El Diablo Y Tom Walker.
FreciaEspichan12 de Agosto de 2013
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The devil and Tom Walker, Washington Irving (1783-1859)
En Massachusetts, a unos pocos kilómetros de Boston, el mar penetra a gran distancia tierra adentro, partiendo de la Bahía de Charles, hasta terminar en un pantano, muy poblado de árboles. A un lado de esta ría se encuentra un hermoso bosquecillo, mientras que del otro la costa se levanta abruptamente, formando una alta colina, sobre la cual crecían algunos árboles de gran edad y no menor tamaño. De acuerdo con viejas leyendas, debajo de uno de estos gigantescos árboles se encontraba enterrada una parte de los tesoros del Capitán Kidd, el pirata. La ría permitía llevar secretamente el tesoro en un bote, durante la noche, hasta el mismo pie de la colina; la altura del lugar dejaba, además, realizar la labor, observando al mismo tiempo que no andaba nadie por las cercanías, y los corpulentos árboles reconocer fácilmente el lugar. Además, según viejas leyendas, el mismísimo diablo presidió el enterramiento del tesoro y lo tomó bajo su custodia; se sabe que siempre hace esto con el dinero enterrado, particularmente cuando ha sido mal habido. Sea como quiera, Kidd nunca volvió a buscarlo, pues fue detenido poco después en Boston, enviado a Inglaterra y ahorcado allí por piratería.
Por el año 1727, cuando los terremotos se producían con cierta frecuencia en la Nueva Inglaterra, y hacían caer de rodillas a muchos orgullosos pecadores, vivía cerca de este lugar un hombre flaco y miserable, que se llamaba Tomás Walker. Estaba casado con una mujer tan miserable como él: ambos lo eran tanto, que trataban de estafarse mutuamente. La mujer trataba de ocultar cualquier cosa sobre la que ponía las manos; en cuanto cacareaba una gallina, ya estaba ella al quién vive, para asegurarse el huevo recién puesto. El marido rondaba continuamente, buscando los escondrijos secretos de su mujer; abundaban los conflictos ruidosos acerca de cosas que debían ser propiedad común. Vivían en una casa, dejada de la mano de Dios, que tenía un aspecto como si se estuviera muriendo de hambre. De su chimenea no salía humo; ningún viajero se detenía a su puerta; llamaban suyo un miserable caballejo, cuyas costillas eran tan visibles como los hierros de una reja. El pobre animal se deslizaba por el campo, cubierto de un pasto corto, del cual sobresalían rugosas piedras, que si bien excitaba el hambre del animal no llegaba a calmarla; muchas veces sacaba la cabeza fuera de la empalizada, echando una mirada triste sobre cualquiera que pasase por allí, como si pidiera que le sacase de aquella tierra de hambre. Tanto la casa como sus moradores tenían mala fama. La mujer de Tomás era alta, de malísima intención, de un temperamento fiero, de larga lengua y fuertes brazos. Se oía a menudo su voz en una continua guerra de palabras con su marido: su cara demostraba que esas disputas no se limitaban a simples dimes y diretes. Sin embargo, nadie se atrevía a interponerse entre ellos. El solitario viajero se encerraba en sí mismo al oír aquel escándalo y rechinar de dientes, observaba a una cierta distancia aquel refugio de malas bestias y se apresuraba a seguir su camino, alegrándose, si era soltero, de no estar casado.
Un día, Tomás Walker, que había tenido que dirigirse a un lugar distante, cortó camino, creyendo ahorrarlo, a través del pantano. Como todos los atajos, estaba mal elegido. Los árboles crecían muy cerca los unos de los otros, alcanzando algunos los treinta metros de altura, debido a lo cual, en pleno día, debajo de ellos parecía de noche, y todas las lechuzas de la vecindad se refugiaban allí. Todo el terreno estaba lleno de baches, en parte cubiertos de bejucos y musgo, por lo que a menudo el viajero caía en un pozo de barro negro y pegadizo; se encontraban también charcos de aguas obscuras y estancadas, donde se refugiaban las ranas, los sapos y las serpientes acuáticas, y donde se pudrían los troncos de los árboles semisumergidos, que parecían caimanes tomando el sol.
Tomás seguía eligiendo cuidadosamente su camino a través de aquel bosque traicionero; saltando de un montón de troncos y raíces a otro, apoyando los pies en cualquier precario pero firme montón de tierra; otras veces se movía sigilosamente como un gato, a lo largo de troncos de árboles que yacían por tierra; de cuando en cuando le asustaban los gritos de los patos silvestres, que volaban sobre algún charco solitario.
Finalmente llegó a tierra firme, a un pedazo de tierra que tenía la forma de una península, que se internaba profundamente en el pantano. Allí se habían hecho fuertes los indios durante las guerras con los primeros colonos. Allí habían construido una especie de fuerte, que ellos consideraron inexpugnable y que utilizaron como refugio para sus mujeres e hijos. Nada quedaba de él, sino una parte de la empalizada, que gradualmente se hundía en el suelo, hasta quedar a su mismo nivel, en parte cubierto ya por los árboles del bosque, cuyo follaje claro se distinguía nítidamente del otro más oscuro de los del pantano.
