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LA HOJARASCA

kimberly2515 de Octubre de 2011

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“LA HOJARASCA”

Gabriel García Márquez

INTRODUCCIÓN

Gabriel José de la Concordia García Márquez, hijo de Gabriel Eligio García y de Luisa Santiaga Márquez Aguarán. Nació el 6 de marzo de1927 en Aracataca, en el departamento del Magdalena, Colombia. Gran escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. Es conocido familiarmente y por todos sus amigos como Gabito (hipocorístico guajiro para Gabriel) o por su apócope “Gabo” desde que Eduardo Zalamea Borda subdirector del diario El Espectador, comenzara a llamarle así.

Gabriel García Márquez es famoso tanto por su genio como escritor, como por su habilidad de usar este talento para compartir sus ideologías políticas. Su sueño era ser periodista y escribir novelas; también quería crear una sociedad más justa. Para La hojarasca, su primera novela, le llevó varios años encontrar un editor. Finalmente se publicó en 1955, y aunque la crítica fue excelente, la mayor parte de la edición se quedó en bodega y el autor no recibió de nadie ni un céntimo por regalías. García Márquez señala que de todo lo que había escrito, La hojarasca fue su favorita porque consideraron que era la más sincera y espontánea.

En la obra, hace invención de la aldea que él llama Macondo. Él usa su ciudad natal de Aracataca (Colombia), como una referencia geográfica para crear esta ciudad imaginaria, pero la representación del pueblo no se limita a esta área específica. García Márquez comparte: «Macondo no es tanto un lugar como un estado de ánimo».

Este pueblo de ficción se ha vuelto notorio conocido en el mundo literario y su geografía y los habitantes son constantemente invocados por profesores, políticos y agentes que hacen difícil de creer que es una pura invención. En La hojarasca, García Márquez describe la realidad del auge del banano en Macondo, que incluyen un período aparente de gran riqueza durante la presencia de empresas de los Estados Unidos, y un período de depresión con la salida de las empresas estadounidenses relacionadas con el banano. Además, Cien años de soledad se lleva a cabo en Macondo y narra la historia completa de esta ciudad ficticia desde su fundación hasta su desaparición con el último Buendía.

“LA HOJARASCA”

Gabriel García Márquez

Por primera vez he visto un cadáver. Es miércoles presiento como si fuera domingo porque no he ido a la escuela y me han puesto ropa que me aprieta en alguna parte.

De la mano de mamá, siguiendo a mi abuelo que tantea con el bastón a cada paso para no tropezar Hemos venido a la casa donde está el muerto. El calor es sofocante en la pieza cerrada. En la habitación donde han puesto el cadáver huele a baúles, pero no los veo. Mama también se ha vestido como si fuera domingo.

Mi abuelo ha ordenado a los hombres que pongan el ataúd junto a la cama. No sé porque me han traído. Nunca había entrado en esta casa. Siempre creí que estaba desocupada.

Había un hombre oscuro, estirado, inmóvil. No sé porque no ha venido nadie al entierro. Hemos venido mi abuelo, mamá y los cuatro guajiros que trabajan para mi abuelo. Si mi madre no estuviera extraña y distraída, le preguntaría por qué hacen eso. No entiendo por tienen que regar cal dentro de la caja. En el lecho parecía como si el muerto estuviera con dificultad. En el ataúd parece más cómodo, más tranquilo.

No he debido traer al niño. No le conviene este espectáculo. Podríamos decir a papá que no nos sentimos bien en un cuarto en el que se han acumulado, durante diecisiete años, los residuos de un hombre desvinculado de todo lo que pueda ser considerado como afecto o agradecimiento.

Me preocupa la ridiculez que hay en todo esto. Imagino la expresión de las mujeres en las ventanas, viendo pasar a mi padre, viéndome pasar a mi padre, viéndome pasar con el niño detrás de una caja mortuoria en cuyo interior se va pudriendo la única persona a quien el pueblo había querido ver así, conducida al cementerio en medio de un implacable abandono, seguido por las tres personas que decidieron hacer la obra de misericordia que ha de ser el principio de su propia vergüenza.

No he debido traer al niño. No le conviene este espectáculo. A mí misma, que voy a cumplir

treinta años, me perjudica este ambiente enrarecido por la presencia del cadáver. Podríamos

salir ahora. Podríamos decir a papá que no nos sentimos bien en un cuarto en el que se han

acumulado, durante diecisiete años, los residuos de un hombre desvinculado de lodo lo que

pueda ser considerado como afecto o agradecimiento. Quizás ha sido mi padre la ultima

persona que ha sentido por él alguna simpatía. Una inexplicable simpatía que ahora le

sirve para no pudrirse dentro de estas cuatro paredes.

