ClubEnsayos.com - Ensayos de Calidad, Tareas y Monografias
Buscar

Diario Secreto De Ana Bolena (completo)

ilianarocha22 de Mayo de 2012

98.868 Palabras (396 Páginas)625 Visitas

Página 1 de 396

Isabel

–¡Por Dios! –tronó Isabel–. ¿Es que no vais a concederme ni un día de respiro en este enojoso asunto? Me dais dolor de cabeza.

Los consejeros de la reina apenas podían acordar su paso con las grandes zancadas de aquella mujer de extraordinaria estatura que atravesaba la gran explanada del palacio de Whitehall en dirección a su caballo.

Su primer consejero, William Cecil, un hombre serio y formal de mediana edad, se debatía entre la admiración y el abatimiento frente a su nueva y joven reina. Iba vestida con un traje de montar de terciopelo negro y dejaba flotar libremente su larga cabellera rojiza. A sus veinticinco años, Isabel Tudor era menos testaruda que temeraria. Ajena a cuanto tuviera algún parecido con la mesura, poseía un ingenio agudo y un descaro en el hablar impropio de un monarca inglés. Con todo, debía admitir su gran inteligencia. Hablaba seis lenguas con la misma fluidez que la propia y hacía gala de un magnetismo igual al que había irradiado su padre, Enrique VIII, a lo largo de su dilatada y turbulenta vida. Si al menos, se lamentaba Cecil, no hallara tanto deleite en zaherir a los grandes señores que había elegido como consejeros...

–Ruego a Su Majestad que reflexione sobre lo tocante al archiduque Carlos –sugirió Cecil, a riesgo de avivar aún más el enojo de la reina–. Además de ser el mejor partido de la cristiandad, dicen de él que, para ser hombre, es gallardo y de buen parecer.

–Y lo que es aún más importante –agregó Isabel con expresión maliciosa–, de buenos muslos y buenas piernas.

–Me han dicho que aunque es algo cargado de hombros no se le nota cuando va a caballo –añadió lord Clinton con la esperanza de ganar algún terreno.

Isabel, sin embargo, se detuvo en seco y se volvió de forma tan repentina hacia sus consejeros que éstos chocaron entre sí, como comparsas de una pantomima.

–¡Pues a mí me han dicho que es un joven monstruo con una enorme cabeza! A fe mía que los partidos que me ofrecéis me inclinan bien poco a casarme.

–El príncipe Eric es un...

–Un mentecato sueco –concluyó Isabel.

–Pero es muy rico, Majestad, y generoso en extremo.

–¿Y esa ridícula delegación que vino a la corte, todos sonriendo como bobalicones, vestidos de carmesí con esos corazones de terciopelo bordados y atravesados por una flecha? –Isabel puso los ojos en blanco–. ¿Me pedís que me plantee casarme con el rey de Francia, que nos ha robado Calais, el único puerto que nos quedaba en el continente? ¿O con Felipe, el viudo de mi hermana la reina, ese español tan devoto, tan católico? Vamos, caballeros, ¿no se os ocurre otra cosa?

–¿Acaso los pretendientes ingleses son más de vuestro agrado?

–¿Los pretendientes ingleses?

Isabel suavizó su mirada, mientras una sonrisa afloraba en sus labios. Luego giró sobre sí y, con paso más apaciguado, reemprendió la marcha hacia el bello alazán enjaezado con una gualdrapa ribeteada de oro y hacia el alto y apuesto joven que la esperaba con las riendas en la mano. Cecil miró a Robert Dudley, el palafrenero de la reina, con contenida inquietud. Sin duda era Dudley el causante de la sonrisa de la reina y de la cadencia casi lánguida que adoptó para llegar hasta su cabalgadura.

–En efecto –confirmó con voz aterciopelada–, prefiero con mucho a mis pretendientes ingleses.

Cecil escuchó las discretas exclamaciones de disgusto de los consejeros al ver a Robert Dudley. El impúdico cortejo que ese noble arrogante prodigaba a la reina y la aceptación aún más escandalosa con que ella lo recibía, creaba un clima malsano que perjudicaba sus posibilidades de llegar a un matrimonio honorable tanto dentro como fuera del país. Dudley, a quien muchos consideraban el amante de la reina, era un hombre casado. Cecil ahuyentó de su mente la idea de que el dudoso comportamiento de Isabel fuera una estrategia para no casarse nunca y mantener a cambio una serie de amantes por todo su reino; o lo que era peor aún, que con él la reina repitiese ciertas tendencias de su madre. La sangre de los Bolena estaba contaminada de perversidad. El caso era que todo el mundo –desde los consejeros reales que le proponían una lista inacabable de posibles partidos, hasta su aya de infancia, Kat Ashley, quien le rogaba que entrase en razón, pasando por los súbditos que le presentaban sus peticiones a diario– le pedía, por la preservación de su honor y la buena marcha del reino, que se casara y dejase las riendas del Gobierno en manos de un esposo.

