Resumen del cap 5 y 6 de la obra: Vivir para contarla de Gabriel García Márquez:
DANY YARASCAApuntes14 de Julio de 2023
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RESUMEN DEL CAP 5 Y 6 DE LA OBRA: Vivir para contarla de Gabriel García Márquez:
Cap 5
Cuarenta y dos días más tarde se publicó el segundo. Muchos tenían sus lugares reservados año tras año, y allí recibieron el correo y hasta los giros postales. Vivía en el puro centro de la ciudad, en una pensión de la calle Florián, ocupada en su mayoría por estudiantes de la costa atlántica. En las tardes libres, en vez de trabajar para vivir, me quedará leyendo en mi cuarto o en los cafés que lo permitían. No permitían estudiantes de mesa fija, pero uno estaba seguro de aprender más y mejor que en los libros de texto con las conversaciones literarias que escuchábamos agazapados en las mesas cercanas. Sin embargo, lo más sorprendente para mí fue una nota consagratoria del subdirector del periódico y director del suplemento literario , Eduardo Zalamea Borda , Ulises , que era el crítico colombiano más lúcido de entonces y el más alerta a la aparición de nuevos valores. Yo prefería El Molino, el café de los poetas mayores, a sólo unos doscientos metros de mi pensión y en la esquina crucial de la avenida Jiménez de Quesada con la carrera Séptima. Numerosos profesionales del país podrían deberles más a ellos que a sus acudientes invisibles. Me había matriculado a principios de aquel año en la facultad de derecho de la Universidad Nacional de Bogotá, como estaba acordado con mis padres. Eran libros de suerte y azar, y dependían más de mi suerte que de mis azares, pues los amigos que podían comprarlos me los prestaban con plazos tan restringidos que pasaban noches en vela para devolverlos a tiempo. Pero al contrario de los que leí en el liceo de Zipaquirá, que ya merecían estar en un mausoleo de autores consagrados, éstos los leímos como pan caliente, recién convertidos e impresos en Buenos Aires después de la larga veda editorial de la segunda guerra europea. Nunca imaginé que nueve meses después del grado de bachiller se publicaría mi primer cuento en el suplemento literario «Fin de Semana» de El Espectador de Bogotá, el más interesante y severo de la época. Estas novedades se conocían en las vitrinas inalcanzables de las librerías, pero algunos ejemplares circulaban por los cafés de estudiantes, que eran centros activos de divulgación cultural entre universitarios de provincia. Era de nuevo Scherezada, pero no en su mundo milenario en el que todo era posible, sino en otro mundo irreparable en el que ya todo se había perdido. Era una casa enorme y bien puesta al estilo español, y sus paredes estaban decoradas por el pintor Santiago Martínez Delgado, con episodios de la batalla de don Quijote contra los molinos de viento. Fue un proceso tan inesperado que no es facil contarlo. Así descubrí para mi suerte a los ya muy descubiertos Jorge Luis Borges, D. H. Lawrence y Aldous Huxley, Graham Greene y Chesterton, William Irish y Katherine Mansfield y muchos más. Fue una temeridad prematura. Algunos favores de los dueños, o de sus dependientes de confianza, fueron decisivos para salvar muchas carreras universitarias. El mundo era de los poetas. En mis tiempos de estudiante todavía se leía en aquel lugar un periódico que tal vez tenía pocos antecedentes en el mundo. —En todo caso, ese cuento ya pertenece al pasado —concluyó—. Pero esa vez formuló todo lo contrario: nunca más volví a dormir con la placidez de antes. Dejé el sobre en la mesa del portero y me di a la fuga. La poesía fue desde entonces un cielo abierto. Sus novedades eran más importantes para mi generación que las noticias políticas cada vez más deprimentes. Me quedé petrificado por el único juicio que podía impresionarme tanto como el de Ulises. La novela, en cambio, era escasa. Hoy pienso que esto podría entenderse porque la vida en Colombia, desde muchos puntos de vista, seguía en el siglo XIX. Pero el rechazo fue casi unánime.
