Resumen Los Reyes Malditos III
MarianaGgee11 de Junio de 2014
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ADIÓS A NÁPOLES
Ante una de las ventanas de enorme Castel – Nuovo, desde donde se dominada el puerto y la bahía de Nápoles, la anciana reina madre, María de Hungría, dirigía la mirada a un navío a punto de hacerse a la mar <<Ahora ya puedo morir>>.
Hija de rey, esposa de rey, madre y abuela de reyes, había consolidado su descendencia en los tronos de la Europa meridional y central. Todos sus hijos supervivientes eran reyes o duques soberanos. Dos de sus hijas eran reinas. Su fecundidad había sido un instrumento de poder para los Anjou – Sicilia, rama de árbol de los Capetos que llevaba camino a hacerse tan gruesa como un tronco. Aunque María de Hungría había perdido a 6 de sus hijos la consolaba el hecho de que uno de ellos, consagrado a la iglesia, iba a ser canonizado.
Septuagenaria ya, sólo aspiraba a asegurar el porvenir de una de sus nietas, la huérfana Clemencia, princesa de veintidós años, Nacida en el Castel dell’Ovo donde pasó su infancia y crecida en el Castel – Nuovo, sin ninguna dote territorial y rica únicamente por su belleza y su virtud. Al fin lo había logrado. Acababa de lograr la más grande alianza, la boda más prestigiosa. Clemencia iba a ser reina de Francia.
El gran navío “San Giovanni” levaba anclas el 1 de Junio de 1315. La figura de San Juan Bautista, protector del navío, relucía en la proa. La cala rebozaba de víveres. Había también a bordo grandes cofres revestidos de hierro que contenían vestidos de seda, joyas, objetos de orfebrería y todos los regalos de boda de la princesa.
Los napolitanos se habían apiñonado en los muelles para ver partir lo que les parecía el navío de la felicidad. Se acordaban del padre de Clemencia, Carlos Martel, príncipe erudito. Lo llamaban <<hijo de Venus>> porque poseía <<los cinco dones que invitan al amor, y que son salud, belleza, riqueza, ocio y juventud>>. La peste lo fulminó a los veinticuatro y su mujer, la princesa de Habsburgo, murió al conocer la noticia. Entonces Nápoles había encausado su cariño hacia Clemencia, bendecida en los barrios pobres, donde constantemente acudía a dar limosnas.
<<Gracias, abuela –pensaba la princesa con los ojos vueltos hacia la ventana de donde estaba María de Hungría-. Sin duda, nunca os volveré a ver. Gracias por haber hecho tanto por mí. A los veintidós años cumplidos me desesperaba por no tener marido, creía que ya no lo encontraría y que tendría que entrar en un convento. Teníais razón al aconsejarme paciencia. Ahora voy a ser reina de un gran reino rodeado por cuatro ríos y bañado por tres mares. Mi primo el rey de Inglaterra, mi tía de Mallorca, mi pariente de Bohemia, mi hermana la delfina de Vienne, e incluso mi tío Roberto, quien reina aquí y de quien hasta hoy era su súbdita, van a convertirse en mis vasallos por las tierras que poseen en Francia, o los lazos que los unen a esa Corona. Pero ¿no será eso una carga excesiva para mí?>>
Sentía simultáneamente la exaltación de la alegría, la angustia de lo desconocido y la turbación que se experimenta ante los cambios irrevocables del destino.
En este viaje iba acompañada por sus dos amigos, el conde Hugo de Bouville, (enviado por Luis X había llevado las negociaciones, había vuelto a Nápoles hace dos semanas para recogerla y acompañarla a Francia) y por Guccio Baglioni (joven toscano con grandes ambiciones, que servía de secretario a Hugo de Bouville y guardaba los escudos de la expedición, prestados por los bancos italianos).
Hugo de Bouville se sentía a gusto y orgullo por haber cumplido su misión y de llevar a su rey tan esplendida esposa. Mientras Guccio Baglioni soñaba con la hermosa María de Cressay, su prometida secreta. Seguro de la protección de su nueva soberana, no veía límites a su ascensión, imaginaba a María como dama de honor de la reina y se imaginaba a si mismo con un cargo en la casa real.
LA TEMPESTÁD
El navío zarpó. Días después, el San Giovanni, medio desarbolado, no era más que un armazón gimiente que daba bandazos entre las olas enormes, bajo violentas ráfagas, y que el capitán trataba de mantener a flote en la supuesta ruta hacia las costas de Francia.
