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Rituqui3 de Octubre de 2012
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dinamita, y había escapado de su automóvil de bajo blindaje arrastrando uno de sus escoltas
heridos. «De pronto me sentí como suspendido en vilo por la cresta de un oleaje», contó el
general. Fue tal la conmoción, que debió acudir a la ayuda siquiátrica para recobrar el
equilibrio emocional. Aún no había terminado el tratamiento, al cabo de siete meses,
cuando un camión con dos toneladas de dinamita desmanteló con una explosión
apocalíptica el enorme edificio del DAS, con un saldo de setenta muertos, setecientos
veinte heridos, y estragos materiales incalculables. Los terroristas habían esperado el
momento exacto en que el general entrara en su oficina, pero no sufrió ni un rasguño en
medio del cataclismo. Ese mismo año, una bomba estalló en un avión de pasajeros cinco
minutos después del despegue, y causó ciento siete muertos, entre ellos Andrés Escabí -el
cuñado de Pacho Santos-, y el tenor colombiano Gerardo Arellano. La versión general fue
que estaba dirigida al candidato César Gaviria. Error siniestro, pues Gaviria no tuvo nunca
el propósito de viajar en ese avión. Más aún: la seguridad de su campaña le había prohibido
volar en aviones de línea, y en alguna ocasión que quiso hacerlo tuvo que desistir, ante el
espanto de otros pasajeros que trataron de desembarcar para no correr el riesgo de volar con
él.
La verdad era que el país estaba condenado dentro de un círculo infernal. Por un lado, los
Extraditables se negaban a entregarse o a moderar la violencia, porque la policía no les
daba tregua. Escobar había denunciado por todos los medios que la policía entraba a
cualquier hora a las comunas de Medellín, agarraba diez menores al azar, y los fusilaba sin
más averiguaciones en cantinas y potreros. Suponían a ojo que la mayoría estaba al servicio
de Pablo Escobar, o eran sus partidarios, o iban a serlo en cualquier momento por la razón o
por la fuerza. Los terroristas no daban tregua en las matanzas de policías a mansalva, ni en
los atentados y los secuestros. Por su parte, los dos movimientos guerrilleros más antiguos
y fuertes, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias
(FARC). acababan de replicar con toda clase de actos terroristas a la primera propuesta de
paz del gobierno de César Gaviria.
Uno de los gremios más afectados por aquella guerra ciega fueron los periodistas, víctimas
de asesinatos y secuestros, aunque también de deserción por amenazas y corrupción. Entre
setiembre de 1983 y enero de 1991 fueron asesinados por los carteles de la droga veintiséis
periodistas de distintos medios del país. Guillermo Cano, director de El Espectador, el más
inerme de los hombres, fue acechado y asesinado por dos pistoleros en la puerta de su
periódico el 17 de diciembre de 1986. Manejaba su propia camioneta, y a pesar de ser uno
de los hombres más amenazados del país por sus editoriales suicidas contra el comercio de
drogas, se negaba a usar un automóvil blindado o a llevar una escolta. Con todo, sus
enemigos trataron de seguir matándolo después de muerto. Un busto erigido en memoria
suya fue dinamitado en Medellín. Meses después, hicieron estallar un camión con
trescientos kilos de dinamita que redujeron a escombros las máquinas del periódico.
Una droga más dañina que las mal llamadas heroicas se introdujo en la cultura nacional: el
dinero fácil. Prosperó la idea de que la ley es el mayor obstáculo para la felicidad, que de
nada sirve aprender a leer y a escribir, que se vive mejor y más seguro como delincuente
que como gente de bien. En síntesis: el estado de perversión social propio de toda guerra
larvada.
El secuestro no era una novedad en la historia reciente de Colombia. Ninguno de los cuatro
presidentes de los años anteriores había escapado a la prueba de un secuestro
desestabilizador. Y por cierto, hasta donde se sabe, ninguno de los cuatro había cedido a las
exigencias de los secuestradores. En febrero de 1976, bajo el gobierno de Alfonso López
Michelsen, el M-19 había secuestrado al presidente de la Confederación de Trabajadores de
Colombia, José Raquel Mercado. Fue juzgado y condenado a muerte por sus captores por
traición a la clase obrera, y ejecutado con dos tiros en la nuca ante la negativa del gobierno
a cumplir una serie de condiciones políticas.
