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Julio Verne De La Tierra A Luna

theblackwarrior24 de Julio de 2011

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Julio Verne

De la Tierra a la Luna

I

El Gun Club

Durante la guerra de Secesión de los Estados Unidos, se estableció en Baltimore, ciudad del Estado de Mary¬land, una nueva sociedad de mucha influencia. Conocida es la energía con que el instinto militar se desenvolvió en aquel pueblo de armadores, mercaderes y fabricantes Simples comerciantes y tenderos abandonaron su despa¬cho y su mostrador para improvisarse capitanes, corone¬les y hasta generales sin haber visto las aulas de West Point,(1) y no tardaron en rivalizar dignamente en el arte de la guerra con sus colegas del antiguo continente, alcan¬zando victorias, lo mismo que éstos, a fuerza de prodigar balas, millones y hombres.

1. Academia militar de los Estados Unidos.

Pero en lo que principalmente los americanos aven¬tajaron a los europeos, fue en la ciencia de la balística, y no porque sus armas hubiesen llegado a un grado más alto de perfección, sino porque se les dieron dimensio¬nes desusadas y con ellas un alcance desconocido hasta entonces. Respecto a tiros rasantes, directos, parabóli¬cos, oblicuos y de rebote, nada tenían que envidiarles los ingleses, franceses y prusianos, pero los cañones de és¬tos, los obuses y los morteros, no son más que simples pistolas de bolsillo comparados con las formidables má¬quinas de artillería norteamericana.

No es extraño. Los yanquis no tienen rivales en el mundo como mecánicos, y nacen ingenieros como los italianos nacen músicos y los alemanes metafísicos. Era, además, natural que aplicasen a la ciencia de la balística su natural ingenio y su característica audacia. Así se ex¬plican aquellos cañones gigantescos, mucho menos úti¬les que las máquinas de coser, pero no menos admirables y mucho más admirados. Conocidas son en este género las maravillas de Parrot, de Dahlgreen y de Rodman. Los Armstrong, los Pallisier y los Treuille de Beaulieu tuvieron que reconocer su inferioridad delante de sus ri¬vales ultramarinos.

Así pues, durante la terrible lucha entre nordistas y sudistas, los artilleros figuraron en primera línea. Los pe¬riódicos de la Unión celebraron con entusiasmo sus in¬ventos, y no hubo ningún hortera, por insignificante que fuese, ni ningún cándido bobalicón que no se devanase día y noche los sesos calculando trayectorias desatinadas.

Y cuando a un americano se le mete una idea en la ca¬beza, nunca falta otro americano que le ayude a realizarla. Con sólo que sean tres, eligen un presidente y dos secre¬tarios. Si llegan a cuatro, nombran un archivero, y la so¬ciedad funciona. Siendo cinco se convocan en asamblea general, y la sociedad queda definitivamente constituida. Así sucedió en Baltimore. El primero que inventó un nuevo cañón se asoció con el primero que lo fundió y el primero que lo taladró. Tal fue el núcleo del Gun Club.(1)

1. Cañón Club.

Un mes después de su formación, se componía de 1.833 miembros efectivos y 30.575 socios correspon¬dientes.

A todo el que quería entrar en la sociedad se le im¬ponía la condición, sine qua non, de haber ideado o por to menos perfeccionado un nuevo cañón, o, a falta de ca¬ñón, un arma de fuego cualquiera. Pero fuerza es decir que los inventores de revólveres de quince tiros, de cara¬binas de repetición o de sables pistolas no eran muy considerados. En todas las circunstancias los artilleros privaban y merecían la preferencia.

La predilección que se les concede dijo un día uno de los oradores más distinguidos del Gun Club guarda proporción con las dimensiones de su cañón, y está en razón directa del cuadrado de las distancias alcanzadas por sus proyectiles.

Fundado el Gun Club, fácil es figurarse lo que pro¬dujo en este género el talento inventivo de los americanos. Las máquinas de guerra tomaron proporciones colosales, y los proyectiles, traspasando los límites permitidos, fue¬ron a mutilar horriblemente a más de cuatro inofensivos transeúntes. Todas aquellas invenciones hacían parecer poca cosa a los tímidos instrumentos de la artillería eu¬ropea.

Júzguese por las siguientes cifras:

En otro tiempo, una bala del treinta y seis, a la dis¬tancia de 300 pies, atravesaba treinta y seis caballos cogi¬dos de flanco y setenta y ocho hombres. La balística se hallaba en mantillas. Desde entonces los proyectiles han ganado mucho terreno. El cañón Rodman, que arrojaba a siete millas(1) de distancia una bala que pesaba media to¬nelada, habría fácilmente derribado 150 caballos y 300 hombres. En el Gun Club se trató de hacer la prueba, pero aunque los caballos se sometían a ella, los hombres fueron por desgracia menos complacientes.

1. La milla anglosajona equivale a 1.609,31 metros.

Pero sin necesidad de pruebas se puede asegurar que aquellos cañones eran muy mortíferos, y en cada disparo caían combatientes como espigas en un campo que se está segando. Junto a semejantes proyectiles, ¿qué signi¬ficaba aquella famosa bala que en Coutras, en 1587, dejó fuera de combate a veinticinco hombres?

