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Yocasta Confiesa


Enviado por   •  13 de Marzo de 2013  •  1.043 Palabras (5 Páginas)  •  1.351 Visitas

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Cuando subía la escalinata del palacio, lento, erguido con el tranquilo orgullo de quien se sabe vencedor, supe que era él. No lo dudé ni un momento. Sus ojos y su boca reflejaban mi amor, mi noche de amor en el que él fue concebido. Y yo lo amé yo también; amé su cuerpo joven y ágil, el peso de sus músculos, su cabeza redonda y suave, la proporción precisa de sus miembros, como un poro en carrera libre hacia el mar. Supe que era él y sin embargo callé: la profecía era hermética. El deseo de su cuerpo y de sus labios, de su sonrisa y del color de sus ojos, de su piel dulce y tersa, de su pecho duro y cubierto levemente de vello, me hizo silenciar lo que debería haber anunciado. No diría quien era, a pesar de que conocía su nombre desde que puso el pie en el primer escalón para entrar al palacio por la puerta principal, como le correspondía por héroe, por libertador, y su pierna tensa marcaba la dureza de sus músculos. entró por la gran puerta principal no por ser mi hijo, sino por haber vencido a la temible Esfinge. Lo que le correspondía por naturaleza, lo ganó de hecho. Y su orgullo me invadía doblemente. Y su amor me hacía identificar los rasgos de Layo, de su padre, y mis propios rasgos. su amor era también doble. Aquel atardecer con el sol quemando nubes y cielo y reflejando tonos naranja y negro sobre cualquier agua - río, mar charca-, iluminó también el lento ascender los escalones de piedra, el lento ascender de quien yo bien sabía. Pero tampoco dije nada, como si me vengara, no de mi debilidad, sino de la palabra hiriente de la profecía, de la voz rota de los sacerdotes, del silencio interrogante del pueblo. O tal vez, de mi propia debilidad, que de nuevo me hacía aceptar el sino, aunque engañándome, pensando que la decisión partía de mí. el peso de los dioses y el peso del hombre: qué valía más en la balanza? No podría invocar a los dioses puesto que iba a ser impura, y, en cambio, el hombre, el que ascendía lentamente por la escalinata me colmaba: volvía a mí porque de mí salió, y sólo esperaba el momento en que dos dolores - dos placeres- me lo devolvieran. Pero no era impuro mi deseo: volver a amar en uno, al padre y al hijo. Los celos que hubieran podido sentir alguna vez, los acallaba así, y volvería a tener hijos, de su propio hijo. A la mitad de la escalinata, cuando se detuvo brevemente, y cuando yo hubiera podido todavía gritar, no ayudé su vacilación y apreté los labios con fuerza. Él llegaría arriba y yo le sería entregada. Su mano en la mía me conduciría a la alcoba de su origen y de su desdicha. No reconocería nada de mí, porque yo nada más le di a luz, aunque, a veces, cierto relámpago de odio cruzaría por sus ojos azul-mar-tierra. Temería que hablara y que me preguntara.

Cada día a partir de aquél en el que no quise hablar, el silencio tuvo que ser más necesario. el silencio pesaba como agua olvidada. El silencio remordía como granizo indeseado.

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