El pie del diablo
crispaalvaSíntesis24 de Septiembre de 2012
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El pie del diablo
Arthur Conan Doyle
Al relatar de vez en cuando algunas de las experiencias curiosas y los recuerdos
interesantes que asocio con mi amistad íntima y prolongada con Mr. Sherlock Holmes, me
he topado constantemente con las dificultades que me ha causado su aversión por la
publicidad. Para su carácter austero y cínico el aplauso popular siempre ha sido aborrecible,
y nada le divertía más al cerrar con éxito un caso que traspasar el mérito a algún oficial
ortodoxo, y escuchar con sonrisa burlona el coro general de felicitaciones equivocadas. Ha
sido en realidad esta actitud por parte de mi amigo, y no desde luego la falta de material
interesante, lo que en los últimos años me ha obligado a publicar muy pocos de mis relatos.
Mi participación en algunas de sus aventuras siempre ha sido un privilegio que me ha
exigido discreción y reticencia.
Quedé, pues, enormemente sorprendido al recibir el martes pasado un telegrama de Holmes
-nunca se ha sabido de él que escribiera cuando bastaba un telegrama- en los términos
siguientes: “¿Por qué no contarles el horror de Cornualles, el más extraño caso que se me
ha encomendado?” Ignoro qué resaca de su cerebro había refrescado el caso en su memoria,
o qué antojo le había hecho desear que yo lo relatase; pero me apresuré, antes de que
llegara otro telegrama cancelando aquél, a rebuscar las notas que me darían los detalles
exactos del caso, y a exponerles el caso a mis lectores.
Fue en la primavera del año 1897, cuando en la férrea constitución de Holmes aparecieron
algunos síntomas de debilitamiento frente a un trabajo duro, constante y del tipo más
agotador, agravado, además, por sus propias imprudencias ocasionales. En marzo de aquel
año el doctor Moore Agar, de la calle Harley, cuya dramática presentación a Holmes quizá
cuente algún día, le dio órdenes terminantes al famoso detective privado de dejar a un lado
todos sus casos y entregarse a un completo descanso, si quería evitar un colapso. Su estado
de salud no era asunto por el que Holmes se tomase el más mínimo interés, ya que tenía una
gran capacidad de abstracción mental, pero al final fue inducido, bajo la amenaza de quedar
inhabilitado para el trabajo de forma permanente, a buscarse un cambio total de escena y de
aires. Así fue como a principios de primavera de aquel mismo año nos trasladamos a una
casita de campo cerca de la bahía de Poldhu, en el extremo más alejado de la península de
Cornualles.
Era un lugar singular, especialmente adecuado para el humor sombrío de mi paciente.
Desde las ventanas de nuestra casita encalada, construida en lo alto de una colina muy
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verde, dominábamos todo el siniestro semicírculo de la bahía de Mounts, esa antigua
trampa mortal para los veleros, con su hilera de negros acantilados y arrecifes azotados por
las olas, contra los que habían hallado la muerte innumerables marineros. Con viento del
norte la bahía permanece plácida y abrigada, invitando a las embarcaciones sacudidas por la
tempestad a virar hacia ella en busca de descanso y protección.
Pero luego vienen el súbito remolino de viento, las ráfagas huracanadas del sudoeste, el
ancla arrancada, la orilla a sotavento, y la última batalla en el rompiente espumoso. El
marinero prudente está siempre alejado de ese lugar maldito.
Por el lado de tierra nuestros alrededores eran tan sombríos como el mar. Era aquélla una
zona de páramos ondulantes, solitarios y grises, con un campanario aquí y allá para marcar
el emplazamiento de algún que otro pueblo de tiempos pasados. En cualquier dirección de
los páramos había vestigios de una raza ya desaparecida que no había dejado como
constancia de su paso sino extraños monumentos de piedra, túmulos irregulares que
contenían las cenizas incineradas de los muertos, y curiosas construcciones de tierra que
apuntaban a la lucha prehistórica. El embrujo y misterio de la región, con su siniestra
atmósfera de naciones olvidadas, apelaba a la imaginación de mi amigo, quien pasaba gran
parte de su tiempo dando largos paseos y sumiéndose en meditaciones solitarias en los
páramos. La antigua lengua de Cornualles también había atraído su atención, y recuerdo
que se le metió en la cabeza la idea de que era muy similar al caldeo y constituía una
derivación directa del lenguaje de los comerciantes de estaño fenicios.