Dieciséis miembros de élite del mismo movimiento armado se tomaron la embajada de la
República Dominicana en Bogotá cuando celebraban su fiesta nacional, el 27 de febrero de
1980, bajo el gobierno de julio César Turbay. Durante sesenta y un días mantuvieron en
rehenes a casi todo el cuerpo diplomático acreditado en Colombia, incluidos los
embajadores de los Estados Unidos, Israel y el Vaticano. Exigían un rescate de cincuenta
millones de dólares y la liberación de trescientos once de sus militantes detenidos. El
presidente Turbay se negó a negociar, pero los rehenes fueron liberados el 28 de abril sin
ninguna condición expresa, y los secuestradores salieron del país bajo la protección del
gobierno de Cuba, solicitada por el gobierno de Colombia. Los secuestradores aseguraron
en privado que habían recibido por el rescate cinco millones de dólares en efectivo,
recaudados por la colonia judía de Colombia entre sus cofrades del mundo entero.
El 7 de noviembre de 1985, un comando del M-19 se tomó el multitudinario edificio de la
Corte Suprema de justicia en su hora de mayor actividad, con la exigencia de que el más
alto tribunal de la república juzgara al presidente Belisario Betancur por no cumplir con su
promesa de paz. El presidente no negoció, y el ejército rescató el edificio a sangre y fuego
al cabo de diez horas, con un saldo indeterminado de desaparecidos y noventa y cinco
muertos civiles, entre ellos nueve magistrados de la Corte Suprema de Justicia, y su
presidente, Alfonso Reyes Echandía.
Por su parte, el presidente Virgilio Barco, casi al final de su mandato, dejó mal resuelto el
secuestro de Álvaro Diego Montoya, el hijo de su secretario general. La furia Pablo
Escobar le estalló en las manos siete meses después a su sucesor, César Gaviria, que
iniciaba su gobierno con el problema mayor de diez notables secuestrados.
Sin embargo, en sus primeros cinco meses, Gaviria había conseguido un ambiente menos
turbulento para capear la tormenta. Había logrado un acuerdo político para convocar una
Asamblea Constituyente, investida por la Corte Suprema de Justicia del poder suficiente
para decidir sobre cualquier tema sin límite alguno. Incluidos, por supuesto, los más
calientes: la extradición de nacionales y el indulto. Pero el problema de fondo, tanto para el
gobierno como para el narcotráfico y las guerrillas, era que mientras Colombia no tuviera
un sistema de justicia eficiente era casi imposible articular una política de paz que colocara
al Estado del lado de los buenos, y dejara del lado de los malos a los delincuentes de
cualquier color. Pero nada era simple en esos días, y mucho menos informar sobre nada con
objetividad desde ningún lado, ni era fácil educar niños y enseñarles la diferencia entre el
bien y el mal.
La credibilidad del gobierno no estaba a la altura de sus notables éxitos políticos, sino a la
muy baja de sus organismos de seguridad, fustigados por la prensa mundial y los
organismos internacionales de derechos humanos. En cambio, Pablo Escobar había logrado
una credibilidad que no tuvieron nunca las guerrillas en sus mejores días. La gente llegó a
creer más en las mentiras de los Extraditables que en las verdades del gobierno.
El 14 de diciembre se proclamó el decreto 3030, que modificó el 2047 y anuló todos los
anteriores. Se introdujo, entre otras novedades, la acumulación jurídica de penas. Es decir:
una persona a la que se le juzgara por varios delitos, ya fuera en un mismo juicio o en
juicios posteriores, no se le sumarían los años por distintas condenas sino que sólo purgaría
la más larga. También se fijó una serie de procedimientos y plazos relacionados con el
traslado de pruebas del exterior a procesos en Colombia. Pero se mantuvieron firmes los
dos grandes escollos para la entrega: las condiciones un tanto inciertas para la no
extradición y el plazo fijo para los delitos perdonables.
Mejor dicho: se mantenían la entrega y la confesión como requisitos indispensables para la
no extradición y para las rebajas de penas, pero siempre sujetas a que los del¡~ tos se
hubieran cometido antes del 5 de setiembre de 1990. Pablo Escobar expresó su desacuerdo
con un mensaje enfurecido. Su reacción tenía esta vez un motivo más que se cuidó de no
denunciar en público: la aceleración del intercambio de pruebas con los Estados Unidos,
que agilizaba los procesos de extradición.
Alberto Villamizar fue el más sorprendido. Por sus contactos diarios con Rafael Pardo tenía
motivos para esperar un decreto de manejo más fácil. Por el contrario, le pareció más duro
que el primero. Y no estaba solo en esa idea. El inconformismo
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