La institución distintiva de Bogotá eran los cafés del centro, en los que tarde o temprano confluía la vida de todo el país. Allí se supo y se siguió con un rigor ejemplar e inolvidable el vuelo solitario del capitán Concha Venegas entre Lima y Bogotá. Cada uno disfrutó en su momento de una especialidad —política, literaria, financiera—, de modo que gran parte de la historia de Colombia en aquellos años tuvo alguna relación con ellos. Cuando eran noticias como ésas, el tablero se cambiaba varias veces fuera de sus horas previstas para alimentar la voracidad del público con boletines extraordinarios. Cada quien tenia su favorito como una señal infalible de su identidad. Ninguno de los lectores callejeros de aquel periódico único sabía que el inventor y esclavo de la idea se llamaba José Salgar, un redactor primíparo de El Espectador a los veinte años, que llegó a ser un periodista de los grandes sin haber ido más allá de la escuela primaria. Aún no existía la televisión y había noticieros de radio muy completos pero a horas fijas, de modo que antes de ir a almorzar o a cenar, uno se quedó esperando la aparición del tablero para llegar a casa con una versión más completa del mundo. La vida diaria era más llevadera en la Universidad Nacional. Más que una entrevista clásica de preguntas y respuestas —que tantas dudas me dejaron y siguen dejándome— fue una de las más originales que se publicaron en Colombia. Es que lo confundí con mi abuelo. Fue tal mi impresión que le cerré el paso sin darme cuenta. En aquel tiempo todo el mundo era joven, pero siempre encontrábamos a otros que eran más jóvenes que nosotros. El bajó entonces el paraguas y sonrió de muy buen talante. —Perdóneme —le dije avergonzado—. Entre los visitantes habituales descubríamos afinidades de toda índole por la clase de música que preferiríamos. El revés de mis tantas tardes de tedio fue el descubrimiento casual de una sala de música abierta al público en la Biblioteca Nacional. El Windsor, que hizo su época de políticos famosos, era uno de los más perdurables y fue refugio del gran caricaturista Ricardo Rendón, que hizo allí su obra grande, y años después se perforó el cráneo genial con un plomo de revolución en la trastienda de la Gran Vía. Tardé varios días en darme cuenta de que el remedio de mi ansiedad no era el silencio de la sala sino el ámbito de la música, que desde entonces se me convirtió en una pasión casi secreta y para siempre. Años después, cuando Elvira Mendoza era ya una periodista internacional consagrada y una de mis buenas amigas, me contó que había sido un recurso desesperado para salvar un fracaso. Una tarde encontré la sala desierta porque el7sistema estaba descompuesto, pero la directora me permitió sentarme a leer en el silencio. Confundido por mi propia impertinencia le dije el nombre completo.
Berta Singerman hizo una de sus furias históricas cuando leyó la entrevista. La llegada de Berta Singerman había sido el evento del día. Aprovechó la intervención providencial del esposo, y lo convirtió en el verdadero protagonista del encuentro. Empecé a leer los periódicos de otro modo. La publicación no me impresionó ni me hizo sentir más poeta de lo que era. Elvira — que dirigía la sección femenina en la revista Sábado— pidió autorización para hacerle una entrevista, y la obtuvo con algunas reticencias de su padre por su falta de práctica en el género. En cambio, con el reportaje de Elvira tomé conciencia del periodista que tenía dormido en el corazón, y me hice al ánimo de despertarlo. Fueron tres cuentos. En las clases de la universidad, en cambio, estaba encallado. El único que se arrodilló fue el campesino de alpargatas. Elvira, que fue siempre de genio vivo, tuvo que tragarse sus lágrimas y soportar en vilo aquel deseo. Hasta entonces sólo me había arriesgado con la poesía: versos satíricos en la revista del colegio San José y prosas líricas o sonetos de amores imaginarios a la manera de Piedra y Cielo en el único número del periódico del Liceo Nacional. No iban a pasar muchos años sin que lo comprobara en carne propia, hasta llegar a creer como creo hoy más que nunca que novela y reportaje son hijos de una misma madre. Pero Sábado era ya el semanario más leído, y su circulación semanal aceleró su ascenso hasta cien mil ejemplares en una ciudad de seiscientos mil habitantes. Elvira no escribió el diálogo que había previsto con las respuestas de la diva, sino que hizo el reportaje de sus dificultades con ella. Sobre todo de la que quería menos. La entrada imprevista del esposo de Berta Singerman le salvó el reportaje, pues fue él quien manejó la situación con un tacto exquisito y un buen sentido del humor cuando estaba a punto de convertirse en un incidente grave. La redacción de Sábado era un sitio de reunión de los intelectuales más conocidos por aquellos años y Elvira les pidió unas preguntas para su cuestionario, pero estuvo al borde del pánico cuando tuvo que enfrentarse al menosprecio con que Berta Singerman la recibió en la suite presidencial del hotelgranada. Desde la primera pregunta se complació en rechazarlas como tontas o imbéciles, sin sospechar que detrás de cada una había un buen escritor de los tantos que ella conocía y admiraba por sus varias visitas a Colombia. La sangre fría y el ingenio con que Elvira Mendoza aprovechó la necesidad de Berta Singerman para revelar su personalidad verdadera, me puso a pensar por primera vez en las posibilidades del reportaje, no como medio estelar de información, sino mucho más: como género literario. Hace mucho tiempo que en mis libros no hay ninguno, salvo en alguna cita textual.
