Carta De Juan Pablo II A Los Artistas
kamd26 de Noviembre de 2012
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Puestos en orden de batalla con sus respectivos jefes, los troyanos avanzaban chillando y gritando como aves así profieren sus voces las grullas en el cielo, cuando, para huir del frío y de las lluvias torrenciales, vuelan gruyendo sobre la corriente del Océano, y llevan la ruina y la muerte a los pigmeos, moviéndoles desde el aire cruda guerra, y los aqueos marchaban silenciosos, respirando valor y dispuestos a ayudarse mutuamente.
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Así como el Noto derrama en las cumbres de un monte la niebla tan poco grata al pastor y más favorable que la noche para el ladrón, y sólo se ve el espacio a que alcanza un tiro de piedra; así también, una densa polvareda se levantaba bajo los pies de los que se ponían en marcha y atravesaban con gran presteza la llanura.
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Cuando ambos ejércitos se hubieron acercado el uno al otro, apareció en la primera fila de los troyanos Alejandro, semejante a un dios, con una piel de leopardo en los hombros, el corvo arco y la espada; y blandiendo dos lanzas de broncínea punta, desafiaba a los más valientes argivos a que con él sostuvieran terrible combate.
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Menelao, caro a Ares, viole venir con arrogante paso al frente de la tropa, y como el león hambriento que ha encontrado un gran cuerpo de cornígero ciervo o de cabra montés, se alegra y lo devora, aunque lo persigan ágiles perros y robustos mozos; así Menelao se holgó de ver con sus propios ojos al deiforme Alejandro figuróse que podría castigar al culpable y al momento saltó del carro al suelo sin dejar las armas.
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Pero Alejandro, semejante a un dios, apenas distinguió a Menelao entre los combatientes delanteros, sintió que se le cubría el corazón y para librarse de la muerte, retrocedió al grupo de sus amigos. Como el que descubre un dragón en la espesura de un monte, se echa con prontitud hacia atrás, tiémblanle las carnes y se aleja con la palidez pintada en sus mejillas, así el deiforme Alejandro, temiendo al hijo de Atreo, desapareció en la turba de los altivos troyanos.
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Advirtiólo Héctor y le reprendió con injuriosas palabras: ¡Miserable Paris, el de más hermosa figura, mujeriego, seductor! Ojalá no te contaras en el número de los nacidos o hubieses muerto célibe. Yo así lo quisiera y te valdría más que no ser la vergüenza y el oprobio de los tuyos. Los aqueos de larga cabellera se ríen de haberte considerado como un bravo campeón por tu bella figura, cuando no hay en tu pecho ni fuerza ni valor. Y siendo cual eres, ¿reuniste a tus amigos, surcaste los mares en ligeros buques, visitaste a extranjeros, y trajiste de remota tierra una mujer linda, esposa y cuñada de hombres belicosos, que es una gran plaga para tu padre, la ciudad y el pueblo todo, causa de gozo para los enemigos y una vergüenza para ti mismo? ¿No esperas a Menelao, caro a Ares? Conocerías al varón de quien tienes la floreciente esposa, y no te valdrían la cítara, los dones de Afrodita, la cabellera y la hermosura cuando rodaras por el polvo. Los troyanos son muy tímidos: pues si no, ya estarías revestido de una túnica de piedras por los males que les has causado.
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Respondióle el deiforme Alejandro: ¡Héctor! Con motivo me increpas y no más de lo justo; pero tu corazón es inflexible como el hacha que hiende un leño y multiplica la fuerza de quien la maneja hábilmente para cortar maderos de navío: tan intrépido es el ánimo que en tu pecho se encierra. No me reproches los amables dones de la dorada Afrodita, que no son despreciables los eximios presentes de los dioses y nadie puede escogerlos a su gusto. Y si ahora quieres que luche y combata, detén a los demás troyanos y a los aqueos todos, y dejadnos en medio a Menelao, caro a Ares, y a mi para que peleemos por Helena y sus riquezas: el que venza, por ser más valiente, lleve a su casa mujer y riquezas; y después de jurar paz y amistad, seguid vosotros en la fértil Troya y vuelvan aquéllos a la Argólide, criadora de caballos, y a la Acaya, de lindas mujeres.
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Así habló. Oyóle Héctor con intenso placer, y corriendo al centro de ambos ejércitos con la lanza cogida por el medio, detuvo las falanges troyanas, que al momento se quedaron quietas. Los aqueos de larga cabellera, le arrojaban flechas, dardos y piedras. Pero Agamemnón, rey de hombres, gritóles con recias voces:
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Deteneos, argivos; no tiréis jóvenes aqueos; pues Héctor, de tremolante casco, quiere decirnos algo.
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Así se expresó. Abstuviéronse de combatir y pronto quedaron silenciosos. Y Héctor colocándose entre unos y otros, dijo:
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Oíd de mis labios, troyanos y aqueos, de hermosas grebas, el ofrecimiento de Alejandro, por quien se suscitó la contienda. Propone que troyanos y aqueos dejemos las bellas armas en el fértil suelo, y él y Menelao, caro a Ares, peleen en medio por Helena y sus riquezas todas: el que venza, por ser más valiente, llevará a su casa mujer y riquezas y los demás juraremos paz y amistad.