Ahora nosotros privaremos a Macondo de un placer largamente deseado. Siento como si, en

esta manera, esta determinación nuestra hiciera nacer en el corazón de la gente, no el

melancólico sentimiento de una frustración, sino el de un aplazamiento.

Si Meme estuviera viva, aquí en la casa, tal vez sería distinto. Podría creerse que vine por ella.

Podría creerse que vine a participar de ese dolor que ella no habría sentido, pero que habría

podido aparentar y que el pueblo habría podido explicarse. Meme desapareció hace alrededor

de once años. La muerte del doctor acababa con la posibilidad de conocer su paradero, o, al

menos, el paradero de sus hueso

Oigo pitar el tren en la última vuelta. «Son las dos y media», pienso; y no puedo sortear la idea

de que a esta hora todo Macondo está pendiente de lo que hacemos en esta casa. Pienso en la

señora Rebeca, flaca y apergaminada, con algo de fantasma doméstico en el mirar y el vestir,

sentada junto al ventilador eléctrico y con el rostro sombreado por las alambreras de sus

ventanas. Mientras oye el tren que se pierde en la última vuelta, la señora Rebeca inclina la

cabeza hacia el ventilador, atormentada por la temperatura y el resentimiento, con las aspas de

su corazón girando como las paletas del ventilador (pero en sentido inverso) y murmura: «El

diablo tiene la mano en todo esto», y se estremece, atada a la vida por las minúsculas raíces

de lo cotidiano.

Y Águeda, la tullida, viendo a Sólita que regresa de la estación después de despedir a su novio;

viéndola abrir la sombrilla al voltear la esquina desierta; sintiéndola acercarse con el regocijo

sexual que ella misma tuvo alguna vez y que se le transformó en esa paciente enfermedad

religiosa que la hace decir: «Te revolcarás en la cama como un cerdo en su muladar.»

Papá tiene la sangre fría para todo esto. Hasta para ordenar que destapen el ataúd y coloquen

el zapato que se olvidaba en la cama. Sólo el podía interesarse en la ordinariez de este

hombre. No me sorprendería que cuando salgamos con el cadáver la multitud esté aguardándonos a la puerta con los excrementos acumulados durante la noche y nos den un baño de

inmundicias por interferir la voluntad del pueblo.

Ahora estaría yo en la casa, tranquila, si hace veinticinco años no hubiera llegado este hombre

donde mi padre con una carta de recomendación que nadie supo nunca de dónde vino, y se

hubiera quedado entre nosotros, alimentándose de hierba y mirando a las mujeres con esos

codiciosos ojos de perro que le han saltado de las órbitas.

Todavía no se han clavado, pero me parece que ese

zumbido que confundí al principio con el rumor de un ventilador eléctrico en el vecindario, es el

tropel de las moscas golpeando, ciegas, contra !as paredes del ataúd y la cara del muerto. Sacudo la cabeza; cierro los ojos; veo a mi abuelo que abre un baúl y saca algunas cosas que no

alcanzo a distinguir; veo en la cama las cuatro brasas sin nadie de los tabacos encendidos.

Alguien entra a la habitación. Es uno de los hombres de mi abuelo, seguido por un agente de la

policía y un hombre que viste también pantalón de dril verde, lleva cinturón con revólver y

sostiene en la mano un sombrero de ala ancha y volteada. Mi abuelo se adelanta a recibirlo. El

hombre del pantalón verde tose en la oscuridad, dice algo a mi abuelo, vuelve a toser; y

tosiendo aún ordena al agente violentar la ventana.

Entonces el alcalde se incorpora, la camisa abierta, sudoroso, enteramente trastornada la

expresión. Se acerca a mí congestionado por la exaltación que le produce su propio

argumento. «No podemos asegurar que está muerto mientras no empiece a oler», dice, y

acaba de abotonarse la camisa y enciende un cigarrillo, el rostro vuelto de nuevo hacia el

ataúd, pensando quizás: Ahora no pueden decir que estoy fuera de la ley.

Ahora me doy cuenta de que el alcalde comparte los rencores del pueblo. Es un sentimiento

alimentado durante diez años, desde aquella noche borrascosa en que trajeron los heridos a la

puerta y le gritaron (porque no abrió; habló desde adentro); le gritaron: «Doctor, atienda a estos

heridos que ya los otros médicos no dan abasto», y todavía sin abrir (porque la puerta

...

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