tenderos abandonaron su despacho y
su mostrador para improvisarse capitanes, coroneles y hasta generales sin haber visto
las aulas de West Point,(1) y no tardaron en rivalizar dignamente en el arte de la guerra
con sus colegas del antiguo continente, alcanzando victorias, lo mismo que éstos, a
fuerza de prodigar balas, millones y hombres.
1. Academia militar de los Estados Unidos.
Pero en lo que principalmente los americanos aventajaron a los europeos, fue en la
ciencia de la balística, y no porque sus armas hubiesen llegado a un grado más alto de
perfección, sino porque se les dieron dimensiones desusadas y con ellas un alcance
desconocido hasta entonces. Respecto a tiros rasantes, directos, parabólicos, oblicuos
y de rebote, nada tenían que envidiarles los ingleses, franceses y prusianos, pero los
cañones de éstos, los obuses y los morteros, no son más que simples pistolas de
bolsillo comparados con las formidables máquinas de artillería norteamericana.
No es extraño. Los yanquis no tienen rivales en el mundo como mecánicos, y nacen
ingenieros como los italianos nacen músicos y los alemanes metafísicos. Era, además,
natural que aplicasen a la ciencia de la balística su natural ingenio y su característica
audacia. Así se explican aquellos cañones gigantescos, mucho menos útiles que las
máquinas de coser, pero no menos admirables y mucho más admirados. Conocidas son
en este género las maravillas de Parrot, de Dahlgreen y de Rodman. Los Armstrong, los
Pallisier y los Treuille de Beaulieu tuvieron que reconocer su inferioridad delante de
sus rivales ultramarinos.
Así pues, durante la terrible lucha entre nordistas y sudistas, los artilleros figuraron
en primera línea. Los periódicos de la Unión celebraron con entusiasmo sus inventos,
y no hubo ningún hortera, por insignificante que fuese, ni ningún cándido bobalicón
que no se devanase día y noche los sesos calculando trayectorias desatinadas.
Y cuando a un americano se le mete una idea en la cabeza, nunca falta otro americano
que le ayude a realizarla. Con sólo que sean tres, eligen un presidente y dos secretarios.
Si llegan a cuatro, nombran un archivero, y la sociedad funciona. Siendo cinco se
convocan en asamblea general, y la sociedad queda definitivamente constituida. Así
sucedió en Baltimore. El primero que inventó un nuevo cañón se asoció con el primero
que lo fundió y el primero que lo taladró. Tal fue el núcleo del Gun-Club.(1)
1. Cañón Club.
Un mes después de su formación, se componía de 1.833 miembros efectivos y
30.575 socios correspondientes.
A todo el que quería entrar en la sociedad se le imponía la condición, sine qua non,
de haber ideado o por to menos perfeccionado un nuevo cañón, o, a falta de cañón, un
arma de fuego cualquiera. Pero fuerza es decir que los inventores de revólveres de
quince tiros, de carabinas de repetición o de sables-pistolas no eran muy considerados.
En todas las circunstancias los artilleros privaban y merecían la preferencia.
-La predilección que se les concede -dijo un día uno de los oradores más distinguidos
del Gun-Club- guarda proporción con las dimensiones de su cañón, y está en razón
directa del cuadrado de las distancias alcanzadas por sus proyectiles.
Fundado el Gun-Club, fácil es figurarse lo que produjo en este género el talento
inventivo de los americanos. Las máquinas de guerra tomaron proporciones colosales,
y los proyectiles, traspasando los límites permitidos, fueron a mutilar horriblemente a
más de cuatro inofensivos transeúntes. Todas aquellas invenciones hacían parecer poca
cosa a los tímidos instrumentos de la artillería europea.
Júzguese por las siguientes cifras:
En otro tiempo, una bala del treinta y seis, a la distancia de 300 pies, atravesaba
treinta y seis caballos cogidos de flanco y setenta y ocho hombres. La balística se
hallaba en mantillas. Desde entonces los proyectiles han ganado mucho terreno. El
cañón Rodman, que arrojaba a siete millas(1) de distancia una bala que pesaba media tonelada,
habría fácilmente derribado 150 caballos y 300 hombres. En el Gun-Club se
trató de hacer la prueba, pero aunque los caballos se sometían a ella, los hombres
fueron por desgracia menos complacientes.
