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El Caminante


Enviado por   •  24 de Septiembre de 2012  •  2.225 Palabras (9 Páginas)  •  489 Visitas

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Pocos árboles, grandes, quietos. Troncos oscuros como de roca estriada.

Comienza el mundo a desteñirse con el alborea.

Muge una vaca que no se ve, como si el mugido se diluyera en la penumbra.

Al pie de uno de aquellos árboles tan solos, hay un bulto, como protuberancia del tronco, más oscuro que el color de la corteza. Pero aquel bulto es suave, tibio. Es Tata José, envuelto en su cobija de lana, y encuclillado junto al tronco. Viejo madrugador, de esos que se levantan antes que los gallos, y despiertan a las gallinas dormilonas.

Antes de sentarse allí, junto al tronco, ya había ido a echar rastrojos a un buey.

En una choza de enfrente, se comienza a ver lumbre entre los carrizos. Adivinase adentro a una mujer, sentada sobre sus talones, en el suelo. Sopla y sopla sobre los rescoldos, hasta hacer que ardan unas ramas secas que rompía con las manos.

Del mismo jacal se ve salir luego una sombra friolenta. Es el hijo de Tata José.

Sale embozado en su cobija, hasta los ojos, como su padre.

Llega junto al viejo, y se para, mudo, como pedazo de árbol. I Se entienden tan bien los hombres cuanto más poco se hablan!

Sin embargo, mucho después, el recién llegado dice:

-Anoche oyí al tío Jesús.

-Si-contesta el bulto empotrado junto al tronco.

-Oyí que dende ajuera le pidía un güey.

-Sí-repite la voz reseca del viejo.

Tras de una pausa, se oye al muchacho insistir:

-¿Y se lo emprestó?

-Pos sí, pa’ qué complete su yunta.

-¿Y’hora con qué barbechamos nosotros?

El viejo, en tono más seco aún, responde casi en son de reproche:

-Jesús ‘ta muncho más atrasao que nosotros.

Nu ha preparao tierras. Y yo nu iba a negale mi güey josco.

Vuelven a quedar callados, como dos bloques de sombra. Y en aquellos bloques, el amanecer comienza a cincelar con luz rostros humanos, duros, quietos.

Se escucha entonces una voz de mujer. Y se dijera que tiene la virtud de animar esculturas. Una vieja fornida, asomando por el hueco de la choza, grita su conjuro: los llama a almorzar.

¡Almorzar! Los dos hombres acuden a sentarse junto a la lumbre. ¡Oh, aquellas tortillas que se inflan, una a una, sobre el comal! Blancura que se adelgaza entre las manos renegridas de la mujer, para dorarse luego sobre aquel barro quemante. Y unas tiras de carne seca, que por unos instantes se retuercen entre lo rojo de las brasas. Y unos tragos de café, de ese que antes de servirlo, se oye burbujar en la olla. De ese que cobija a los prójimos por dentro. ¡ Aaah! Tan calientito, que cuando lo sirven hace salir del jarro una neblina olorosa, calientita y cobijadora también.

Ya más claro el día, salieron los dos de aquel jacal. Ciertamente, no habían almorzado como para hartarse; pero llevaban los estómagos a medio llenar de aquella agua de café endulzada; de maíz cocido, y hebras de carne con chile. Lo suficiente para engañar a las tripas. Y hacerlas aguantar (aunque gruñeran) hasta ya caído el sol. I Sus tripas 1 Ellas bien que se daban cuenta del precio del maíz. Bien que se daban cuenta, por la parquedad o la abundancia con que la mujer les echaba tortillas.

Tata José y su muchacho no tenían premuras, y menos aquel día. ¡Claro que no hubiera sido posible negarle el “josco” al tío Jesús!

Se echaron, cada uno, un azadón al hombro, y tomaron su vereda, monte arriba.

De las lomas levantábanse vaporcitos de niebla que dejaba los cerros limpiecitos, remendados de milpas.

******

Sol. Mediodía. El cielo estaba caliente. Pero allá, sobre la sierra del norte, se amontonaba negrura. Tata José, con unos ojillos que le relumbraban entre arrugas, quedó un momento contemplando, lejos, aquel amontonamiento de nubes.

El hijo, mirando también, advirtió:

- ¡Qué recio ‘ta lloviendo allá pa’ arriba!

y siguieron azadonando terrones.

Pero sobre sus espaldas, un trueno hizo temblar los ámbitos, desdoblándose por el espacio estremecido. Si el cielo fuera de cristal azul, aquel enorme trueno lo habría estrellado. Y habría caído sobre la gente hecho trizas.

- Vámonos -dijo el Tata echándose al hombro su azadón.- Esa tempestá nos coge.

Pero el muchacho, atrás, se detuvo con un grito, señalando por una ladera, abajo, donde se contorsionaba el río:

-¡ Mire, Tata!

Los dos sintiéronse como agarrotados por la misma sospecha. Todavía no llegaba la tempestad, y sin embargo, la creciente ya los había sorprendido.

Los que trabajaban al otro lado, ya no podrían vadearla. ¡Y las tierras del tío Jesús estaban allá ¡

El viejo y su hijo bajaron al trote por las lomas. Sobre las márgenes del río, la creciente comenzaba a arrancar platanares enteros. A los árboles grandes, les escarbaba entre las raíces, hasta ladearlos, entre un estrépito de quebrazón de ramas.

Lejos, al otro lado, se deducía que algunos hombres gritaban desde una lomita. Agitaban los brazos y se desgañitaban, pero los bramidos de la corriente ya no permitían oír sus voces.

El agua subía y subía. Ya hasta dos o tres jacales habían sido arrancados de las vegas. Mujeres y gallinas, cerdos y niños, chilaban por todas partes.

Tata José y su hijo, corriendo hacia donde el río bajaba, llegaron jadeantes hasta el paralelo de las tierras del tío Jesús. Allí, las vegas estaban convertidas en inmensa y alborotada laguna.

Como a un kilómetro, distinguieron al tío. Los bueyes de la yunta estaban

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