El navío había sido sorprendido por una de esas tempestades, tan repentinas como violentas que azotan a veces el Mediterráneo. Varios marinos se habían herido al arriar lo que restaba der velamen. Los castilletes de los vigías se habían hundido en todo el cargamento de piedras destinadas a los piratas berberiscos. Fue necesario abrir a golpes de hacha el escandalar para liberar a los caballeros napolitanos aprisionados por el palo mayor en su caída. Todos los cofres repletos de vestidos y joyas, toda la orfebrería y los regalos de boda de la princesa habían sido arrastrados por el mar. La enfermería rebosaba de enfermos y lisiados.
El capitán parecía conocer su oficio y procuraba mejorar la situación: había hecho retomar los remos, tan largos y pesados que se requerían siete hombres para la tarea, y había colocado junto a él doce marineros para sujetar, seis de cada lado, la barra del timón.
A pesar de ello, Hugo de Bouville, malhumorado, con la cara pálida y empapado de pies a cabeza, lo había reconvenido al comienzo de la borrasca. Guccio, por el contrario, demostraba una asombrosa valentía. Con la cabeza despejada y ágil de movimientos, se había preocupado de estibar mejor sus cofres, principalmente los de los escudos y en los instantes de relativa calma corría en busca de un poco de agua para la princesa, o bien esparcía especias alrededor de ésta, con el fin de atenuar el mal olor que despedían los efectos de la indisposición de sus compañeros de viaje.
Clemencia tenía una manera de tratar a la gente, rica o pobre, buena o villana, que honraba a todos, y puesto a que además se mostraba particularmente cortés con aquél joven que había sido un poco el mensajero de se felicidad, Guccio, junto a ella, se sentía un caballero, y se comportaba con mayor bravura que cualquiera de los hidalgos. Era toscano y capaz por tanto de todas las proezas para brillar ante los ojos de una mujer. <<No hay mejor ocasión que el peligro para hacerse íntimo amigo de los poderosos – se decía – si hemos de hundirnos y perecer, no cambiará nuestra suerte por proferir lamentaciones como lo hace el señor de Bouville, pero si salimos de esta entonces habré conquistado la estima de la reina de Francia>>.
Aseguró a la princesa Clemencia, contra todo pronóstico, que el tiempo estaba a punto de mejorar, aseguró que el barco era solido en el momento que crujía con más fuerza, y por comparación, describía a la tempestad – mucho más espantosa según pretendía – que había azotado a su barco el año anterior al atravesar el canal de la mancha y de la cual había salido indemne.
También la princesa Clemencia se comportaba de un modo ejemplar, se esforzaba por calmar a las damas de su séquito. No había pronunciado ni una sola lamentación cuando le anunciaron que sus cofres con ropa y joyas se había deslizado por encima de la borda. <<Habría dado el doble – se limitó a decir – para evitar que a esos pobre marineros les aplastara el mástil>>.
Estaba menos asustada por le tempestad que por la premonición que creía ver en ella. <<Era demasiado hermoso para mi este matrimonio – pensaba -, he concebido demasiada alegría y he pecado de orgullo. Dios me va a hacer naufragar porque no merezco ser reina>>.
A la quinta mañana, el señor de Bouville, de rodillas y con los brazos en cruz, prometió llevar una naveta de cinco marcos de plata a San Nicolás de Varengeville si Dios quería devolverlo a Francia. Clemencia prometió ofrecer otro tanto a san Juan Bautista, cuyo nombre llevaba su nave y si sobrevivían y se le concedía el gran honor de dar un hijo al rey de Francia, prometió llamarlo Juan, a pesar de que ningún rey se había llamado así antes.
Hacia medio día divisaron tierra. El capitán reconoció con júbilo las costas de Provenza. Estaba orgulloso de haber mantenido el curso de la nave. Aunque no desembarcaron allí pues su destino era Marsella. Poco antes del atardecer, alcanzaron dicho puerto.
Prestamente acudieron el gobernador, regidores y prohombres, para recibir a la soberana de su señor feudal, pues Marsella era entonces posesión de los angevinos de Nápoles.
Guccio fue el primero en saltar a tierra, se lanzó por la escalera con ligereza, para demostrar su vigor. Resbaló y cayó al agua. En un instante el agua se tiñó de rojo en torno a él, pues al caer se había herido con un gancho de hierro. Lo sacaron medio desvanecido y con la cadera abierta hasta el hueso. Rápidamente lo llevaron al hospital.
EL HOSPITAL
En el hospital, la gran sala destinada a los hombres tenía las dimensiones de la nave de una catedral. Al fondo se levantaba un altar donde se celebraban
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