Golpes dolorosos
Estebanzt12 de Mayo de 2014
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Golpes dolorosos. A veces tontos, a veces no tanto. Y cuando al golpe se suma el llanto siempre hay un adulto cercano que tiene la tarea de darle su merecido al culpable. “¡Mesa mala! ¡No le pegue a la niña!”, dicen mientras le dan palmadas a una esquina de la inocente mesa mientras uno la mira con ojos brillantes, esos que quedan después de lograr una venganza.
Luego de pasarnos la infancia creyendo en los pensamientos diabólicos de cosas que, al parecer, lo único que quieren es lastimarnos, la adultez nos obliga a deshumanizarlas, a entender que no tienen terminaciones nerviosas ni se reúnen a planear cómo asesinarnos. Que son cosas y las cosas NO SIENTEN. Esa es la parte más importante de todo: no sienten.
Entonces, ¿por qué ahora que me despido de la casa que hice y que compartí por años con quien pensé sería mi compañero para el resto de la vida siento que, así como yo, la casa también se está muriendo de tristeza? ¿Por qué siento que las paredes me dan miradas de indignación pero con algo de empatía? ¿Por qué veo a las puertas y a las ventanas llorar?
Es que hay vainas que le pasan a otros pero no a uno. Hay gente que parece que tuviera un matrimonio perfecto y luego resulta que era de la puerta para afuera. Pero eso no le pasa a uno. También hay parejas que se casan con el acuerdo de tener hijos y después de un tiempo uno de los dos decide romper el acuerdo y separarse. Pero es que esa es gente que no está bien de la cabeza y, obvio, ese no es mi caso.
Es bastante aterrador volverse la protagonista de una tragedia que con seguridad le esperaba a M y P, pero nunca a nosotros, porque esas cosas le pasan a otros y no a uno. Es devastador abrir los ojos una mañana, en la casa que compraron sobre planos y vieron nacer, que los ve dormir hace ya más de tres años y entender que se acabó. Ver la mitad derecha de un vestier vacía, contemplar la biblioteca que servía de hangar de las naves de Star Wars de Lego y ahora lo único que tiene son libros. Quita el aliento y llena los ojos de lágrimas.
Esto no tenía que pasarnos a nosotros. Nosotros teníamos que vivir en el 602 de Forte Zúñiga hasta que pudiéramos comprar una casa más grande; nosotros seguiríamos haciendo fiestas privadas de tequila y Kiss en hoteles lujosos y todas las vacaciones viajaríamos a un lugar distinto, solos, porque nadie pasea tan rico en pareja como nosotros dos.
¿Cómo es que la pareja perfecta, que empezó como mejores amigos y peleó contra todos los que se vinieron encima cuando decidieron estar juntos, está pensando en divorciarse? Es que no tiene sentido. Más rápido termina el matrimonio reciente de L y L que el nuestro.
Pero resulta que no. Que ahora somos “los otros”. Somos P y V, la pareja más linda de Facebook que al final no lo era tanto. Los que tienen que repetir incontables veces que no, que no nos odiamos, que por el contrario nos amamos tanto que debemos dejarnos ir para que el otro busque lo que anhela y sea feliz. Quienes ya no van a vivir en la casa que compraron cuando llevaban seis meses de novios porque también la tienen que dejar ir.
Entonces hoy, cuando me despido de la casa que estrenamos juntos y de la que él se fue el 1 de diciembre, dejando las llaves con el llavero del storm trooper pegadas en el imán de la entrada, es cuando entiendo que siempre fuimos “esos a los que sí les pasa”. Que la teoría de “ser los mejores amigos antes asegura un matrimonio eterno” no funciona para todo el mundo y que nosotros somos el ejemplo. No pudimos. Y es por ser tan buenos amigos y amarnos tanto que decidimos pasar nuestro primer diciembre separados para permitir que el otro buscara la felicidad. Esa felicidad que ya no nos estábamos dando.
Pienso, mientras estoy acostada en el suelo de la que fue nuestra sala y ahora está
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