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Carro Rojo. Por Ricardo Azuaje

letty.yo15 de Marzo de 2013

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Carro Rojo (Cuento) por Ricardo Azuaje

Érase yo atravesando una ciudad dormida, huyendo sin motivo aparente, dibujando en la evasión un perfil de mi vida, ambiguo, como mi carácter, falso, como mis razonamientos (o racionalizaciones, según Gustavo desde su botella de vino y cultura a dos lenguas, una muerta); perdido en mis acciones buenas y viriles, en el retorno a las sanas y correctas costumbres (pero, entonces Paula); perdido en una sonrisa sin género (curioso cómo se parecen), aunque sí modo, y el niño modoso escapando nuevamente, dejando el pelero a través de una ventana de cristal y corriendo por las trincheras de la moral, el estudio, el trabajo y el futuro acondicionado en una oficina con aire garantizado por el título y cinco años de Facultad de Ingeniería de la ULA, ESTUDIAR Y LUCHAR HASTA VENCER, SI SOMOS EL FUTURO POR QUÉ NOS ASESINAN y a mí también me gustan Lezama Lima y Focus, Paula sonriendo en mitad de una manifestación de la FCU –AQUÍ ESTÁN / ESOS SON / LOS QUE ROBAN LA NACIÓN– y Gustavo más tarde en un parque de la Urdaneta ofreciendo cigarrillos para brindar por el sorprendente encuentro de tres lectores de Sterne en la ciudad de Santiago de Los Caballeros.

Érase yo atrapado entre la estadística, los ojos de Paula y una noche que Gustavo habló del desorden de los sentidos (Gustavo Rambó, no Rambo), del orden de los sensatos y del sin sentido de navegar por un solo canal en esta descuidada carretera de la vida –donde todos te gritan ¡Conserva tu derecha!– dejando virgen todo ese territorio de placer que nos rodea y tienta.

También Cocteau y un carro rojo. Pero el carro viene después, es decir, ahora, cruzando por la Treintiuno, despacio, Fairlane él, Quinientos, bajando por la Cuatro y casi parando junto a mí, que cruzo en la Treintidós y desaparezco en la oscura noche de los tiempos de beca, monte, conversaciones hasta las cuatro de la mañana en el apartamento de Gustavo, estudiante privilegiado que gozaba de tanto espacio mientras Paula y yo vivíamos en habitaciones pequeñas y apartamentos sobrepoblados. Discusiones sobre política, filosofía, literatura, música, mucho cine y vida futura. Tres ángeles con espadas flamígeras planeando siempre cómo hacer que la humanidad entrara de nuevo en el paraíso, para reforestarlo con árboles prohibidos y demás gramíneas (y cyperáceas). Ángeles no por considerarnos superiores al resto de los merideños y mortales, sino por ser iguales los tres, con las mismas aspiraciones y desencuentros con el mundo organizado y presente, por ubicarnos en la misma ruta y a la misma altura (no era cierto, pero entonces no sabíamos, no sabía). Ángeles que abordaban juntos las vacaciones, al sur del Lago, Paraguaná, Cumaná y otras regiones equinocciales de nuestro continente; que en Caracas iban juntos a cines, museos, teatros y cuanto espectáculo y sitio interesante había en la ciudad; que empujaban entre los tres el sueño de Gustavo de ser escritor (aunque estoy demasiado influenciado por mi especialidad, en pleno trópico aparece Calíope en chorcitos y no logro quitarme de encima a la grecorromana, es una lucha), la ambición de ser actriz de Paula (pero me aterra el miedo escénico), y la mía de dedicarme a la investigación y trabajar en Amazonas (no quiero encerrarme en una oficina, quiero aventura, quiero selva).

"¿Qué decir de las amistades apasionadas que hay que confundir con el amor y que son otra cosa, sin embargo, límites del amor y de la amistad, de esa zona del corazón en que intervienen sentimientos desconocidos y que no pueden comprender los que viven en serie?".

¿Qué decir Jean? Que éramos Gustavo, Paula y yo, creadores de un tríptico autorretrático, monstruo amoroso de tres cabezas, cada una puesta en una carrera y una vida, y mejor no sigo por ahí porque no lleva a ninguna parte, igual a este caminar sin rumbo en una ciudad cubierta por la niebla y un Fairlane que vuelve a hacer deliberada y lenta aparición, otra vez frenando un poco y yo cambiando de acera y mentalidad después del título, toga, birrete y trabajo en Barinas, más tarde Ministerio del Ambiente en Caracas, funcionario público, salvaguardado mi patrimonio por la ley y Gloria también sonriendo, pero no en una manifestación, en la fuente de soda de un centro comercial; tampoco hablando de Lezama Lima o Tristram Shandy, más bien de asuntos de la oficina, postgrados y del azar que hizo imposible que nos tratáramos en Mérida estudiando la misma carrera y con sólo un semestre de diferencia, y que ahora trabajemos juntos y salgamos a menudo y cualquier noche nos demos cualquier número de besos en un rincón de su apartamento arreglado con gusto y alevosía.