Isabel se acercó a Dudley, quien le dedicó una profunda reverencia. La elegancia de sus movimientos obligó a reconocer incluso a Cecil que el palafrenero poseía una estampa noble y gallarda. Dudley miró a la reina; sin fijarse en las muestras de desaprobación de sus consejeros, Isabel extendió la mano y, con gesto desenfadado, acarició la mejilla de Dudley. Luego sus largos dedos recorrieron despacio el afilado contorno de su barbilla hasta acabar con un leve roce en el nacimiento de la garganta.

–¿Cómo está mi magnífico semental? –preguntó, reprimiendo una sonrisa.

Tal vez fueran las escandalizadas exclamaciones que oyó a su espalda lo que la indujo a dar una sonora palmada a la grupa del alazán, para indicar a sus consejeros que la observación de la reina no había sido la atroz vulgaridad que ellos habían pensado.

–Milores Clinton, Arundel y North –dijo volviéndose hacia Cecil para dispensar a sus consejeros una sonrisa cálida y traviesa–, aprecio mucho vuestros amables consejos y los estimo de corazón. –Dejó que Robert Dudley la aupara en la silla y desde el caballo los miró con expresión majestuosa–. La elección de un marido y rey es un asunto muy serio y no puedo tomarla a la ligera. Habréis de perdonar las dudas que asaltan en semejante trance a esta débil mujer. No obstante, os prometo que cuando tome una decisión seréis los primeros en saberlo. Buenos días, caballeros.

Con un seco talonazo picó al caballo. Dudley, tras inclinar la cabeza a modo de burlona muestra de respeto, saltó a su montura y partió en pos de la reina, que ya cabalgaba a galope tendido.

Cecil y los demás consejeros se volvieron y, contrariados, sin mirarse a los ojos, emprendieron a paso lento el regreso a palacio.

La tarde declinaba cuando el primer rayo de sol traspasó el cielo encapotado y, entrando por la ventana de la cabaña, dibujó una cinta dorada en la blancura de los pechos desnudos de Isabel. Dudley, acodado a su lado, acariciaba con gesto ausente los pequeños senos, suaves como el plumón. Rozó el rosado pezón y éste se irguió con el contacto. De repente brotó un suspiro de la boca cuyos labios pintados habían perdido ya el carmín a fuerza de besos. Ella pestañeó por un instante y abrió lentamente los ojos.

Isabel y Dudley habían cabalgado a galope tendido por los campos que el mes de abril cubría de un intenso verdor hasta llegar al pabellón de caza real, una tosca cabaña de madera situada en la linde del bosque de Duncton. Habían entrado riendo, jadeantes por el esfuerzo, pero con la sangre bullendo en las piernas, y se habían entregado a apasionados abrazos y besos, y a otras intimidades en las que habían ido progresando en el curso de los meses anteriores.

–Os tomáis algunas libertades con vuestra reina, querido –murmuró Isabel con cierto tono de aspereza.

–Y pretendo tomarme más, Majestad –replicó Dudley tras medir las palabras y considerar oportuna su osadía.

Ella lo miraba fijamente, con la intención, sin duda, de hacerlo vacilar; pero él, en su vehemencia, casi había abandonado toda precaución. Las mangas y el corpiño de Isabel rodeaban, desabrochados, su torso juvenil, pero las faldas y las enaguas de su traje seguían intactas en torno a sus caderas y piernas, aunque arrugadas a causa de los abrazos recibidos.

Dudley le acarició, como al pasar, la finísima cintura y el cálido rosario de la columna. Después introdujo los dedos bajo los encajes en busca de la mullida hendidura entre las nalgas y atrajo sus caderas hacia él. Isabel dejó escapar un gemido de placer que animó a Dudley a aflojarle la falda y tantear en busca del pubis.

–Robin, basta.

Por toda respuesta a la orden, él le tapó la boca con un beso febril. Ella se movió debajo de él, pero sin ardor, y apartó la cara.

–No me detengáis ahora, Isabel.

–¡Sí, parad os digo, parad!

Ya no había ternura en su voz. Su cuerpo se había vuelto rígido como la madera. Dudley enrojeció por la frustración y la rabia y retiró de mala gana la mano.

Isabel observó el hermoso rostro de su amante mientras éste luchaba por controlarse. Su deseo por el cuerpo que amaba y temía se había convertido, a raíz de aquella orden, en súbita furia que había dado paso a una emoción diferente, más difícil de discernir. Ella era la reina. Él, su súbdito. En sus ojos se notaba el trastorno que le producía aquella embarazosa situación. Ella era la única mujer de Inglaterra con semejante autoridad sobre un hombre. Aquel exultante poderío era una novedad, ya que su coronación se había celebrado sólo tres meses antes, y Robert Dudley había sido su amigo del alma desde la infancia. Una vez investida como reina, el leal afecto de Dudley se había transformado en una especie de fervor vehemente. Obedeciendo a un impulso irresistible Isabel lo había nombrado su palafrenero, y en el desfile de la coronación él había cabalgado orgullosamente tras ella ante los ojos de todo el mundo. Muchos creían que su relación había llegado al grado más íntimo, pero Isabel aún no le había concedido el

...

Descargar como (para miembros actualizados) txt (589 Kb)
Leer 395 páginas más »
Disponible sólo en Clubensayos.com