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El Lobo Estepario

omg_041117 de Junio de 2014

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El lobo estepario

Hermann Hesse

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ANOTACIONES DE HARRY HALLER

Sólo para locos

El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había

malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de

vivir; había trabajado un buen rato, dando vueltas a los libros viejos; había tenido

dolores durante dos horas, como suele tenerlos la gente de alguna edad; había tomado

unos polvos y me había alegrado de que los dolores se dejaran engañar; me había dado

un baño caliente, absorbiendo el calorcillo agradable; había recibido tres veces el correo

y hojeado las cartas, todas sin importancia, y los impresos, había hecho mi gimnasia

respiratoria, dejando hoy por comodidad los ejercicios de meditación; había salido de

paseo una hora y había visto dibujadas en el cielo bellas y delicadas muestras de

preciosos cirros. Esto era muy bonito, igual que la lectura en los viejos libros y el estar

tendido en el baño caliente; pero, en suma, no había sido precisamente un día

encantador, no había sido un día radiante, de placer y Ventura, sino simplemente uno de

estos días como tienen que ser, por lo visto, para mí desde hace mucho tiempo los

corrientes y normales; días mesuradamente agradables, absolutamente llevaderos,

pasables y tibios, de un señor descontento y de cierta edad; días sin dolores especiales,

sin preocupaciones especiales, sin verdadero desaliento y sin desesperanza; días en los

cuales puede meditarse tranquila y objetivamente, sin agitaciones ni miedos, hasta la

cuestión de si no habrá llegado el instante de seguir el ejemplo del célebre autor de los

Estudios y sufrir un accidente al afeitarse.

El que haya gustado los otros días, los malos, los de los ataques de gota o los del

maligno dolor de cabeza clavado detrás de los globos de los ojos, y convirtiendo, por

arte del diablo, toda actividad de la vista y del oído de una satisfacción en un tormento,

o aquellos días de la agonía del espíritu, aquellos días terribles del vacío interior y de la

desesperanza, en los cuales, en medio de la tierra destruida y esquilmada por las

sociedades anónimas, nos salen al paso, con sus muecas como un vomitivo, la

humanidad y la llamada cultura con su fementido brillo de feria, ordinario y de hojalata,

concentrado todo y llevado al colmo de lo insoportable dentro del propio yo enfermo; el

que haya gustado aquellos días infernales, ése ha de estar muy contento con estos días

normales y mediocres como el de hoy; lleno de agradecimiento se sentará junto a la

amable chimenea y con agradecimiento comprobará, al leer el periódico de la mañana,

que no se ha declarado ninguna nueva guerra ni se ha erigido en ninguna parte ninguna

nueva dictadura, ni se ha descubierto en política ni en el mundo de los negocios ningún

chanchullo de importancia especial; con agradecimiento habrá de templar las cuerdas de

su lira enmohecida para entonar un salmo de gratitud mesurado, regularmente alegre y

casi placentero, con el que aburrir a su callado y tranquilo dios contentadizo y mediocre,

como anestesiado con un poco de bromuro; y en el ambiente de tibia pesadez de este

aburrimiento medio satisfecho, de esta carencia de dolor tan de agradecer, se parecen

los dos como hermanos gemelos, el monótono y adormilado dios de la mediocridad y el

hombre mediocre algo encanecido que entona el salmo amortiguado.

Es algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos días

llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer,

donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas. Ahora bien, conmigo se da el

caso, por desgracia, de que yo no soporto con facilidad precisamente esta

semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta intolerablemente odiosa y repugnante, y

tengo que refugiarme desesperado en otras temperaturas, a ser posible por la senda de

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los placeres y también por necesidad por el camino de los dolores. Cuando he estado

una temporada sin placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de

los llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan

doloroso y de miseria, que al dormecino dios de la semisatisfacción le tiraría a la cara

satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir dentro de mí arder un

dolor verdadero y endemoniado que esta confortable temperatura de estufa. Entonces se

inflama en mi interior un fiero afán de sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de

esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de

hacer polvo alguna cosa, por ejemplo, unos grandes almacenes o una catedral, o a mí

mismo, de cometer temerarias idioteces, de arrancar la peluca a un par de ídolos

generalmente respetados, de equipar a un par de muchachos rebeldes con el soñado

billete para Hamburgo, de seducir a una jovencita o retorcer el pescuezo a varios

representantes del orden social burgués. Porque esto es lo que yo más odiaba,

detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta

salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y

próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente.

