La Vida Simplemente
cristian123456730 de Junio de 2014
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Oscar Castro
LA VIDA SIMPLEMENTE
“ Uso exclusivo de Vitanet, Biblioteca Virtual 2002”
PRIMERA PARTE
LA CASA DEL FAROL AZUL
El tren de los mineros pita tres veces cuando las primeras casas del pueblo surgen en la distancia. La calle que corre paralela a la vía férrea —la última de la ciudad por el sur— empuja rostros curiosos a cada ventana y a cada puerta. Surge el muchacho desharrapado y mugriento a quien el alarido del silbato y el resoplar de las calderas hizo abandonar su trompo en el patio interior. Surge la mujer con un hijo esmirriado en los brazos, y por frente a sus ojos van cruzando los pequeños vagones con las ventanillas taponadas de rostros duros y curtidos. Surge el obrero cesante que aguarda al amigo que viene “de arriba’’ con los bolsillos pesados de billetes. Y la locomotora sacude sobre los techos bajos y cariados el humo espeso de su chimenea, remeciendo los trozos de vidrio que por casualidad quedan intactos en alguna vivienda. Son las tres y quince minutos. En las ventanillas de los vagones aletean manos morenas; otras manos responden desde abajo; y el trencito, más que vidas humanas, lleva una carga de esperanzas. Esto sucede todos los días. Siempre hay rostros asomados a las ventanas a las tres y quince de la tarde. Siempre hay manos que saludan y manos que responden. Siempre hay una mujer triste que ya no aguarda nada y que contempla, sin embargo, cómo pasan los vagones por frente a sus ojos que se cansaron de mirar la vida. La calle es una cosa olvidada por los que viven más al centro. Tiene casas por un solo lado, y el viento del sur, tras galopar por los
potreros libres, viene a estrellarse en ella como en un gris tajamar. Hay paredes ruinosas por todas partes; perros echados al descuido sobre la tierra caliente; matas de zarzamoras, yuyos, achicorias y un agua que corre pesadamente por sobre un lecho de cieno. El viento del invierno zumba y suba en los alambres que van por el lado de la línea. Y éste es el latido de la calle, su pulso quejumbroso. Entre las casas, hay una pintarrajeada de amarillo y café, con un farol de lata y vidrios azules colgando a su puerta. Hacia adentro sigue un pasadizo que desemboca en una vasta sala. El piso está cubierto por una alfombra llena de roturas. Hay un piano veteado de manchas, con un candelabro de menos y unas teclas ahumadas y fúnebres. En las paredes pintadas con carburo cuelgan viejas litografías que representan escenas de amor. La luz es sucia, grasosa y cae como una desgracia sobre las sillas de tapiz raído y chillón, arrancando aquí y allá una hebra de brillo mortecino. De esta casa salen por la noche carcajadas, cantos, discusiones. A veces, unos gritos, unos insultos tremendos, un quebrarse de vasos o botellas. Pero el piano vuelve a sonar y pronto empieza de nuevo el canto. Alguno está tirado por ahí, en un rincón, durmiendo obligadamente su borrachera. Alguno salió hacia la noche, maldiciendo. Alguno se quedó boca arriba, inmóvil bajo las estrellas, con un tajo en el pecho. Cuando esto último sucede, la calle se llena con un ruido de sables y de cascos. El sargento Godoy, pesado, coloradote, destaca su corpachón inmenso bajo la chorreadura azulosa del farol. Rebrillan los botones en su pecho abombado y repiquetean sus firmes espolines. De la casa van saliendo mujeres ebrias, clientes que vociferan, guardianes que amenazan con sus revólveres. La vieja Linda, dueña del prostíbulo, echase un chal de lana sobre los hombros y es la última en abandonar la casa, como el capitán de un barco que se hunde. Ya en la puerta, imparte las instrucciones finales al Saucino, su hijo, un pavote de catorce años que mira con ojos sesgados y huidizos a los policías. —Si viene gente —le encarga— dile que vuelva mañana, porque yo ando en la comisaría con las chiquillas... Y no se te olvide de cerrar. Después se vuelve hacia el sargento: -¿Vamos andando, bernardo?
