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Juan León Мera "Сumandá"


Enviado por   •  21 de Octubre de 2012  •  Reseñas  •  2.725 Palabras (11 Páginas)  •  498 Visitas

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AUTOR: JUAN LEÓN MERA

TITULO: CUMANDÁ

CAPITULO I LAS SELVAS DEL ORIENTE

El monte Tungurahua, de hermosa figura cónica y de cumbre siempre blanca,parece haber sido arrojado por la mano de Dios sobre la cadena oriental de losAndes, la cual, hendida al terrible golpe, le ha dado ancho asiento en el fondo de susentrañas. En estas profundidades ya los pies del coloso que, no obstante susituación, mide 5.087 metros de altura sobre el mar, se forma el río Pastaza de launión del Patate que riega el este de la provincia que lleva el nombre de aquellagran montaña, y del Chambo que, después de recorrer gran parte de la provincia delChimborazo, se precipita furioso y atronador por su cauce de lava y micaesquista.El Chambo causa vértigo a quienes por primera vez lo contemplan: se golpea contralos peñascos, salta convertido en espuma, se hunde en sombríos vórtices, vuelve asurgir a borbotones, se retuerce como un condenado, brama como cien torosheridos, truena como la tempestad, y mezclado luego con el otro río continúa conmayor ímpetu cavando abismos y estremeciendo la tierra, hasta que da el famososalto de Agoyán, cuyo estruendo se oye a considerable distancia. Desde este punto,a una hora de camino del agreste y bello pueblecito de Baños, toma el nombre dePastaza, y su carrera, aunque majestuosa, es todavía precipitada hasta muchasleguas abajo. Desde aquí también comienza a recibir mayor número de tributarios,siendo los más notables, antes del cerro Abitahua, el Río Verde, de aguas cristalinasy puras, y el Topo, cuyos orígenes se hallan en las serranías de Llanganate, en otrotiempo objeto de codiciosas miras, porque se creía le encerraba riquísimas minas deoro.El Pastaza, uno de los reyes del sistema fluvial de los desiertos orientales, que seconfunden y mueren en el seno del monarca de los ríos del mundo, tiene las orillasmás groseramente bellas que se puede imaginar, a lo menos desde lasinmediaciones del mentado pueblecito hasta largo espacio de la confluencia delTopo. El cuadro, o más propiamente la sucesión de cuadros que ellas presentan,cambian de aspecto, en especial pasado el Abitahua hasta el gran Amazonas.En la parte en la que nos ocupamos, agria y salvaje, por extremo, parece que losAndes, en violenta lucha con las ondas, se han rendido solo a más no poder y lashan dejado abrirse paso por sus más recónditos senos. A derecha e izquierda la secular vegetación ha llegado a cubrir los estrechos planos, las caprichosas gradas,los bordes de los barrancos, las laderas y hasta las paredes casi perpendiculares deesa estupenda rotura de la cadena andina; y por entre columnatas de cedros ypalmeras, y arcadas de lianas, y bóvedas de esmeraldas y oro bajan, siempre asaltos y tumbos, y siempre bulliciosos, los infinitos arroyos que engruesan, amén de los ríos secundarios, el venaje del río principal. Podría decirse que todos ellosbuscan con desesperación el término de su carrera seducidos y alucinados por lasvoces de su soberano que escucharon allá entre las breñas de la montaña.El viajero no acostumbrado a penetrar por estas selvas, a saltar esos arroyos, esguazar esos ríos, bajar y subir por las pendientes de esos abismos anda desorpresa en sorpresa, y juzga los peligros que va arrostrando mayores de lo que son en verdad. Pero estos mismos peligros y sorpresas, entre las cuales hay no pocasagradables, contribuyen a hacerle sentir menos el cansancio y la fatiga, no obstanteque, ora salva de un vuelo un trecho desmesurado, ora da pasitos de a sesma; ya vade puntillas, ya de talón ya con el pie torcido; y se inclina, se arrastra, se endereza,se balancea, cargando todo el cuerpo en el largo bastón de caña brava, se resbalapor el descortezado tronco de un árbol caído, se hunde en el cieno, se suspende ycolumpia de un bejuco, mirando a sus pies por entre las roturas del follaje lasagitadas aguas del Pastaza, a más de doscientos metros de profundidad o bienoyendo solamente su bramido en un abismo que parece sin fondo... En talescaminos, si caminos pueden llamarse, todo el mundo tiene que ser acróbata porfuerza.El paso del Topo es de lo más medroso. Casi equidistantes una de otra hay en lamitad del cauce dos enormes piedras bruñidas por las ondas que golpean ydespedazan contra ellas; son los machones centrales del puente más extraordinarioque se puede forjar con la imaginación, y que se lo pone, sin embargo, por manosde hombres en los momentos en que es preciso trasladarse a las faldas delAbitahua; ese puente es, como si dijéramos, lo ideal de lo terrible realizado por laaudacia de la necesidad. Consiste la peregrina fábrica en tres guadúas de algunosmetros de longitud tendidas de la orilla a la primera piedra de ésta a la segunda y deaquí a la orilla opuesta. Sobre los hombros de los prácticos más atrevidos, que hanpasado primero y se han colocado cual estatuas en las piedras y las márgenes,descansan otras guadúas que sirven de pasamano a los demás transeúntes. Lacaña tiembla y se comba al peso del cuerpo; la espuma rocía los pies; el ruido de lasondas asorda; el vértigo amenaza, y el corazón más valeroso duplica sus latidos. Alcabo está uno de la banda de allá del río, y el puente no tarda en desaparecerarrebatado de la corriente.En seguida comienza la ascensión del Abitahua, que es un soberbio altar de gradasde sombría verdura, levantado donde acaba propiamente la rotura de los Andes quehemos bosquejado, y empiezan las regiones orientales. En sus crestas máselevadas, esto es, a una altura de cerca de mil metros, descuellan centenares depalmas que parecen gigantes extasiados en alguna maravilla que está detrás, y queel caminante no puede descubrir mientras no pise el remate del último escalón. ycierto, una vez coronada la cima, se escapa de lo íntimo del alma un grito deasombro; allí está otro mundo; allí la naturaleza muestra con ostentación una de susfases más sublimes: es la inmensidad de un mar de vegetación prodigiosa bajo laazul inmensidad del cielo. A la izquierda ya lo lejos la cadena de los Andes semejauna onda de longitud infinita, suspensa en un momento por la fuerza de dos vientosencontrados; al frente ya la derecha no hay más que la vaga e indecisa línea delhorizonte entre los espacios celestes y la superficie de las selvas, en la que semueve el espíritu de Dios como antes de los tiempos se movía sobre la superficie delas aguas. Algunas cordilleras de segundo y tercer orden, ramales de las principales,y casi todas tendidas del Oeste al Este, no son sino breves eminencias, arrugasinsignificantes que apenas interrumpen el nivel de ese grande Sahara de verdura.En los primeros términos se alcanzan a distinguir millares de puntos de relieve comolas motillas de una inconmensurable manta desdoblada a los pies del espectador:son las palmeras que han levantado las cabezas buscando

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