Éstos, aturdidos por el golpe, le reprochaban a Alberto Lleras la imparcialidad suicida que hizo posible la derrota. A pesar del prestigio de conservador moderado con que llegó Ospina Pérez al poder, la mayoría de su partido sabía que la victoria sólo había sido posible por la división de los liberales. La primera que tuve en esta vida, y también la más desafortunada, porque el mismo día la empeñamos por doce pesos para seguir la fiesta de bienvenida con mi hermano y los compañeros de pensión. El Partido Conservador, que había recuperado la presidencia por la división liberal después de cuatro periodos consecutivos, estaba decidido por cualquier medio a no perderla de nuevo. Para lograrlo, el gobierno de Ospina Pérez adelantó una política de tierra arrasada que ensangrentó el país hasta la vida cotidiana dentro de los hogares. Creo que entonces no éramos todavía conscientes de las terribles tensiones políticas que empezaban a perturbar el país. Jorge Eliécer Gaitán, en cambio, no interrumpió ni un día su campaña electoral para el período siguiente, sino que la radicalizó a fondo con un programa de restauración moral de la República que rebasó la división histórica del país entre liberales y conservadores, y la profundizó con un corte horizontal y más realista entre explotadores y explotados: el país político y el país nacional. Cada vez que pasábamos por la casa de empeño mi hermano y yo, juntos o separados, comprobábamos desde la calle que la máquina seguía en su lugar, envuelta como una joya en papel celofán y con un lazo de organdí, entre hileras de aparatos domésticos bien protegidos. Al cabo de un mes, los cálculos alegres que habíamos hecho en la euforia de la borrachera seguían sin cumplirse, pero la máquina estaba intacta en su sitio, y había podido seguir mientras pagáramos a tiempo los intereses trimestrales. A esa hora, los muertos en las calles eran ya incontables. Sólo así tomamos conciencia de que el país empezaba a desbarrancarse en el precipicio de la misma guerra civil que nos quedó desde la independencia de España, y alcanzaba ya a los bisnietos de los protagonistas originales. Su consigna era una sola: el silencio absoluto. Por mi hermano Luis Enrique que había llegado a Bogotá con un buen empleo en febrero de 1948— supe que estaban tan satisfechos con los resultados de mi bachillerato y mi primer año de derecho, que me mandaron de sorpresa la máquina de escribir más liviana y moderna que existia en el mercado. El doctor Gabriel Turbay, más abrumado por su genio depresivo que por los votos adversos, se fue a Europa sin rumbo ni sentido, con el pretexto de una alta especialización en cardiología, y murió solo y vencido por el asma de la derrota al cabo de año y medio entre las flores de papel y los gobelinos marchitos del hotel Place Athénée de París. Al día siguiente, locos de dolor de cabeza, fuimos a la casa de empeño a comprobar que la máquina estaba allí todavía con sus sellos intactos, y asegurarnos de que seguían en buenas condiciones hasta que nos cayera del cielo el dinero para rescatarla. Con su grito histórico —«¡A la carga!»— y su energía sobrenatural, esparció la semilla de la resistencia aun en los últimos rincones con una gigantesca campaña de emoción que fue ganando terreno en menos de un año, hasta llegar a las vísperas de una auténtica revolución social. No pretendo que ese episodio tuviera algo que ver con el destino final de Camilo, pero meses después entró en el hospital militar para visitar a un amigo enfermo, y no volvió a saberse nada de él hasta que el gobierno anunció que había aparecido como guerrillero raso en el Ejército de Liberación Nacional. Tuvimos una buena oportunidad con lo que me pagó mi socio el dibujante falso, pero a última hora necesité dejar el rescate para después. El ingreso de Camilo al seminario había coincidido con mi decisión íntima de no seguir perdiendo el tiempo en la facultad de derecho, pero tampoco tuve ánimos para enfrentarme de una vez por todos a mis padres. Murió el 5 de febrero de 1966, a sus treinta y siete años, en un combate abierto con una patrulla militar. —Vengo nuevo, doctor Vega —le dije—.
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