1. La milla anglosajona equivale a 1.609,31 metros.
Pero sin necesidad de pruebas se puede asegurar que aquellos cañones eran muy
mortíferos, y en cada disparo caían combatientes como espigas en un campo que se
está segando. Junto a semejantes proyectiles, ¿qué significaba aquella famosa bala que
en Coutras, en 1587, dejó fuera de combate a veinticinco hombres?
¿Qué significaba aquella otra bala que en Zeradoff, en 1758, mató cuarenta soldados?
¿Qué era en sustancia aquel cañón austriaco de Kesselsdorf, que en 1742 derribaba en
cada disparo a setenta enemigos? ¿Quién hace caso de aquellos tiros sorprendentes de
Jena y de Austerlitz que decidían la suerte de la batalla? Cosas mayores se vieron
durante la guerra federal. En la batalla de Gettysburg un proyectil cónico disparado
por un cañón mató a 173 confederados, y en el paso del Potomac una bala Rodman
envió a 115 sudistas a un mundo evidentemente mejor. Debemos también hacer
mención de un mortero formidable inventado por J. T. Maston, miembro distinguido y
secretario perpetuo del Gun-Club, cuyo resultado fue mucho más mortífero, pues en el
ensayo mató a 137 personas. Verdad es que reventó.
¿Qué hemos de decir que no lo digan, mejor que nosotros, guarismos tan elocuentes?
Preciso es admitir sin repugnancia el cálculo siguiente obtenido por el estadista
Pitcairn: dividiendo el número de víctimas que hicieron las balas de cañón por el de los
miembros del Gun-Club, resulta que cada uno de éstos había por término medio
costado la vida a 2.375 hombres y una fracción.
Fijándose en semejantes guarismos, es evidente que la única preocupación de aquella
sociedad científica fue la destrucción de la humanidad con un fin filantrópico, y el
perfeccionamiento de las armas de guerra consideradas como instrumentos de
civilización.
Aquella sociedad era una reunión de ángeles exterminadores, hombres de bien a carta
cabal.
Añádase que aquellos yanquis, valientes todos a cuál más, no se contentaban con
fórmulas, sino que descendían ellos mismos al terreno de la práctica. Había entre ellos
oficiales de todas las graduaciones, subtenientes y generales, y militares de todas las
edades, algunos recién entrados en la carrera de las armas y otros que habían encanecido
en los campamentos. Muchos, cuyos nombres figuraban en el libro de honor
del Gun-Club, habían quedado en el campo de batalla, y los demás llevaban en su
mayor parte señales evidentes de su indiscutible denuedo. Muletas, piernas de palo,
brazos artificiales, manos postizas, mandíbulas de goma elástica, cráneos de plata o
narices de platino, de todo había en la colección, y el referido Pitcairn calculó
igualmente que en el Gun-Club no había, a to sumo, más que un brazo por cada cuatro
personas y dos piernas por cada seis.
Pero aquellos intrépidos artilleros no reparaban en semejantes bagatelas, y se
llenaban justamente de orgullo cuando el parte de una batalla dejaba consignado un
número de víctimas diez veces mayor que el de proyectiles gastados.
Un día, sin embargo, triste y lamentable día, los que sobrevivieron a la guerra
firmaron la paz; cesaron poco a poco los cañonazos; enmudecieron los morteros; los
obuses y los cañones volvieron a los arsenales; las balas se hacinaron en los parques,
se borraron los recuerdos sangrientos. Los algodoneros brotaron esplendorosos en los
campos pródigamente abonados, los vestidos de luto se fueron haciendo viejos a la par
del dolor, y el Gun-Club quedó sumido en una ociosidad profunda.
Algunos apasionados, trabajadores incansables, se entregaban aún a cálculos de
balística y no pensaban más que en bombas gigantescas y obuses incomparables. Pero,
sin la práctica, ¿de qué sirven las teorías? Los salones estaban desiertos, los criados
dormían en las antesalas, los periódicos permanecían encima de las mesas, tristes
ronquidos partían de los rincones oscuros, y los miembros del Gun-Club. tan
bulliciosos en otro tiempo, se amodorraban mecidos por la idea de una artillería
platónica.
-¡Qué desconsuelo! -dijo un día el bravo Tom Hunter, mientras sus piernas de palo
se carbonizaban en la chimenea-. ¡Nada hacemos! ¡Nada esperamos! ¡Qué existencia
tan fastidiosa! ¿Qué se hicieron de aquellos tiempos en que nos despertaba
...