Ya estaba bastante avanzada la tarde, cuando Tomás Walker llegó al viejo fuerte, donde se detuvo para descansar un rato. Cualquier otra persona hubiera sentido una cierta aversión a descansar allí, pues el común de las gentes tenía muy mala opinión del lugar, la que provenía de historias de los tiempos de las guerras con los indios; se aseguraba que los salvajes aparecían por allí y hacían sacrificios al Espíritu Malo. Sin embargo, Tomás Walker no era hombre que se preocupara de relatos de esa clase. Durante algún tiempo se acostó en el tronco de un árbol caído, escuchó los cantos de los pájaros y con su bastón se dedicó a formar montones de barro. Mientras inconscientemente revolvía la tierra, su bastón tropezó con algo duro. Lo sacó de entre la tierra vegetal y observó con sorpresa que era un cráneo, en el cual estaba firmemente clavada un hacha india. El estado de arma demostraba que había pasado mucho tiempo desde que había recibido aquel golpe mortal. Era un triste recuerdo de las luchas feroces de que había sido testigo aquel último refugio de los aborígenes.
-Vaya -dijo Tomás Walker, mientras de un puntapié trataba de desprender del cráneo los últimos restos de tierra.
-Deje ese cráneo -oyó que le decía una voz gruesa. Tomás levantó la mirada y vio a un hombre negro, de gran estatura, sentado en frente de él, en el tronco de otro árbol. Se sorprendió muchísimo, pues no había oído ni escuchado acercarse a nadie; pero más se asombró al observar atentamente a su interlocutor, tanto como lo permitía la poca luz, y comprender que no era negro ni indio. Es cierto que su vestido recordaba el de los aborígenes y que tenía alrededor del cuerpo un cinturón rojo, pero el color de su rostro no era ni negro ni cobrizo, sino sucio obscuro, y manchado de hollín, como si estuviera acostumbrado a andar entro el fuego y las fraguas. Un mechón de pelo hirsuto se agitaba sobre su cabeza en todas direcciones; llevaba un hacha sobre los hombros.
Durante un momento observó a Tomás con sus grandes ojos rojos.
-¿Qué hace usted en mis terrenos? -preguntó el hombre tiznado, con una voz ronca y cavernosa.
-¡Sus terrenos! - exclamó burlonamente Tomás.
Son tan suyos como míos; pertenecen al diácono Peabody.
-Maldito sea el diácono Peabody -dijo el extraño individuo-; ya me he prometido que así será, si no se fija un poco más en sus propios pecados y menos en los del vecino. Mire hacia allí y verá cómo le va al diácono Peabody.
Tomás miró en la dirección que indicaba aquel extraño individuo y observó uno de los grandes árboles, bien cubierto de hojas, por su parte exterior, pero cuyo tronco estaba enteramente carcomido, tanto que debía estar enteramente hueco, por lo que lo derribaría el primer viento fuerte. Sobre la corteza del árbol estaba grabado el nombre del diácono Peabody, un personaje eminente, que se había enriquecido mediante ventajosos negocios con los indios. Tomás echó una mirada alrededor y notó que la mayoría de los altos árboles estaban marcados con el nombre de algún encumbrado personaje de la colonia y que todos ellos estaban próximos a caer. El tronco sobre el cual estaba sentado parecía haber sido derribado hacía muy poco tiempo; llevaba el nombre de Growninshield; Tomás recordó que era un poderoso colono, que hacía gran ostentación de sus riquezas, de las cuales se decía que habían sido adquiridas mediante actos de piratería.
-Está pronto para el fuego -dijo el hombre negro, con aire de triunfo-. Como usted ve, estoy bien provisto de leña para el invierno.
-¿Pero qué derecho tiene usted a cortar árboles en las tierras del diácono Peabody? -preguntó Tomás asombrado.
-El derecho que proviene de haber ocupado anteriormente estas tierras -respondió el otro-. Me pertenecían antes de que ningún hombre blanco pusiera el pie en esta región.
-¿Quién es usted, si se puede saber? -preguntó Tomás.
-Me conocen por diferentes nombres. En algunos países soy el cazador furtivo; en otros, el minero negro. En esta región me llaman el leñador negro. Soy aquel a quien los hombres de bronce consagraron este lugar, y en honor del cual alguna que otra vez asaron un hombre blanco, puesto que gusto del olor de los sacrificios. Desde que los indios han sido exterminados por vosotros, los salvajes blancos, me divierto presidiendo las persecuciones de cuáqueros y anabaptistas. Soy el protector de los negreros y Gran Maestre de las brujas de Salem.
-En pocas palabras, si no estoy equivocado -dijo Tomás audazmente-, usted es el mismísimo demonio, como se le
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