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El Arbol Maria Luiza Bombal

conny123418 de Agosto de 2014

3.304 Palabras (14 Páginas)529 Visitas

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El pianista se sienta, tose por prejui

cio y se concentra un instante. Las

luces en racimo que alumbran la sala declinan

lentamente hasta detenerse en un

resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a

subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.

«Mozart, tal vez» —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado

de pedir el programa. «Mozart, tal vez, o Scarlatti...» ¡Sabía tan poca música!

Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclam

ó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas.

Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a

primera vista, en tanto que ella... Ella había abandonado los estudios al año

de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa:

jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. «No comprendo,

no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol». ¡La indignación de

su padre! «¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas

que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada

esta criatura».

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Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando

el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las

cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. “No

voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si

le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan

las muñecas a los dieciséis años, que juegue». Y Brígida había conservado

sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.

¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart;

desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica!

Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.

Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un

agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de

blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña,

abierto sobre el hombro.

—Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu ex

marido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco.

Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart

le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles.

Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas

castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus

ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios

carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo.

¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. «Es tan tonta como

linda» decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni «planchar» (1) en los

bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la

pedía nadie.

¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella

baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de

barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el

amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban,

corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre

risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente

(1) Hacer el ridículo. (N. del E.)

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sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había

sido joven?) como una lluvia desordenada. «Eres un collar —le decía Luis.

Eres como un collar de pájaros».

Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne

y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa.

Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado

con Luis por amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué

se marchó ella un día, de pronto...

Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola

en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el

jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una

huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente,

le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja

en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en

tanto crece la llama de las luces artificiales.

De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.

Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo

una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna

playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero

entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve,

y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle

recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola

olvidada sobre el pecho de Luis.

—No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía tan

adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo

inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —protestaba en

la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la

tarde—. ¿Por qué te has casado conmigo?

—Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la besaba.

Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su

cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!

—Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo

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cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre

cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió?

¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus

compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . .

—Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga

la luz.

Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente,

durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba

su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta

que alarga sus ramas en busca de un clima propicio.

Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba

a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por

temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los

hombros. «Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer

porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis».

Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era curioso—

apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.

Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es

Beethoven? No.

Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar

para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor

hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en

cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las

cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada

y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en

un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo

sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los

pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella

estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba

directamente al río.

—Estoy ocupado. No puedo acompañarte... Tengo mucho que hacer, no

alcanzo a llegar para el almuerzo... Hola, sí estoy en el club. Un compromiso.

Come y acuéstate... No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida.

—¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría

con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón

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tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no

es verdad?

A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes,

pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se avergonzaba

...

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