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El Diablo Y Tom Walker.


Enviado por   •  12 de Agosto de 2013  •  5.047 Palabras (21 Páginas)  •  740 Visitas

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The devil and Tom Walker, Washington Irving (1783-1859)

En Massachusetts, a unos pocos kilómetros de Boston, el mar penetra a gran distancia tierra adentro, partiendo de la Bahía de Charles, hasta terminar en un pantano, muy poblado de árboles. A un lado de esta ría se encuentra un hermoso bosquecillo, mientras que del otro la costa se levanta abruptamente, formando una alta colina, sobre la cual crecían algunos árboles de gran edad y no menor tamaño. De acuerdo con viejas leyendas, debajo de uno de estos gigantescos árboles se encontraba enterrada una parte de los tesoros del Capitán Kidd, el pirata. La ría permitía llevar secretamente el tesoro en un bote, durante la noche, hasta el mismo pie de la colina; la altura del lugar dejaba, además, realizar la labor, observando al mismo tiempo que no andaba nadie por las cercanías, y los corpulentos árboles reconocer fácilmente el lugar. Además, según viejas leyendas, el mismísimo diablo presidió el enterramiento del tesoro y lo tomó bajo su custodia; se sabe que siempre hace esto con el dinero enterrado, particularmente cuando ha sido mal habido. Sea como quiera, Kidd nunca volvió a buscarlo, pues fue detenido poco después en Boston, enviado a Inglaterra y ahorcado allí por piratería.

Por el año 1727, cuando los terremotos se producían con cierta frecuencia en la Nueva Inglaterra, y hacían caer de rodillas a muchos orgullosos pecadores, vivía cerca de este lugar un hombre flaco y miserable, que se llamaba Tomás Walker. Estaba casado con una mujer tan miserable como él: ambos lo eran tanto, que trataban de estafarse mutuamente. La mujer trataba de ocultar cualquier cosa sobre la que ponía las manos; en cuanto cacareaba una gallina, ya estaba ella al quién vive, para asegurarse el huevo recién puesto. El marido rondaba continuamente, buscando los escondrijos secretos de su mujer; abundaban los conflictos ruidosos acerca de cosas que debían ser propiedad común. Vivían en una casa, dejada de la mano de Dios, que tenía un aspecto como si se estuviera muriendo de hambre. De su chimenea no salía humo; ningún viajero se detenía a su puerta; llamaban suyo un miserable caballejo, cuyas costillas eran tan visibles como los hierros de una reja. El pobre animal se deslizaba por el campo, cubierto de un pasto corto, del cual sobresalían rugosas piedras, que si bien excitaba el hambre del animal no llegaba a calmarla; muchas veces sacaba la cabeza fuera de la empalizada, echando una mirada triste sobre cualquiera que pasase por allí, como si pidiera que le sacase de aquella tierra de hambre. Tanto la casa como sus moradores tenían mala fama. La mujer de Tomás era alta, de malísima intención, de un temperamento fiero, de larga lengua y fuertes brazos. Se oía a menudo su voz en una continua guerra de palabras con su marido: su cara demostraba que esas disputas no se limitaban a simples dimes y diretes. Sin embargo, nadie se atrevía a interponerse entre ellos. El solitario viajero se encerraba en sí mismo al oír aquel escándalo y rechinar de dientes, observaba a una cierta distancia aquel refugio de malas bestias y se apresuraba a seguir su camino, alegrándose, si era soltero, de no estar casado.

Un día, Tomás Walker, que había tenido que dirigirse a un lugar distante, cortó camino, creyendo ahorrarlo, a través del pantano. Como todos los atajos, estaba mal elegido. Los árboles crecían muy cerca los unos de los otros, alcanzando algunos los treinta metros de altura, debido a lo cual, en pleno día, debajo de ellos parecía de noche, y todas las lechuzas de la vecindad se refugiaban allí. Todo el terreno estaba lleno de baches, en parte cubiertos de bejucos y musgo, por lo que a menudo el viajero caía en un pozo de barro negro y pegadizo; se encontraban también charcos de aguas obscuras y estancadas, donde se refugiaban las ranas, los sapos y las serpientes acuáticas, y donde se pudrían los troncos de los árboles semisumergidos, que parecían caimanes tomando el sol.

Tomás seguía eligiendo cuidadosamente su camino a través de aquel bosque traicionero; saltando de un montón de troncos y raíces a otro, apoyando los pies en cualquier precario pero firme montón de tierra; otras veces se movía sigilosamente como un gato, a lo largo de troncos de árboles que yacían por tierra; de cuando en cuando le asustaban los gritos de los patos silvestres, que volaban sobre algún charco solitario.

Finalmente llegó a tierra firme, a un pedazo de tierra que tenía la forma de una península, que se internaba profundamente en el pantano. Allí se habían hecho fuertes los indios durante las guerras con los primeros colonos. Allí habían construido una especie de fuerte, que ellos consideraron inexpugnable y que utilizaron como refugio para sus mujeres e hijos. Nada quedaba de él, sino una parte de la empalizada, que gradualmente se hundía en el suelo, hasta quedar a su mismo nivel, en parte cubierto ya por los árboles del bosque, cuyo follaje claro se distinguía nítidamente del otro más oscuro de los del pantano.

Ya estaba bastante avanzada la tarde, cuando Tomás Walker llegó al viejo fuerte, donde se detuvo para descansar un rato. Cualquier otra persona hubiera sentido una cierta aversión a descansar allí, pues el común de las gentes tenía muy mala opinión del lugar, la que provenía de historias de los tiempos de las guerras con los indios; se aseguraba que los salvajes aparecían por allí y hacían sacrificios al Espíritu Malo. Sin embargo, Tomás Walker no era hombre que se preocupara de relatos de esa clase. Durante algún tiempo se acostó en el tronco de un árbol caído, escuchó los cantos de los pájaros y con su bastón se dedicó a formar montones de barro. Mientras inconscientemente revolvía la tierra, su bastón tropezó con algo duro. Lo sacó de entre la tierra vegetal y observó con sorpresa que era un cráneo, en el cual estaba firmemente clavada un hacha india. El estado de arma demostraba que había pasado mucho tiempo desde que había recibido aquel golpe mortal. Era un triste recuerdo de las luchas feroces de que había sido testigo aquel último refugio de los aborígenes.

-Vaya -dijo Tomás Walker, mientras de un puntapié trataba de desprender del cráneo los últimos restos de tierra.

-Deje ese cráneo -oyó que le decía una voz gruesa. Tomás levantó la mirada y vio a un hombre negro, de gran estatura, sentado en frente de él, en el tronco de otro árbol. Se sorprendió muchísimo, pues no había oído ni escuchado acercarse a nadie; pero más se asombró al observar atentamente a su interlocutor, tanto como lo permitía la poca luz, y comprender que no era negro ni indio. Es cierto que su vestido recordaba el de los aborígenes y que tenía alrededor del

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