En tal disposición de ánimo terminaba yo, al oscurecer, aquel día adocenado y

llevadero. No lo terminaba de la manera normal y conveniente para un hombre algo

enfermo, entregándome a la cama preparada y provista de una botella de agua caliente

a modo de imán; sino que insatisfecho y asqueado por mi poquito de trabajo y

descorazonado, me calcé los zapatos, me embutí en el abrigo, dirigiéndome a la calle

rodeado de niebla y oscuridad, para beber en la hostería del Casco de Acero lo que los

hombres que beben llaman «un vaso de vino«, según un convencionalismo antiguo.

Así bajaba yo, pues, la escalera de mi sotabanco, estas penosas escaleras de la tierra

extraña, estas escaleras burguesas, cepilladas y limpias, de una decentísima casa de

alquiler para tres familias, junto a cuyo tejado tenía yo mi celda. No sé cómo es esto,

pero yo, el lobo estepario sin hogar, el enemigo solitario del mundo de la pequeña

burguesía, yo vivo siempre en verdaderas casas burguesas. Esto debe ser un viejo

sentimentalismo por mi parte. No vivo en palacios ni en casas de proletarios, sino

siempre exclusivamente en estos nidos de la pequeña burguesía, decentísimos,

aburridísimos e impecablemente cuidados, donde huele a un poco de trementina y a un

poco de jabón y donde uno se asusta, si alguna vez se da un golpazo al cerrar la puerta

de la casa o si se entra con los zapatos sucios. Me gusta sin duda esta atmósfera desde

los años de mi infancia, y mi secreta nostalgia hacia algo así como un hogar me lleva,

sin esperanza, una y otra vez, por estos necios caminos.

Así es, y me gusta también el contraste en el que está mi vida, mi vida solitaria,

ajetreada y sin afectos, completamente desordenada, con este ambiente familiar y

burgués. Me complace respirar en la escalera este olor de quietud, orden, limpieza,

decencia y domesticidad, que a pesar de mi odio a la burguesía tiene siempre algo

emotivo para mí, y me complace luego atravesar la puerta de mi cuarto, donde todo

esto termina, donde entre los montones de libros me encuentro las colillas de los

cigarros y las botellas de vino, donde todo es desorden, abandono e incuria, y donde

todo, libros, manuscritos, ideas, está sellado e impregnado por la miseria del solitario,

por la problemática de la naturaleza humana, por el vehemente afán de dotar de un

nuevo sentido a la vida del hombre que ha perdido el que tenía.

Y entonces pasé junto a la araucaria. En efecto, en el primer piso de esta casa

desemboca la escalera en el pequeño vestíbulo de una vivienda, que sin duda es aún

más impecable, más limpia y más lustrosa que las demás, pues este modesto vestíbulo

reluce por un cuidado sobrehumano, es un brillante y pequeño templo del orden. Sobre

el suelo de parqué, que uno no se atreve a pisar, hay dos elegantes taburetes, y sobre

cada taburete una gran maceta; en una crece una azalea, en la otra una araucaria

bastante magnífica, un árbol infantil sano y recto, de la mayor perfección, y hasta la

última hoja acicular de la última rama reluce con la más fresca nitidez. A veces, cuando

me creo inobservado, uso este lugar como templo, me siento en un escalón sobre la

araucaria, descanso un poco, junto las manos y miro con devoción hacia abajo a este

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jardín del orden, cuyo aspecto emotivo y ridícula soledad me conmueven el alma de un

modo extraño. Detrás de este vestíbulo, por decirlo así, en la sombra sagrada de la

araucaria, barrunto una vivienda llena de caoba reluciente, una vida llena de decencia y

de salud, de levantarse temprano y cumplimiento del deber, fiestas familiares alegres

con moderación, visitas a la iglesia los domingos y acostarse a primera hora.

Con fingida alegría me puse a trotar

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