Recibió un envío de libros de filología, y se disponía a consagrarse al desarrollo de su tesis
cuando de repente, para pesar mío y alborozo manifiesto de él, nos encontramos, incluso en
aquella tierra de sueños, sumergidos en un problema ocurrido a nuestra puerta, más intenso,
más absorbente e infinitamente más misterioso que cualquiera de los que nos habían hecho
salir de Londres. Nuestra vida sencilla y plácida, nuestra saludable rutina fueron
interrumpidas violentamente, y nosotros nos vimos precipitados en el centro de una serie de
sucesos que provocaron una excitación extrema no sólo en Cornualles, sino también en toda
la parte occidental de Inglaterra. Quizá muchos de mis lectores conserven algún recuerdo
de lo que se llamó entonces el “Horror de Cornualles”, aunque a la prensa de Londres no
llegó más que un relato muy incompleto del asunto. Ahora, trece años después, voy a dar a
conocer públicamente los auténticos detalles de aquel caso inconcebible.
Ya he dicho que unos cuantos campanarios diseminados indicaban la situación de los
pueblos que salpicaban aquella parte de Cornualles. El más cercano era la aldea de
Tredannick Wollas, donde las casas de unos doscientos habitantes se apiñaban en torno a
una iglesia antigua y cubierta de musgo. El vicario de la parroquia, Mr. Roundhay, tenía
algo de arqueólogo, y, como tal, había trabado amistad con Holmes. Era un hombre de
mediana edad, atractivo y afable, con un caudal considerable de erudición local. Invitados
por él, fuimos un día a tomar el té en la vicaría, conociendo asimismo a Mr. Mortimer
Tregennis, un caballero independiente que había incrementado los escasos recursos del
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sacerdote alquilando habitaciones en su casa espaciosa y destartalada. El vicario, que era
soltero, estaba encantado de haber llegado a un acuerdo de este tipo, a pesar de no tener
apenas nada en común con su huésped, que era un hombre delgado, moreno, con gafas, y
con un encorvamiento de espalda que daba la impresión de una auténtica deformidad física.
Recuerdo que durante nuestra corta visita encontramos al vicario locuaz, y a su inquilino
extrañamente reservado, con expresión triste, y entregado a la introspección; todo el tiempo
permaneció sentado con la mirada perdida, aparentemente absorto en sus propios asuntos.
Esos fueron los dos hombres que entraron abruptamente en nuestra sala de estar el martes
16 de marzo, poco después de la hora del desayuno, cuando estábamos fumando juntos y
preparándonos para nuestra excursión diaria por los páramos.
-Mr. Holmes -dijo el vicario, con voz agitada-, durante la noche ha ocurrido un suceso de lo
más trágico y extraordinario. Es algo de verdad insólito. No podemos sino considerar como
un don de la providencia que esté usted aquí en estos momentos, porque en toda Inglaterra
no hay un hombre al que necesitemos más.
Clavé en el intruso vicario una mirada poco amistosa; pero Holmes se quitó la pipa de los
labios y se irguió en su silla, como un viejo sabueso que oye el grito de “¡Zorr o a la vista!”
Señaló el sofá con el dedo, y el palpitante vicario, con su agitado compañero, se sentaron en
él, uno junto al otro. Mr. Mortimer Tregennis se dominaba más que el sacerdote, pero el
crispamiento de sus manos delgadas y el brillo de sus ojos oscuros delataban la emoción
que compartía con éste.
-¿Hablo yo, o lo hace usted? -preguntó al vicario.
-Bueno, como parece ser que es usted quien ha hecho el descubrimiento, sea lo que fuere, y
el vicario lo sabe todo de segunda mano, quizá será mejor que hable, Mr. Tregennis -dijo
Holmes.
Lancé una mirada al vicario, vestido apresuradamente, a su inquilino, sentado junto a él,
ataviado con toda formalidad, y me divirtió la sorpresa que había producido en sus rostros
la simple deducción de Holmes.
-Quizá será mejor que diga primero unas palabras -dijo el vicario-, y entonces usted mismo
juzgará si prefiere escuchar los detalles de Mr. Tregennis, o salir corriendo sin pérdida de
tiempo hacia el escenario de tan misterioso suceso. Explicaré, pues, que nuestro amigo aquí
presente pasó la velada de ayer en compañía de sus dos hermanos, Owen y George, y en la
de su hermana, Brenda, en su casa de Tredannick Wartha, que está cerca de la vieja cruz de
piedra de l páramo. Les dejó poco después de las diez, jugando a cartas en torno a la mesa
del comedor, de buen humor y con excelente salud. Esta mañana, como es hombre
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