Cuatro años, a punto de perpetrar vida conyugal, estabilización total, y entonces este arranque, ganas de volver a la ciudad donde tanto aprendí (no precisamente en la universidad), aprovechar unas vacaciones y venir solo a reencontrar el espacio que Paula, Gustavo y yo inventamos con nuestros largos paseos y al que bautizamos Mérida, por parecernos el nombre adecuado para esta meseta cubierta de casas, parques, iglesias y aquejada de universitas emeritensis (POR UN JUSTO PRESUPUESTO). Gloria preguntando por qué no puedo ir amor y yo sin una respuesta ad hoc a mano, aun así rechazando su cálida compañía, tan dulce y adecuada a esta ciudad de frío y neblina.

Érase yo en una ciudad cambiada, cambiado también, asombrado por los nuevos puentes, paseos, edificios, tascas, restaurantes vegetarianos y demás elementos del inventario que levanté los primeros días de soledad y fastidio, a punto de abortar la búsqueda del tiempo perdido y regresar a Gloria, la de los níveos brazos, la de tiernas y telefónicas recriminaciones por dejarla sola en una ciudad de cuatro millones de alienados –menos uno– mientras venía a divertirme en esta sede del derrape y la nostalgia hippie (MÉRIDA ES DE PINGA, TODO EL MUNDO SINGA). Érase yo que no me decidía a volver porque había venido buscando algo, lo que perdí al abandonar la ciudad, al romper el contacto con Gustavo y Paula, con los gérmenes de un mundo personal que prometían. Qué prometían. Paraba en cualquier esquina y preguntaba al ingeniero Félix si acaso no estaría inventándose problemas o intentando revivir situaciones y momentos que cumplieron su ciclo y tiempo cuando les tocó, es decir, entonces. En vez de una respuesta franca y definitiva: un carro (un Fairlane llamado Deseo), esta vez cerca de la plaza Bolívar y ya no puedo dudar de su juego nada difícil de adivinar, lo conozco, en otros tiempos pasé varias veces por él, en estas calles. El carro se acerca, me sigue tímidamente (un Dodge, un Toyota techo de lona), da algunas vueltas para acumular energías y derrochar gasolina, finalmente se detiene, el conductor, con su mejor voz, pide un cigarrillo o pregunta adónde voy, después se ofrece a llevarme. Mi táctica fue siempre ignorarlos, como esta noche, empeñada en desplegarse sobre un mismo tema, en llevarlo hasta el fin (para eso viniste, y vuelve a llenar las copas).

Érase yo, el gato Félix, el que rompió todos los contactos con las otras cabezas del monstruo, cuestión de no quedar convertido en piedra, en sal de fruta o algo peor; ángel caído buscando alejarse de ese cielo triangular lleno de exigencias y límites a romper, buscando refugio en otra frase de Cocteau: "Vivir es una caída horizontal", y entonces no es posible aferrarse a un punto de la caída, Gustavo, hay que seguir y contar nada más con lo que tienes a mano, que siempre será menos de lo que esperabas o querías. Gustavo no se da por aludido, estira las piernas y dice no es a mí a quien quieres convencer y Paula no tardará en llegar. Y no es a Paula tampoco.

Pálida Paula de Escuela de Historia, pálida y perdida Paula, vuelta a encontrar en la plaza Colón, por puro accidente y autobús azul, de la universidad, bajando de él ante mis incrédulos ojos (nunca tuviste mucha fe visual, san Félix, dijo más tarde), pues no era posible que todavía fuese estudiante. Y no era, profesora abrazándome y exclamando ¡Félix, tú aquí! De lo más histórica y romana. En el Santa Rosa, reconstruyendo nuestras biografías entre empleados de bancos, italianos viejos y ociosos, marroncitos y una caja de Belmont, por favor. También la de Gustavo, que perdió el apoyo de su familia, abandonó la carrera y se convirtió en escritor a tiempo recortado, trabajando en cualquier cosa para mantenerse y viviendo ahora con Paula, la de los labios temblorosos una noche extraña y lluviosa en que un compañero le falló y estuve como amigo que presta su hombro y oreja al consuelo. Hablando de sus liberaciones, intentos de ir más allá de los clichés acerca del amor y el fullcontact. Es un engaño, Félix, te dicen que sí, que están de acuerdo y comprenden tu posición, pero en el fondo te consideran una puta inteligente y nada más, o les da por el lado evangélico y novelero y pretenden recuperarte para su mundo, como si fuera el único posible, el mejor, y a veces me pregunto. Le hablo de mis dudas, posiblemente pertenezco a la misma clase de gente que execra. No, tú no, Félix, tú estás conmigo, con nosotros, somos compañeros de ruta. Tampoco yo soy muy lúcida, vivo dando y recibiendo trancazos, pero sigo buscando, como tú, piedra pequeña. Un beso suave, un abrazo. Un cambio apenas perceptible en nuestras relaciones, pero que Gustavo registró y anunció una tarde que bajábamos por la Cuatro devorando una bolsa de churros comprados cerca de la plaza Bolívar, entrando en tema y calor con una frase de Regis Debray que anuncia que toda amistad con una mujer no es más que un largo camino hacia el coito, más o menos machista la frase pero hasta cierto punto cierta, más con Paula que era extremadamente sensual y

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