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PUBERTAD Y ADOLESCENCIA TIEMPOS VIOLENTOS

azorann24 de Septiembre de 2014

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Morgade, Graciela (1999), “Pubertad y adolescencia: tiempos violentos”, en Aprender a ser mujer, aprender a ser hombre, México, Novedades Educativas, pp. 44-5

Después de la relativa “primavera” que parece caracterizar al período entre los ocho y los once o doce años (chicos y chicas están en sus juegos, tienen su vida más o menos organizada, hay “paz” familiar), la entrada en la pubertad implica un reflorecimiento de los conflictos y nuevamente en las familias recrudecen los mensajes diferenciales para mujeres y varones.

Los horarios de regreso a la casa, los “¿con quién salís hoy?”, las “cuotas” semanales o mensuales para los gastos cotidianos, el uso del tiempo “libre”, son motivo de diferente preocupación por parte del mundo adulto según se trate de una joven o de un joven. También se prolongan las relaciones de género en la vida cotidiana: ayudar en las tareas de la casa suele ser una cuestión de las “hermanas”.

En los medios de comunicación también recrudecen los mandatos. Los cuerpos perfectos y la vestimenta a la moda venden productos que comprarán los hombres, e imágenes que, de alguna manera, comprarán las mujeres. Los artistas sobre-erotizantes cantan para tribunas de chicas que aúllan – chicas que con frecuencia fueron llevadas por sus madres-. Las telenovelas muestran lo dura que es la vida de una mujer, o en qué malvada puede llegar a transformarse.

Nuevamente, se trata de “momentos” que, vistos en forma aislada, pueden mover a la risa. Puestos todos juntos, muestran imágenes que contribuyen a crear realidades. Sin embargo, algunas dimensiones resultan más relevantes y pertinentes desde la perspectiva de las educadoras y los educadores de las/os jóvenes que transitan esta etapa. Por ejemplo, las presiones sobre “el cuerpo” y los mandatos de la delgadez. En general, son las chicas las que en una proporción de 9 a 1 (Consejo Nacional de la Mujer. 1995) devienen anoréxicas o bulímicas. Hasta hace algunos años, se trataba en general de chicas jóvenes de sectores medios v medios altos. No obstante, poco a poco también afecta a adolescentes de clases económicas más bajas y a mujeres de mayor edad.

Es evidente que los fuertes cambios físicos y emocionales por los que transitan las jóvenes las hacen más vulnerables a las presiones sobre la imagen corporal, que también se encuentra en pleno cambio. Las preguntas sobre “quién soy o quién quiero ser” encuentran indicios de respuesta en las imágenes de los medios, en los comentarios de madres, padres u otros familiares (“estás gordita, ¿eh?”) y, fundamentalmente, en la aceptación de pares del mismo sexo. Y del otro. Salirse de los patrones hegemónicos suele producir dolor, desciende la autoestima y la confianza en sí mismo/a.

Según Catherine Steiner-Adait (1990), los y las jóvenes tienen que enfrentar situaciones diferenciales en el proceso de “cambio” que implica la adolescencia: “en el caso de los varones hay una correlación entre los cambios corporales - desarrollo muscular, mayor altura, voz más grave, etc. - y las características que deben demostrar a medida que se transforman en adultos, esto es, todo lo relacionado con el poder y la autoridad. En el caso de las mujeres, las exigencias a las que se ven sometidas como ‘ nueva mujer' -independencia, autocontrol, mayor seguridad - chocan necesariamente con las disposiciones biológicas, es decir; con el aumento de grasa que requiere la menstruación”. El aumento de peso se combina entonces con la sensación de falta de control y seguridad, lo cual deriva en sensación de frustración si no se persigue el ideal deseado.

Las jóvenes adolescentes constituyen, por lo tanto, un “grupo de riesgo” frente a los valores de género hegemónicos. En este sentido, construir una posición más autónoma con respecto a la “historia del cuerpo” es una tarea que debe ser acompañada por los/as adultos/as cercanos/as. Porque se trata de comprender que del cuerpo redondeado que se asociaba a las funciones sociales tradicionales de cuidado y nutrición - perfecta expresión y símbolo de la fertilidad -, cuerpo con sobrepeso que tampoco - según se ha demostrado - era sinónimo de “salud” total, al ideal de la delgadez actual que no se compadece con las transformaciones propias de la adolescencia, hay una enorme distancia cultural.