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Así dijo. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y Menelao, valiente en la pelea, les habló de este modo:
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Ahora, oídme también a mi. Tengo el corazón traspasado de dolor, y creo que ya, argivos y troyanos, debéis separaros, pues padecisteis muchos males por mi contienda, que Alejandro originó. Aquel de nosotros para quien se hallen aparejados el destino y la muerte, perezca y los demás separaos cuanto antes. Traed un cordero blanco y una cordera negra para Gea y Helios; nosotros traeremos otro para Zeus. Conducid acá a Príamo para que en persona sancione los juramentos, pues sus hijos son soberbios y fementidos: no sea que alguien cometa una transgresión y quebrante los juramentos prestados invocando a Zeus. El alma de los jóvenes es voluble, y el viejo cuando interviene en algo, tiene en cuenta lo pasado y lo futuro a fin de que se haga lo más conveniente para ambas partes
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Tal dijo. Gozáronse aqueos y troyanos con la esperanza de que iba a terminar la calamitosa guerra. Detuvieron los corceles en las filas, bajaron de los carros y, dejando la armadura en el suelo, se pusieron muy cerca los unos de los otros. Un corto espacio mediaba entre ambos ejércitos.
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Héctor despachó dos heraldos a la ciudad, para que en seguida le trajeran las víctimas y llamasen a Príamo. El rey Agamemnón, por su parte, mandó a Taltibio que se llegara a las cóncavas naves por un cordero. El heraldo no desobedeció al divino Agamemnón.
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Entonces la mensajera Iris fue en busca de Helena, la de níveos brazos, tomando la figura de su cuñada Laódice mujer del rey Helicaón Antenórida, que era la más hermosa de las hijas de Príamo. Hallóla en el palacio tejiendo una gran tela doble, purpúrea, en la cual entretejía muchos trabajos que los troyanos, domadores de caballos, y los aqueos, de broncíneas corazas, habían padecido por ella en la marcial contienda. Paróse Iris, la de los pies ligeros, junto a Helena, y así le dijo:
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Ven, ninfa querida, para que presencies los admirables hechos de los troyanos, domadores de caballos, y de los aqueos, de broncíneas corazas. Los que antes, ávidos del funesto combate, llevaban por la llanura al luctuoso Ares unos contra otros, se sentaron pues la batalla se ha suspendido y permanecen silenciosos, reclinados en los escudos, con las luengas picas clavadas en el suelo. Alejandro y Menelao, caro a Ares, lucharán por ti con ingentes lanzas, y el que venza te llamará su amada esposa.
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Cuando así hubo hablado, le infundió en el corazón dulce deseo de su anterior marido, de su ciudad y de sus padres. Y Helena salió al momento de la habitación, cubierta con blanco velo, derramando tiernas lágrimas; sin que fuera sola, pues la acompañaban dos doncellas, Etra, hija de Piteo, y Climene, la de los grandes ojos. Pronto llegaron a las puertas Esceas.
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Allí estaban Príamo, Pántoo, Timetes, Lampo, Clitio, Hicetaón, vástago de Ares, y los prudentes Ucalegonte y Antenor, ancianos del pueblo; los cuales a causa de su vejez no combatían, pero eran buenos arengadores, semejantes a las cigarras que, posadas en los árboles de la selva, dejan oír su aguda voz. Tales próceres troyanos había en la torre. Cuando vieron a Helena, que hacia ellos se encaminaba, dijéronse unos a otros, hablando quedo, estas aladas palabras:
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No es reprensible que los troyanos y los aqueos, de hermosas grebas, sufran prolijos males por una mujer como ésta, cuyo rostro tanto se parece al de las diosas inmortales. Pero, aun siendo así, váyase en las naves, antes de que llegue a convertirse en una plaga para nosotros y para nuestros hijos.
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En tales términos hablaban. Príamo llamó a Helena y le dijo: Ven acá, hija querida; siéntate a mi lado para que veas a tu anterior marido y a sus parientes y amigos pues a ti no te considero culpable, sino a los dioses, que promovieron contra nosotros la luctuosa guerra de los aqueos y me digas cómo se llama ese ingente varón, quién es ese aqueo gallardo y alto de cuerpo. Otros hay de mayor estatura, pero jamás vieron mis ojos un hombre tan hermoso y venerable. Parece un rey.
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Contestó Helena, divina entre las mujeres: Me inspiras, suegro amado, respeto y temor. ¡Ojalá la muerte me hubiese sido grata cuando vine con tu hijo, dejando a la vez que el tálamo, a mis hermanos, mi hija querida y mis amables compañeras! Pero no sucedió así, y ahora me consumo llorando. Voy a responder a tu pregunta: Ese es el poderosísimo Agamemnón Atrida, buen rey y esforzado combatiente, que fue cuñado de esta desvergonzada, si todo no ha sido un sueño.
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Así
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