La Evangelizacion
newiz12 de Diciembre de 2013
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1. LA RESPONSABILIDAD
EVANGELÍSTICA DEL CRISTIANO
A ¿QUE ES LA EVANGELIZACIÓN?
La evangelización es la comunicación del evangelio de Dios a través de la vida y de las palabras de sus hijos, para su gloria y en el poder del Espíritu Santo, de tal manera que los hombres puedan recibir a Jesucristo como Salvador y servirle como Rey.
La evangelización es la comunicación...»
Luego tiene que ver con la transmisión de ideas y con la utilización de palabras. Pero, como ocurre en cualquier comunicación eficaz, las ideas han de ser asequibles al oyente y las palabras comprensibles. El lenguaje las ilustraciones y los métodos evangelísticos que utilizamos deben ser apropiados, no sólo a la dignidad de nuestro mensaje, sino también a la clase de personas que nos escucha. El evangelio siempre es el mismo, pero una buena comunicación requiere que su presentación varíe cada vez, según la condición cultural, social, psicológica, moral y espiritual de nuestros oyentes.
Por lo tanto nuestra comunicación sólo será adecuada en la medida en que conozcamos la sociedad en la que vivimos y entendamos a las personas que evangelizamos.
La comunicación incluye el escuchar, además del hablar. Habremos, pues, de desarrollar nuestra capacidad de ponernos al lado de cada persona, ver las cosas desde su punto de vista, anticipar sus dudas y preguntas, poner el dedo en la llaga de sus necesidades y pecados, y así comunicarle el evangelio. En todo esto tenemos un Maestro ejemplar.
Se trata también de una comunicación seria y sincera, no de un lavado de cerebro. No cabe en la evangelización ninguna clase de engaño ninguna técnica indigna del mensaje que llevamos (1 Tesalonicenses 2:3-5; 2 Corintios 4:2). No queremos que los que inicialmente acepten nuestro Evangelio, luego se arrepientan de ello por sentirse defraudados. Tratamos a los que nos escuchan como a seres responsables creados a la imagen de Dios. Consideramos su dignidad humana. Incluso respetamos su capacidad de rechazar el Evangelio y confirmarse en su pecado. Cristo llama a la puerta y respeta nuestro derecho de abrirla o no, él no la derriba, nosotros tampoco.
Por lo tanto, presentamos la verdad del Evangelio con sencillez, sin encubrir nada ni exagerar nada. La comunicamos con urgencia e insistencia, porque es un asunto de vida o muerte, pero no nos interesan conversiones espúreas, fruto de la emoción y no del arrepentimiento y la fe. Utilizamos las artes de la persuasión, pero rehuimos técnicas sentimentales baratas. Animamos, pero sin ofrecer promesas falsas ni presentar una visión utópica de la vida cristiana. Avisamos, pero no jugamos con el miedo de la gente. Presentamos argumentos y evidencias, pero sin exagerarlos ni distorsionarlos.
«... del Evangelio de Dios...»
El mensaje que comunicamos no es nuestro. Podemos ser todo lo creativos que queramos en su presentación, pero jamás en su contenido. Es un mensaje dado; no lo hemos de inventar. Es un depósito que Dios nos ha encomendado (2 Timoteo 1:13-14); no debemos ni quitarle ni añadirle nada.
Cada predicación del Nuevo Testamento, cada «conversación evangelística es diferente, y sin embargo el mensaje fundamental siempre es el mismo.
Por lo tanto, si vamos a comunicar fielmente el Evangelio, nuestra primera responsabilidad es la de conocerlo bien, saber manejarlo y aplicarlo a toda la variedad de situaciones y personas que nos rodean. Para poder evangelizar a otros hemos de evangelizarnos constantemente a nosotros mismos.
Por provenir de Dios el Evangelio es sagrado. Debe ser en el temor de Dios que lo comuniquemos. Debemos temer no comunicarlo, porque el Señor nos los pide. Debemos temer cambiar su contenido, porque Dios nos lo ha encomendado. Y debemos temer comunicarlo de maneras indignas: a frivolidad y la mundanalidad son incompatibles con lo sagrado.
... a través de la vida y de las palabras de sus hijos...»
Sólo los que han nacido de nuevo como hijos de Dios (Juan 1:12) están capacitados para evangelizar. Podemos contratar a un no-creyente para que venda Biblias o reparta folletos, pero la verdadera evangelización requiere una comunicación en la cual el mensaje verbal es reflejado, ilustrado y avalado por la vida de aquél que lo predica.