¿Qué significaba aquella otra bala que en Zeradoff, en 1758, mató cuarenta soldados? ¿Qué era en sustancia aquel cañón austriaco de Kesselsdorf, que en 1742 de¬rribaba en cada disparo a setenta enemigos? ¿Quién hace caso de aquellos tiros sorprendentes de Jena y de Austerlitz que decidían la suerte de la batalla? Cosas mayores se vieron durante la guerra federal. En la batalla de Gettysburg un proyectil cónico disparado por un ca¬ñón mató a 173 confederados, y en el paso del Potomac una bala Rodman envió a 115 sudistas a un mundo evi¬dentemente mejor. Debemos también hacer mención de un mortero formidable inventado por J. T. Maston, miembro distinguido y secretario perpetuo del Gun¬-Club, cuyo resultado fue mucho más mortífero, pues en el ensayo mató a 137 personas. Verdad es que reventó.

¿Qué hemos de decir que no lo digan, mejor que nosotros, guarismos tan elocuentes? Preciso es admitir sin repugnancia el cálculo siguiente obtenido por el estadista Pitcairn: dividiendo el número de víctimas que hicieron las balas de cañón por el de los miembros del Gun Club, resulta que cada uno de éstos había por tér¬mino medio costado la vida a 2.375 hombres y una frac¬ción.

Fijándose en semejantes guarismos, es evidente que la única preocupación de aquella sociedad científica fue la destrucción de la humanidad con un fin filantrópico, y el perfeccionamiento de las armas de guerra considera¬das como instrumentos de civilización.

Aquella sociedad era una reunión de ángeles exter¬minadores, hombres de bien a carta cabal.

Añádase que aquellos yanquis, valientes todos a cuál más, no se contentaban con fórmulas, sino que descendían ellos mismos al terreno de la práctica. Había entre ellos oficiales de todas las graduaciones, subtenientes y generales, y militares de todas las edades, algunos recién entrados en la carrera de las armas y otros que habían en¬canecido en los campamentos. Muchos, cuyos nombres figuraban en el libro de honor del Gun Club, habían quedado en el campo de batalla, y los demás llevaban en su mayor parte señales evidentes de su indiscutible de¬nuedo. Muletas, piernas de palo, brazos artificiales, ma¬nos postizas, mandíbulas de goma elástica, cráneos de plata o narices de platino, de todo había en la colección, y el referido Pitcairn calculó igualmente que en el Gun-¬Club no había, a to sumo, más que un brazo por cada cuatro personas y dos piernas por cada seis.

Pero aquellos intrépidos artilleros no reparaban en semejantes bagatelas, y se llenaban justamente de orgu¬llo cuando el parte de una batalla dejaba consignado un número de víctimas diez veces mayor que el de proyec¬tiles gastados.

Un día, sin embargo, triste y lamentable día, los que sobrevivieron a la guerra firmaron la paz; cesaron poco a poco los cañonazos; enmudecieron los morteros; los obuses y los cañones volvieron a los arsenales; las balas se hacinaron en los parques, se borraron los recuerdos sangrientos. Los algodoneros brotaron esplendorosos en los campos pródigamente abonados, los vestidos de luto se fueron haciendo viejos a la par del dolor, y el Gun Club quedó sumido en una ociosidad profunda.

Algunos apasionados, trabajadores incansables, se entregaban aún a cálculos de balística y no pensaban más que en bombas gigantescas y obuses incomparables. Pero, sin la práctica, ¿de qué sirven las teorías? Los salo¬nes estaban desiertos, los criados dormían en las antesa¬las, los periódicos permanecían encima de las mesas, tristes ronquidos partían de los rincones oscuros, y los miembros del Gun Club. tan bulliciosos en otro tiempo, se amodorraban mecidos por la idea de una artillería platónica.

¡Qué desconsuelo! dijo un día el bravo Tom Hunter, mientras sus piernas de palo se carbonizaban en la chimenea . ¡Nada hacemos! ¡Nada esperamos! ¡Qué existencia tan fastidiosa! ¿Qué se hicieron de aquellos tiempos en que nos despertaba todas las mañanas el ale¬gre estampido de los cañones?

Aquellos tiempos pasaron para no volver respon¬dió Bilsby, procurando estirar los brazos que le falta¬ban . ¡Entonces daba gusto! Se inventaba un obús, y, apenas estaba fundido, iba el mismo inventor a ensayar¬lo delante del enemigo, y se obtenía en el campamento un aplauso de Sherman o un apretón de manos de Mac¬Clellan. Pero actualmente los generales han vuelto a su escritorio, y en lugar de mortíferas balas de hierro des¬pachan inofensivas balas de algodón. ¡Santa Bárbara bendita! ¡El porvenir de la artillería se ha perdido en América!

Sí, Bilsby exclamó el coronel Blomsberry , he¬mos sufrido crueles decepciones.

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