Después del corset del siglo XIX, la “nueva mujer” del siglo XX, portadora de una sexualidad no reproductora, dispone de su cuerpo libremente, sin limitaciones. Sin embargo, las restricciones, el disciplinamiento, continúan de otras maneras y perdura la necesidad (humana, por supuesto) de ser aceptada/o por los demás y frente a sí misma/o. En este sentido, las mujeres anoréxicas o bulímicas no son “irracionales”: su fobia a las grasas puede entenderse como una conjunción entre los modelos legítimos de belleza v los nuevos papeles que la sociedad va perfilando para ellas. ¡0 sea, a veces la trampa está en la manera en que se da sentido a los nuevos mandatos de “ser moderna” y explorar todas las potencialidades!

Ahora bien, otras dimensiones - tal vez más relevantes aún en esta etapa complicada - son, por una parte, los modos predominantes en que la sexualidad juvenil es tematizada y abordada en la sociedad y, por otra parte, la violencia social que afecta de diferentes modos a unas y otros. En ambos casos, fuertemente relacionados con su pertenencia a los diferentes grupos socioeconómicos.

Los datos disponibles, recogidos por país y región por el Fondo de Población de Naciones Unidas (1997), señalan que los delitos sexuales, el embarazo, el aborto y la maternidad y paternidad son temas que forman parte de la vida cotidiana en esta etapa, sin que existan respuestas específicas y concretas para encararlas. En general, en los sistemas jurídicos nacionales, no existen prácticamente normas que consideren a las/os jóvenes como un sujeto de derecho específico, y por lo mismo no es posible encontrar en la legislación instrumentos que permitan encarar y resolver adecuadamente los conflictos v demandas del grupo a través de una contención institucional apropiada. Las secretarías “de la juventud” de ministerios, gobernaciones o municipios tienen escasísimo presupuesto y omiten casi totalmente las cuestiones señaladas.

Un ejemplo paradójico y doloroso, sin duda, es el problema del aborto: la ausencia de programas apropiados de educación sexual se complementa - para peor - con un ordenamiento jurídico que castiga con altas penas a las mujeres que lo realizan y que casi no contempla atenuantes realistas. La doble moral que sostiene todavía un sector bastante importante de nuestros países de América Latina permite a aquellas que disponen de mucho dinero acceder a un aborto clandestino, en condiciones sanitarias que no ponen en riesgo su salud. No obstante, el aborto realizado en condiciones deficientes – al que recurren las jóvenes de bajos recursos - deriva con frecuencia en infecciones y aun en la muerte de las mujeres involucradas.

Otro ejemplo grave son los llamados “delitos sexuales”: acoso o abuso sexual y violación. Cualquier niño o niña puede ser víctima de estos delitos, pero - si bien es muy complejo establecer una cifra por la dificultad del registro estadístico - es posible establecer que existen diferencias por sexo y clase social. Las niñas y mujeres jóvenes sufren el abuso con mayor frecuencia. Cuanto más pequeñas, más probabilidad de que el abusador sea un familiar directo o una persona del entorno hogareño. Las empleadas domésticas también están fuertemente expuestas a estas situaciones. No obstante, tanto el “secreto familiar” como el sistema penal en esta materia contribuyen a su silenciamiento. En el caso de la justicia, existe una deficiente tipificación de la prueba de los hechos que configuran el delito y procedimientos engorrosos y difíciles para quienes se atreven a hacer la denuncia. Una niña o joven violada generalmente es sometida a innumerables exámenes físicos y psicológicos que suelen buscar la “provocación” de su parte, que invaden su intimidad ya lastimada, que agregan dolor a la vergüenza. La atención clínica de adultas muestra que en todos los sectores sociales se producen esos delitos, callados durante años, pero cuyas huellas en la subjetividad tarde o temprano tienden a aparecer (Fernández, 1993).

El silencio sistemático de la escuela - aun cuando existen numerosas docentes que abordan estos temas en forma autónoma en sus clases - frente a esas realidades se contrapone un creciente descenso en la edad de la primera relación sexual y a la persistente resistencia juvenil al uso de preservativos (aun con la amenaza del SIDA). Ya se ha constatado que la mera entrega de información, por ejemplo, no garantiza que las conductas de las y los jóvenes en materia sexual sean responsables: ellas/os saben, desde edades muy tempranas inclusive, que el preservativo es “el” recurso para no contagiarse. No obstante, es evidente que “saber” implica un compromiso intelectual y emocional diferente al de “practicar” un hábito de cuidado.

Los pocos programas destinados a dicho grupo están lejos de contemplar la creación de centros especializados donde las/os adolescentes puedan recurrir y encontrar solución a sus inquietudes, necesidades y problemas.

Ahora bien, cuando se trata de un embarazo no

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