Muchos de los que llaman a nuestras puertas con el afán de vendernos el último detergente o enciclopedia, nos dan la impresión de no estar convencidos ellos mismos del valor del producto que nos ofrecen. ¿Acaso lo compran ellos? Su comunicación queda invalidada por su propio ejemplo. No debe ser así con la evangelización. Debe haber una coherencia entre el mensaje y la vida de aquél que lo lleva. Por eso sólo puede evangelizar con entusiasmo y sinceridad la persona que sabe de lo que habla por que lo vive. Cristo no encomendó la evangelización a cualquiera, sino solo a sus
Discípulos: «Vosotros me seréis testigos...». Y ni siquiera ellos iban a estar capa-citados para evangelizar hasta que «haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo» (Hechos 1:8). Ni aun el discipulado en sí es suficiente; sólo puede evangelizar la persona que ha recibido el Espíritu Santo y conoce su poder y la eficacia de su obra santificadora en su vida diaria.
El Evangelio debe ser comunicado por medio de todo lo que somos: por nuestro testimonio hablado, ciertamente, pero también por nuestras actitudes y reacciones, por nuestra sensibilidad y amabilidad, nuestro comporta- -tiento y conversación. No hay mayor motivo de escándalo para el no- creyente que la inconsecuencia entre lo que el pueblo de Dios predica y lo que practica. Las palabras, sin una vivencia que las respalde, no son suficientes.
En cambio, la vivencia sin las palabras es una pena. Por nuestro silencio implícitamente comunicamos la idea errónea de que lo que puede haber de hermoso en nuestras vidas es obra nuestra, no de la gracia de Dios; la gente siente la atracción de nuestras vidas pero desconoce la causa; piensa que es porque nosotros mismos somos buenos. De esta manera, en vez de glorificar a Dios, nos exaltamos a nosotros mismos. Pero más aún, impedimos por nuestro silencio que otros puedan conocer el camino de la salvación.
La vida y las palabras deben i r juntas. Algunos de los que se apresuran a hablar harían bien en callarse, porque sus vidas no honran el Evangelio que predican, muchos de los que se callan harían bien en empezar a hablar, porque su silencio es reprensible.
(Ver Ezequiel 33:7-9).
«... para su gloria...»
Nuestra principal motivación en la evangelización no debe ser, por supuesto, la promoción de nuestra propia reputación ante nuestros hermanos, ni una obsesión por el número de convertidos, ni siquiera, en primer lugar, la compasión por los perdidos; sino la gloria de Dios. Toda otra motivación se queda corta. Nuestro amor al Señor, nuestro deseo de que Él sea honrado y sus derechos reconocidos en la vida de nuestros prójimos, es la única motivación capaz de sostenernos en medio de los muchos momentos de desánimo que habremos de afrontar en nuestra evangelización.
En esto, como en todo, el Señor Jesucristo es nuestro modelo: «Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciera» (Juan- 17:4).
Nuestro afán en la evangelización debe ser igual al suyo: «Santificado sea Tu nombre; venga Tu reino; hágase Tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra» (Mateo 6:9-10).
«... y en el poder del Espíritu Santo...»
Las armas de nuestra milicia no son carnales sino espirituales, poderosas en Dios (2 Corintios 10:4). Ninguna sabiduría humana, ningún sistema de «marketing» ninguna técnica psicológica, ninguna planificación de comité, puede hacer las veces de la dirección del Espíritu Santo en nuestra evangelización. Bajo el señorío de Cristo estas otras cosas pueden tener su lugar, pero se convierten en sucedáneos pobres del poder de Dios cuando evangelizamos sin descansar en la guía y recursos del Espíritu.
El Espíritu Santo es quien nos capacita interiormente para la evangelización (Hechos 1:8; Efesios 3:16). Es quien nos dirige en nuestros planes y nos pone en contacto con personas ya predispuestas por El (Romanos 8:14; Hechos 8:26,29). El nos da las palabras que hemos de decir (Mateo 10:19- 20; Hechos 4:29-31). El es el único que puede convencer al no-creyente de su condición ante Dios (Juan 16:8) y que puede hacerle nacer a una vida nueva (Juan 3:5-8; 4:13-14; 7:37-39). Sin Él, pues, la evangelización no es más que la comunicación de unas Ideas teóricas; sólo hay convicción, conversión y regeneración cuando el Espíritu Santo nos utiliza como canales de su poder transformador. En fin, Él es nuestro Señor y nosotros debemos estar a sus órdenes, no esperar que Él se someta y se adapte a nuestros planes.
«...de tal manera que los hombre puedan recibir a Jesucristo como Salvador...»
Nuestra tarea no es solamente la de ganar el asentimiento intelectual de la gente a una serie de proposiciones doctrinales, ni mucho menos la de aumentar el número de afiliados a nuestra denominación religiosa. Es la de conducir a la gente al Salvador, el único que les puede abrir el camino a Dios (Juan 14:6). Nosotros no les salvamos. La doctrina no les salva. La Iglesia no les salva. Sólo Cristo salva.
Nuestra función es la de ser embajadores de Cristo (2 Corintios 5:20), hablar en su nombre, denunciar el pecado conforme a su ley, presentar sus derechos como Señor, y explicar lo que El ha hecho para salvarnos de nuestra condición perdida y restaurar
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