El cortejo prosigue calle abajo, en dirección al cuartel de policía. Al día siguiente, el piano está sonando de nuevo y óyense adentro los gritos de siempre. La vieja Linda es amiga de los mineros. Allí llegan todos, ansiosos de vino y mujeres, tras pasarse ocho o diez meses en los socavones amargos de humo y tinieblas. Traen plata, y ella sabe dominarlos con su palabra fácil y jugosa: —Engreído te habías puesto, niño. Hacía tiempo que me estaba acordando de vos. Y aquí las niñas comenzaban a echarte de menos. Ofrece generosamente al ingrato un trago por su cuenta, como quien echa una carnada, y al fin los billetes vienen a caer, arrugados y grasientos, en la cartera de cuero que duerme entre sus flácidos pechos. —A ver, Hortensia, cántale al Vito. El salón se anima con su presencia. En la mesa central se amontonan botellas de vino y cerveza. Jacintito, modoso como una colegiala bien educada, toca el piano y acepta entre remilgos una media botella de “Pilse”. La cosa toma vigor. Se bailan cueca y vals. Llegan más bebedores y las mujeres a medida que ingieren alcohol, empiezan a perder escrúpulos. —Conmigo te vas a quedar, m’hijito, ¿no es cierto? Se sientan sobre las rodillas de los hombres, restregando su carne sobajeada contra las manos torpes. Las bocas se besan con fingido ardor, entre risotadas, pellizcos y agarrones equívocos. Los mineros se dejan conquistar y vencer por las palabras cálidas de estas mujeres que quisieran dormir semanas o meses en vez de hallarse en este pobre salón. Las parejas desaparecen hacia adentro, como empujadas por la voz de Jacintito que canta el último vals con la actitud de un pollo que se traga una pepa de sandía. La Vieja Linda recoge botellas a medio vaciar para ir llenando, con los restos, otras que llegarán al pedido del cliente rumboso. Parado en la puerta de calle, dormitando como un perro, está Menegildo, el Sacristán, con su cara siempre a medio rapar, su pelo corto y su gesto de asombrado torpor. Es el “loro’ del prostíbulo, el encargado de avisar cuando viene “la comisión”, y parece hallar-
se satisfecho de su oficio. Lo cumple a conciencia, como un rito. En agosto, el viento le corta las carnes, pero él no abandona su puesto y allí se queda, encogido bajo su gruesa manta de Castilla, tiritando. A veces, compadecidas de él, las niñas tráenle un brasero y el Sacristán extiende sobre los carbones humeantes sus manos largas y suaves. La luz azul de arriba y el resplandor violento del fuego, lo definen. Su frente es celeste y su barbilla cobriza. En medio de la cara, los ojos son un hueco sin contornos, llenos de misteriosa y espantable vida. Los labios aparecen morados por el reflejo del farol. El Sacristán está siempre pronunciando palabras de vago sentido, como si soñara. A veces diríase que reza. En otras canta himnos litúrgicos, inocentes o graves, que se confunden con las risotadas, blasfemias y chillidos que llegan desde adentro. Menegildo es amigo de todos los rapaces del barrio. A veces, en verano, los chiquillos eluden la vigilancia materna para llegarse hasta él. Su palabra corporiza entonces historias inverosímiles que su auditorio capta con un estremecimiento de pavor. Toda la vieja superstición de los campos tiene su guarida en el alma del Sacristán. El caballo que galopa de noche por los caminos con los estribos sueltos, llevando a la muerte sobre sus lomos; las luces que delatan los entierros; las orgías de los brujos en la Cueva de Salamanca; el alicanto, el guirivilo, el chuncho, los conjuros... La calle se puebla de fantasmas y espectros, y los rapaces, al irse, presienten ojos terribles y frías manos que los aguardan en la obscuridad. Mis primeros recuerdos de infancia, así mezclados o confusos, parten de la figura azul y roja de Menegildo. Yo era uno de los tantos chiquillos descalzos que acudían a beber fantasías en sus labios. Mi casa quedaba a media cuadra del prostíbulo, a la vuelta de la esquina próxima. Allí vivía con mi madre y mis tres hermanas. Siete años tendría yo por aquellos tiempos. Siete años audaces, inescrupulosos y violentos. Conocí la miseria y la podredumbre humanas demasiado pronto, y tal vez por ello no me produjeron extrañeza ni repulsión. Me parecían cosas naturales el tobar y trabar pendencia. Tuve fama de bebedor y de diestro en el vocabulario arrabalero en el tiempo en que otros niños aprenden en la escuela sus primeros palotes. Mi mundo era la calle, era la vía férrea, eran los cuartos de las prostitutas, era el salón en donde bailaba desnuda la Ñata Dorila. Una vez vi a un auriga borracho tajear a su caballo hasta vaciarle
las tripas, porque no quería tirar; después limpió su cuchillo en el pasto nuevo de la cuneta. Otra vez presencié la riña de dos mujeres y las vi rodar a la acequia con excrementos, unidas en un esfuerzo que era mordisco y arañazo. Todo eso fue para mí la vida, y así me figuré que era para todos: un terreno en donde triunfa el más guapo y el más agresivo; un mundo en el cual sólo era posible sobrevivir por la astucia y la deslealtad. Pegar primero; he ahí la ley. Y, ya vencido, fingir acatamiento y mansedumbre para asestar enseguida el golpe a mansalva. Mis maestros fueron seres curtidos por el vicio y por la vida. Allí estaba el Diente de Oro, un hombre de pausados movimientos, habla queda y ojos escurridizos. Una siniestra aureola de pavor andaba vistiendo cada gesto suyo. No era el que amenaza o hiere, sino el que mata. Lo veo todavía penetrar al prostíbulo con su cara recién afeitada, su terno azul marino y sus zapatos amarillos de afilada punta. Lo veo sentarse en el sofá del salón y sacar los billetes a puñados para pedir
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